Capítulo 26

Stride nunca había estado en un jet privado. Había una diferencia abismal entre eso y volar en clase turista, donde se pasaba la mayor parte del vuelo con las rodillas casi pegadas a la barbilla. La cabina del Gulfstream disponía de asientos para ocho personas, suntuosos sillones reclinables de color marfil que parecieron engullir su cuerpo entre la piel y la espuma de los cojines. Él era el único pasajero, aparte de los dos pilotos y una azafata de vuelo de mediana edad que sonrió ante su expresión pasmada. Podía elegir entre sentarse junto a una mesa de arce o repantigarse ante una pantalla con música y películas por satélite. Cuando la azafata, que se llamaba Joanne, describió el magnífico almuerzo, Stride optó por sentarse a la mesa, leer el Wall Street Journal y contemplar el terreno desértico que daba paso a las Rocosas cuarenta mil pies más abajo. Resultó fácil pretender por unos minutos que él era el multimillonario, y comprendió que era un estilo de vida al que era fácil acostumbrarse.

Se cambió de asiento después del almuerzo y se instaló con una taza de café solo humeante y oscuro, exactamente como le gustaba a él. Joanne le enseñó cómo utilizar el mando a distancia; Stride encontró una emisora de música country en la radio por satélite y la hizo retumbar en toda la cabina. Supuso que era la primera vez que alguien escuchaba a Tracy Byrd en aquel avión cantando Watermelon Crawl, pero Joanne era amable y no se quejó. Pensaba revisar sus notas sobre el caso y seguir leyendo lo que había averiguado sobre Walker Lane. Pero a pesar del café, el pesado almuerzo y el traqueteo del jet al sobrevolar las montañas actuaron como sedantes. Varios días de estrés y falta de sueño hicieron mella en él, que acabó reclinando el asiento y cerrando los ojos.

Su sueño lo devolvió a Minnesota. Se encontraba en la playa enfrente de su vieja casa, en una lengua de tierra que sobresalía entre el lago Superior a un lado y las plácidas aguas del puerto al otro. Estaba sentado en una raída tumbona de plástico, mientras contemplaba cómo rompían las olas del lago contra la orilla, y su primera mujer, Cindy, se encontraba a su lado en una tumbona igual a la suya. Estaban cogidos de la mano. Cada mano tiene un tacto diferente, y Stride realmente pudo volver a tocar la de ella y notar cómo le rascaban la piel los salientes de su anillo de esmeralda. Cindy no hablaba. Una parte de él sabía que era un sueño, y quiso volver a escuchar el sonido de su voz, que se había ido borrando de su memoria con el paso de los años; pero ella permanecía en silencio, observándole, queriéndole. Al final se quedaba dormido en el sueño y, al despertar, estaba solo en la playa. La silla de ella no estaba. Antes había visto a unos niños jugando junto a las olas y corriendo en la arena, pero también ellos habían desaparecido. Había visto un carguero fondeado en el agua, uno de esos en los que trabajaba su padre antes de que una tormenta se lo llevase lago adentro, pero el barco tampoco estaba.

Stride se despertó cuando una corriente térmica sacudió el avión, y oyó a Montgomery Gentry cantando Gone[31] en la radio por satélite. Así era como le había hecho sentir su sueño: desaparecido desde hacía mucho.

Joanne le comunicó que se estaban preparando para tomar tierra, y Stride miró afuera para ver las cumbres nevadas recortándose más allá del horizonte de Vancouver. Sabía por qué había soñado con Cindy: habían estado juntos en Vancouver una vez, hacía muchos años, cuando hicieron un crucero por Alaska. Habían pasado un fin de semana en la ciudad después del crucero, y había sido una experiencia mágica correr los dos juntos a través de la niebla de Stanley Park a primera hora de la mañana, y comerse, en un banco junto al agua y rodeados de gaviotas hambrientas, cangrejo Dungeness[32] comprado en el mercado de la isla Granville. Recordaba haber pensado, durante ese viaje, que nunca había sido tan feliz en toda su vida. Pero no mucho después de que volvieran debió enfrentarse a una de las investigaciones más tenebrosas de su carrera, la desaparición de una adolescente llamada Kerry McGrath. Y en pleno caso, su hermosa Cindy fue devorada por el cáncer, tan veloz y brutalmente que al final apenas la reconocía. Más tarde supuso que el cáncer ya había echado raíces mientras estaban en Vancouver. Se preguntó qué decía eso sobre la vida, y no estuvo muy seguro de quererlo saber.

Stride estaba ansioso por ver Vancouver de nuevo. Le gustaba la ciudad, y además quería enfrentarse a sus demonios, o tal vez sólo regodearse en ellos. Pero cuando aterrizaron comprendió que no sería así. No era un coche lo que le estaba esperando para llevarle con Walker Lane, sino un helicóptero, al que se subió después de que diera su aprobación el agente de aduanas que había recibido el avión. Se lo llevó por los aires rumbo al sur, lejos de la ciudad y en dirección a las islas del golfo al norte de Victoria. Le puso un poco nervioso sobrevolar el agua, no en un hidroavión sino en un aerolito que simplemente chocaría contra la superficie y se hundiría en caso de que sus rotores dejaran de girar. Al menos era un día tranquilo y despejado. Volaron durante lo que le pareció una eternidad, aunque seguramente fueron sólo veinte minutos, antes de que ante Stride aparecieran las islas punteando el agua azul debajo de ellos. Vio pueblos de pescadores y grandes franjas de robles y abetos que alfombraban las colinas y se precipitaban hacia angostas playas pedregosas. Al sobrevolar una de las islas más pequeñas el piloto empezó a descender peligrosamente cerca de las copas de los árboles. Al otro lado de la cima, en la orilla sur de la isla, Stride vio de pronto un claro donde había un sólido edificio pegado a la playa. El agua parecía lamer las ventanas con vistas al estrecho. La casa era de diseño Victoriano, con numerosos gabletes y una gran torre principal coronada por un tejado cónico. Los colores eran oscuros y góticos.

El piloto voló por encima de la propia casa y asentó suavemente el helicóptero en un círculo de cemento entre los jardines traseros. Apagó el motor y Stride salió. Una asistente lo recibió y lo condujo a través de un laberinto de setos y fuentes hacia un vasto porche trasero, con pesados muebles antiguos y baldosas de cerámica de color crema.

—El señor Lane enseguida estará con usted —le explicó la mujer, y lo dejó esperando a solas.

Stride permaneció cerca de las puertas y sintió la fresca brisa que surcaba la isla. Se preguntó qué cabía esperar de Walker Lane. Lo único que había visto eran fotografías de hacía décadas, cuando Walker se parecía mucho físicamente a su hijo MJ, con el pelo revoltoso y aspecto desgarbado, como un chaval cuyas extremidades han crecido demasiado y demasiado rápido. Incluso entonces ya era millonario, y con el paso de los años había transformado la «m» en una «b». Stride nunca había conocido a un billonario. Por la voz de Walker al teléfono, se lo imaginaba como un hombre alto y severo, majestuosamente canoso, vestido con un jersey y sosteniendo una copa de oporto.

Acertó en lo del jersey, pero nada más.

—Bienvenido a Canadá, detective —dijo Walker al entrar en el porche en una silla de ruedas que controlaba con la mano derecha a través de un mando—. Me alegro de que accediera a venir aquí.

Stride no pudo evitar quedárselo mirando. Reconocía la voz, que sonaba como un huracán, pero no al hombre. La mitad de la cara de Walker se encontraba extrañamente rígida, como si hubiera perdido su control a causa de un ataque. El ojo derecho estaba fijo, y a Stride le llevó unos instantes comprender que era postizo, de cristal. Tenía la nariz deforme, reconstruida después de una fractura. Cuando sonreía, sus dientes eran prístinos y perfectos, y Stride supuso que también postizos.

—¿No es lo que esperaba? —preguntó Walker con sequedad.

Stride estaba demasiado sorprendido para contestar. Le tendió la mano y Walker se la estrechó. El apretón, al menos, fue tenso y potente.

—No hago propaganda de mi minusvalía, detective —continuó Walker—. Espero poder contar con su discreción. La mayor parte de la gente que viene aquí firma acuerdos de confidencialidad. No haré lo mismo en este caso porque quiero confiar en usted, y quiero que usted confíe en mí.

Stride seguía aturdido por el aspecto de Walker y por su ojo postizo, que parecía asombrosamente real.

—Entiendo —dijo.

—¿Saben quién mató a mi hijo? —preguntó, de forma muy significativa. Sonaba como el hombre impaciente con el que Stride había hablado por teléfono.

—Sí, lo sabemos. —Stride vio cómo afloraba la sorpresa al ojo bueno de Walker, y buscó en la delgada carpeta que llevaba para sacar el retrato robot—. No le hemos arrestado, pero tenemos su cara. Éste es el hombre que mató a MJ.

—Déjeme ver.

Stride le entregó el dibujo y Walker lo cogió ansiosamente. Lo sostuvo con su mano derecha lo bastante lejos para que su ojo lo pudiera enfocar.

—¿Le conoce? —preguntó Stride.

—No. —Walker negó con la cabeza, decepcionado—. No me resulta familiar.

—Le dejaré el retrato.

Walker dio la vuelta al dibujo y lo dejó en su regazo.

—¿Le gustaría dar un paseo antes de que nos pongamos manos a la obra? No mucha gente llega a entrar aquí, ¿sabe?

Stride había cruzado medio continente para encontrarse con ese hombre y sentía curiosidad por ver su casa, la clase de residencia que era probable que no volviera a ver nunca.

—¿Por qué no? —dijo.

—Bien.

Walker dio media vuelta con la silla de ruedas y le guió desde el porche hasta el cuerpo principal de la casa. En contraste con la decoración antigua, era electrónicamente sofisticada, con todas las tareas controladas por ordenador y manejadas desde el panel de mandos de la silla de Walker. Ventanas, luces, puertas, cortinas, claraboyas… todo podía abrirse, cerrarse, encenderse y apagarse con sólo apretar un botón. Fueron de habitación en habitación, y cada una de ellas parecía sacada de algún palacio europeo: enormes y laboriosamente decoradas, aunque estériles como un museo. Stride sabía que la casa no podía tener más de un par de décadas, pero daba la sensación de ser una reliquia de otro siglo. No transmitía la sensación de que alguien vivía allí.

En general era una casa cálida, pero parte de la humedad de la región conseguía abrirse paso a través de los muros, y a veces el calor parecía disiparse con los altos techos. Stride se sorprendió estremeciéndose y abrochándose el botón de la chaqueta. En sólo unos meses, pensó, había pasado de ser un habitante de Minnesota inmune al frío a ser un morador del desierto que se helaba cuando la temperatura bajaba de los veinticinco grados.

—Raramente abandono la isla —le explicó Walker—. Seguro que ya lo sabe. Pero puedo hacerlo casi todo desde aquí. Veo aquí mismo prácticamente todas las películas que se hacen.

Condujo a Stride a una sala de cine a tamaño completo, con un pasillo con acceso para minusválidos justo en el centro. Podrían haberse encontrado en la mejor multisala de Las Vegas. Stride comprendió que seguramente ese cine siempre estaba vacío, con Walker allí sentado, solo, analizando película tras película. Empezaba a sentir lástima por ese hombre.

Walker se percató de sus emociones.

—No lo sienta por mí, detective. No soy Howard Hughes, ¿sabe? La gente no para de visitarme: actores, directores, editores, agentes… Me involucro intensamente en todos los aspectos de cada una de mis películas. Cuando se están rodando, cada día me mandan aquí un informe electrónico, y yo lo reviso y devuelvo mi respuesta al plato por la mañana.

—¿Por qué no se desplaza allí? —preguntó Stride.

—En primer lugar, no lo necesito. Puedo hacerlo desde aquí, y tiene que admitir que estamos en uno de los lugares más bellos de la tierra.

Stride asintió. Eso era cierto. Cada vez que pasaban por delante de una ventana, veía la isla, el estrecho o los jardines, y todas ellas eran vistas en las que perderse.

—En segundo lugar, soy extremadamente reservado. Ya no soy un juerguista. Para ser sincero, mi aspecto hace sentir incómoda a la gente, y eso es algo que odio. Las personas que vienen aquí normalmente me conocen lo suficiente para respetar mi privacidad y no dejarse desconcertar por mí.

Llevó a Stride a través del salón, situado en la parte delantera de la casa y con una galería acristalada que daba al mar, y luego a una terraza que conducía a un muelle, más abajo. Stride vio que pasaba un ferry bastante mar adentro, camino de Victoria. Los árboles se cerraban alrededor del edificio, y vio varias águilas que los sobrevolaban en círculos.

—Es maravilloso —dijo Stride sinceramente.

—Gracias, detective. —Walker pareció darse cuenta de que el cumplido era real, y se le vio complacido—. Quiere saber cosas sobre MJ, ¿verdad? Por qué todo se complicó tanto entre nosotros.

—Me gustaría, sí —admitió Stride.

Walker avanzó en su silla hasta el borde del balcón, desde donde podía mirar las olas que, más abajo, azotaban las rocas suavemente.

—¿Le sorprende que muchas mujeres quieran casarse conmigo?

Stride negó con la cabeza.

—En absoluto.

Walker utilizó su único ojo para dedicarle una mirada de complicidad.

—Muy diplomático, detective. Pero, desde luego, es por mi dinero. Actrices (maldita sea, y un montón de actores también) que parecen tener ideas muy progresistas sobre las sillas de ruedas y la apariencia física cuando piensan en todo ese dinero en el banco. Me dicen que es el amor lo que cuenta. Realmente tienes que ser de Los Ángeles para conseguir que funcione esa treta.

Stride se rió. Walker hizo lo mismo.

—Pero la madre de MJ era distinta. Era una actriz terrible, con toda la voluntad del mundo pero sin pizca de talento. Creo que el director debió de intuir que ella y yo congeniaríamos, porque sin duda no me la envió a causa de su prueba. A lo mejor sólo pensó que me hacía falta un buen revolcón. Ella quería salir en la película que yo estaba preparando y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa, y me refiero a cualquier cosa, para lograrlo. Cuando la rechacé, se derrumbó, llorando. Era muy inestable, pero había algo extrañamente atractivo en ella. Era una chiquilla, y supongo que yo quería tener a alguien de quien poder cuidar. Para sorpresa de mucha gente de Hollywood, nos casamos. Podría decirse que fuimos co-dependientes durante un tiempo.

—Lo comprendo —dijo Stride.

Pensaba en su segunda esposa, Andrea, con la que tuvo una relación similar. Dos personas que se necesitaban la una a la otra pero que no se querían.

—MJ nació un par de años después. No me di cuenta de que ella estaba cayendo en una profunda depresión. La gente no hablaba de estas cosas. Sólo pensé que ya no me amaba y que tampoco quería al niño. Fui un estúpido.

Stride había leído artículos de periódico sobre Walker: su mujer se había suicidado pocos años después del nacimiento de MJ.

—Creo que ya conozco el resto.

—Sí, su suicidio fue toda una noticia. Pero usted desconoce el porqué, detective. MJ lo comprendió finalmente, o eso le pareció. Se dio cuenta de que mi mujer no había podido aguantar la competitividad. Era frágil y neurótica, y yo sólo la hice empeorar porque no pude dejar atrás el pasado, ¿sabe? MJ también se dio cuenta. Por eso le afectó tanto todo ese tema del Sheherezade.

Stride notó que sus sentidos se ponían en alerta al oír el nombre del casino. Sofocó sus emociones y endureció su corazón; ahora se avergonzaba de que Walker Lane le hubiera agradado.

—Ha dicho que su mujer no pudo soportar la competitividad —dijo—. ¿Qué quiere decir? ¿De qué no podía desprenderse usted?

Walker suspiró.

—Sí, por eso ha venido aquí, ¿verdad? Para escuchar la verdadera historia. —Dio media vuelta con la silla de ruedas y señaló la torre que se erigía por encima de la casa—. ¿La ve, detective?

Stride miró hacia arriba, confundido. Solamente vio tejados en punta y piedra, y docenas de ventanas que se abrían al mar. Vio la torre en lo alto, con un balcón circular en la cima como una glorieta.

—No sé… —comenzó, pero al fin sus ojos se centraron en las cinco piedras distintas a las demás en la torre.

Eran de pizarra gris igual que el resto, pero cada una tenía una letra grabada. Había otras piedras entre ellas, de manera que quedaban diseminadas, formando una palabra en horizontal que se extendía de un extremo a otro de la torreta. Años de lluvia del Pacífico habían difuminado sus contornos, pero todavía se podía leer.

AMIRA

Volvió a posar la mirada en Walker, sin comprender nada. Éste estaba perdido en sus pensamientos y escudriñaba las letras con su único ojo como si pudiera acariciarlas.

—Bautizó su casa con el nombre de ella —murmuró Stride—. ¿Por qué?

—¿Por qué? Detective, es usted poco romántico.

—Usted la mató —dijo Stride.

Las palabras se le escaparon.

Walker negó con la cabeza. No parecía enfadado; solamente serio y desconsolado.

—No, no. Jamás. ¿No lo comprende? Antes me habría matado yo. Muchos días lo he pensado, sólo para estar con ella. Yo amaba a Amira. Y ella me amaba a mí. Íbamos a casarnos esa misma noche, la noche en que Boni Fisso la asesinó.

Cuando regresaron al porche, Stride vio que el cielo sin nubes se había disipado en retazos de oscuridad. Aquí los cambios eran muy veloces, del sol a la lluvia y de la lluvia al sol. La llovizna empezó a humedecer el jardín en el exterior y a manchar las ventanas. La temperatura bajó. Walker llamó a uno de sus empleados y éste puso unos troncos en la chimenea y encendió una hoguera que rápidamente caldeó la estancia. Abrió un vino, y Stride abandonó sus inhibiciones y aceptó un vaso. Walker dio unos sorbos al pinot negro mientras contemplaba el crepitar de las llamas.

—Ojalá pudiera explicarle cómo era Las Vegas en aquella época —dijo Walker—. Creo que tenía la misma clase de hechizo que el Hollywood de los años treinta. Era una ciudad joven, electrizante y glamourosa. Millonarios codeándose con bailarinas. Artistas jugando en el casino a las dos de la madrugada. Todo el mundo se enfundaba en joyas y esmóquines como si fuera a ir a la ópera. Recuerdo que todo el mundo me parecía hermoso. Todo el mundo era rico. Era una ilusión, por supuesto. Juegos de manos. La ciudad es experta en eso. Pero por entonces no podías entrar en uno de los casinos sin que te atrapara; a lo mejor es porque el mundo real parecía muy lejano. Andabas cien kilómetros en cualquier dirección y no había más que desierto, un erial absoluto. Recuerdo estar conduciendo por la carretera de dos carriles que llega desde California, y pasar horas en la oscuridad sin ver un destello de luz en ninguna parte. Y entonces veías un resplandor como fuego en el horizonte, y llegabas a la cima de una colina y te encontrabas con esa isla de neón centelleando en mitad de la noche.

—Helen Truax dijo que en esa época la ciudad tenía carácter de estrella —comentó Stride.

—Sí, tiene razón. Así era exactamente.

Stride añadió:

—Helen era una de las bailarinas de Amira.

Walker sacudió la cabeza.

—¿De veras? No la recuerdo.

—Su nombre artístico era Helena Troya. Dice que se acostó con usted.

Walker pareció incómodo.

—No lo pongo en duda. A mí me iba todo aquello. Era joven y rico, y en esos días me gustaba acostarme con un montón de chicas. Las Vegas me sedujo como a tantos otros.

—¿Qué me dice de Amira?

—Sí, ella también me sedujo. ¿Ha leído algo de Llama?

Stride asintió.

—No hay palabras para describirlo —dijo Walker—. Creo que me enamoré de Amira la primera vez que la vi. Yo tenía muchos ligues, pero Amira era distinta. Me enamoré de la cabeza a los pies. A lo mejor me estoy dando coba a mí mismo, pero pienso que a ella le ocurrió lo mismo. Tal vez sólo me quisiera por mi dinero o buscara una forma de escapar, pero creo que me quería con la misma pasión.

—Pero Amira era la amante de Boni, ¿no es cierto? —preguntó Stride.

El rostro de Walker, la parte que podía mover, reflejó su dolor.

—Una locura, ¿verdad? Qué ingenuo. Jugué a los gánsteres creyendo que sólo se trataba de otra de mis películas. Esos tíos duros con traje y sombrero parecían actores. Pero era real.

—¿Qué pasó?

—Creímos que podríamos mantenerlo en secreto —dijo Walker—. Nadie sabría lo que sentíamos hasta que hubiéramos desaparecido y estuviéramos casados.

«Desaparecido», volvió a pensar Stride.

—Yo no era hábil ocultando mis sentimientos. Era joven y llevaba el amor escrito en la cara. Todo el mundo lo sabía; se enteraron cuando me dejé ver todos los fines de semana en sus espectáculos. Boni también lo sabía, por supuesto. Leo Rucci me dijo cómo estaba el tema; me dijo que Amira era propiedad de Boni, como una silla o un perro. Eso me enfureció, pero simulé que no era más que un capricho, nada serio. Amira actuaba mejor. Nunca me miraba en público, y le dijo a Boni que si alguna vez le ponía la mano encima, me dejaría tieso. Boni se reía, según ella. Así que ya ve, creímos que lo conseguiríamos. Después de su actuación, en plena noche, ella se colaba en mi suite del tejado y estábamos juntos. Era nuestro secreto.

—No existen muchos secretos en Las Vegas —dijo Stride.

—No. Más tarde comprendí que seguramente había micrófonos en mi suite. Nos creíamos muy listos, pero él supo todo el tiempo lo que había entre nosotros.

—Hábleme de esa noche.

—Esa noche —murmuró Walker—. Esa horrible, horrible noche. —Alzó su mano derecha y se tocó la parte paralizada del rostro, frotándola como si pudiera sentir algo en ella—. Después de su último número, teníamos planeado irnos a Europa. Pensábamos casarnos y pasar seis meses viajando por todo el mundo.

—Pero ¿Boni lo sabía?

Walker asintió.

—Él y yo pasamos la velada juntos en su despacho. Lo hacíamos a menudo. A mí Boni siempre me pareció encantador; nos lo pasábamos bien. Pero ese día pasaban las horas y noté que algo iba mal. Había algo distinto en él. Se hacía tarde; yo sabía que Amira estaría esperando en mi suite y quería irme con ella, pero Boni iba buscando excusas para que me quedara allí, y yo no dejaba de mirar el reloj. Entonces llegó Leo Rucci, el ejecutor de Boni. Siempre me asustó, porque sabía que bajo su traje se escondía un matón vicioso. Boni le pidió a Leo que me escoltara de vuelta a mi suite; yo protesté, pero Boni insistió. Y al irme, Boni me besó en ambas mejillas. Recuerdo lo que dijo: «Que Dios te acompañe, Walker». Y entonces lo supe; supe que iba a ser terrible.

Stride no dijo nada. Se acordó de cuando había estado de pie en el apartamento de MJ, mirando la suite del tejado del Sheherezade que quedaba más abajo.

—Leo me siguió a la suite. Intenté detenerle, pero él sólo se reía. Yo esperaba encontrarme a Amira allí, pero no se oía nada y pensé que ya se habría marchado. Y entonces vi que la puerta que daba a la terraza estaba abierta. Tuve una horrible sensación. Salí afuera. —A Walker se le hizo un nudo en la garganta—. Estaba en la piscina. El agua era roja y turbia. Me la quedé mirando, y lo único que podía pensar era que yo la había matado. Por enamorarme de ella.

—¿Qué le hicieron a usted? —preguntó Stride, adivinando lo que vendría luego.

Walker bajó la mirada hacia sus extremidades inútiles.

—Leo me llevó al sótano y me metió en una limusina. Dijo que me llevaban al aeropuerto, y que tenía que abandonar la ciudad y no volver nunca más. Pero eso no era suficiente para ellos, por supuesto. Los dos hombres del coche dieron un rodeo por el desierto. ¿Sabe lo que es que te rompan las rodillas con un bate de béisbol, detective? ¿O que te fracturen el cráneo con piezas de metal en los nudillos? Les hubiera pagado lo que fuera para que me mataran. Pero tuvieron mucho cuidado con eso: Boni no me quería muerto. Quería que yo supiera lo que me había hecho.

Sentado en su silla de ruedas, Walker Lane, el billonario, empezó a llorar.

Stride estaba furioso.

Con Boni Fisso, un hombre al que no conocía. Y con Las Vegas, por todas las vidas que arruinaba. Sintió una extraña cercanía con el hombre del retrato robot, que intentaba buscar justicia para Amira a su propia e inmoral manera. Empezaba a darse cuenta de que el asesino había estado muy por delante de ellos desde el principio.

Nunca se trató de Walker.

Se trataba de Boni.