La secretaria de la oficina de Leo Rucci en Henderson le dijo a Amanda que éste pasaba todos los miércoles en el campo de golf. Amanda inspeccionó lo suficiente para averiguar que Rucci era el propietario de una próspera cadena de cambio rápido de aceite que se extendía por toda Nevada y el sur de California. Era multimillonario, divorciado y con un hijo que, al parecer, tenía como principal ocupación gastarse el dinero de papá, igual que MJ.
No costaba adivinar quién había establecido a Rucci en el negocio: había una gran fotografía en el vestíbulo del despacho en la que se podía ver a Leo Rucci y Boni Fisso juntos, en la ceremonia de inauguración de su primera estación de lubricantes.
Pero Rucci ya no era bienvenido en los casinos de Boni. Ni en ningún otro. Estaba en el Libro Negro: una lista del estado para controlar a las personas cuyos vínculos con el crimen organizado y otras actividades ilegales les prohibían incluso usar el lavabo en un casino de Nevada. Según Nick Humphrey, Rucci había pringado por Boni en los setenta, cuando los federales hicieron una redada en el Sheherezade en busca de pruebas de evasión de impuestos. Boni salió limpio; pero los federales necesitaban un trofeo, y éste fue Leo. Pasó cinco años en la cárcel por fraude fiscal, pero nunca cantó lo que sabía sobre su jefe.
Cuando salió a principios de los ochenta, Boni le había instalado en un negocio legal. «Un salario por su lealtad», pensó Amanda.
En el camino desde Henderson hasta la I-15, hizo su parada habitual de café y cigarrillo en el aparcamiento cercano a McCarran. Contempló los aviones y pensó seriamente en largarse del trabajo y huir de la ciudad. Era curioso cómo podía cambiar de idea en un solo día; el día anterior había dado por hecho que nunca se iría. Pero ella y Bobby habían mantenido una larga charla durante la noche, tras llegar a casa desde la escena del crimen en Lake Las Vegas. Él siempre aguantaba despierto para recibirla. Era un encanto. Pero al ver esa injuria raspada en la puerta del Spyder, dio un puñetazo y le entraron ganas de ir a despotricar al Ayuntamiento. Estaba harto de tanto acoso, igual que ella. Amanda sabía que aquello no iba a cambiar nunca. Mientras se quedara en Las Vegas, sería un bicho raro, odiado y repudiado.
El problema era que amaba su trabajo; y no le gustaba la idea de que la echaran de la ciudad.
Apagó el cigarrillo y puso rumbo al campo de golf de Badlands, en el extremo nordeste de la ciudad, para ir al encuentro de Leo Rucci. Un empleado le dijo que el grupo de Rucci estaría en alguna parte del Diablo nueve, y dejó que cogiera un carrito para ir a buscarlo. Mientras seguía los senderos de los carros volvió a enamorarse de la ciudad, como siempre le ocurría. Calles exuberantes de verde esmeralda, colocadas en franjas estrechas entre los edificios gigantes y la masa dorada del desierto, salpicado por trampas de arena de color blanco puro. Las cumbres recortadas de las montañas de piedra rojiza surgían en lo alto kilómetro y medio al oeste. La temperatura pasaba de los veinticinco grados, pero el viento que soplaba contra su rostro la mantenía fresca.
Encontró a Rucci y sus tres compañeros en el green de uno de los últimos hoyos. Sus toscas risas eran transportadas por el viento. Esperó hasta que dieron sus golpes y se pusieron en camino hacia sus propios carritos; luego avanzó y aparcó detrás de ellos. Salió con el retrato policial ondeando en su mano.
—¿Leo Rucci? —gritó.
Los cuatro se detuvieron y la miraron con recelo. Uno de los más jóvenes deslizó una mano dentro de su chaqueta y Amanda se preguntó si iría armado. Rucci alejó a los demás con un gesto y se acercó a ella, haciendo girar su palo en la mano. Obviamente era el más macho, el más alto y el más grande del grupo. Tenía sesenta y muchos, pero era físicamente imponente, con una cabeza afeitada y un cuello que parecía el tronco de un árbol. Llevaba gafas de sol, camisa Tehama Wind gris y negra y pantalones militares. Le resultó fácil imaginárselo de joven, reventando cabezas para Boni como director de casino del Sheherezade.
—Yo soy Rucci. ¿Y qué? ¿Quién es usted?
—Soy Amanda Gillen, del departamento de homicidios de la Metro.
El rostro de Rucci no se alteró.
—Poli, ¿eh? ¿Y qué quiere de mí?
Amanda le entregó el dibujo.
—Me gustaría saber si conoce a este hombre.
Rucci cogió el boceto e hizo una bola con él; luego lo lanzó al aire y dejó que el viento se lo llevara volando.
—No, no le conozco.
—Gracias por estudiarlo con tanta atención —dijo Amanda.
—No me gustan los policías; lo que significa que no me gusta usted. Si quiere apartar a alguien de la circulación, hágalo sin mí.
—Puede que este hombre intente matarle —dijo Amanda—. O a usted o a su hijo.
Rucci se metió la mano en el bolsillo y se sacó una pelota de golf. La colocó entre sus dos inmensas manazas y enlazó los dedos. Con los codos en alto, apretó. Sus dedos se pusieron rojos, aunque no contrajo los músculos de la cara, como si no estuviera haciendo ningún esfuerzo en absoluto. Amanda oyó un crujido al partirse el revestimiento de la pelota de golf. Él abrió la mano y le quitó la cubierta a la bola, lanzando los restos a lo lejos junto con el núcleo.
—Nadie se mete con Leo, cariño. Si alguien quiere venir a por mí, no necesito su ayuda.
—¿Qué me dice de su hijo? —preguntó Amanda—. ¿También le vigila a él?
—Mi Gino sabe cuidar de sí mismo —contestó Rucci.
—Bien, será mejor que le avise de que alguien podría estar pintando una diana en su espalda. Ya han muerto tres personas, incluido un niño. Todas ellas tenían vínculos familiares con el Sheherezade y Amira Luz. Igual que usted, Leo. Así que usted o su Gino podrían ser los siguientes.
—Gracias por el aviso, detective.
Rucci giró sobre sus talones y se dirigió hacia sus tres colegas de pétreos rostros.
—Oiga, Leo —gritó Amanda detrás de él—. ¿Quién mató a Amira?
Rucci se detuvo. Se dio la vuelta y se apoyó en su palo.
—Fue un chiflado de Los Ángeles. ¿Por qué no se lo pregunta a Nick Humphrey? Él era el policía que se encargó del caso.
—Hay quien piensa que Walker Lane mató a Amira.
—Hay quien piensa que Castro mató a Kennedy y no por eso es verdad.
—Supongo que Walker necesitaría agallas para matar a Amira. Me refiero a que era la amante de Boni, ¿no es así? ¿Lo sabía Walker?
Rucci se acercó con un desagradable gruñido, blandiendo el palo como si fuese a practicar el swing con ella. Sin quererlo, Amanda dio un paso hacia atrás.
—Boni Fisso ha hecho más por esta ciudad que todos los policías y políticos juntos. ¿Entendido? Es uno de los que convirtieron esto en un gran lugar, así que no venga a joderme con él, ¿vale? Los pedos de Boni valen más para Las Vegas que cualquier cosa que pueda hacer usted.
Amanda se recobró y dio un paso dentro de la sombra de Rucci. Era quince centímetros más baja que él, y sabía perfectamente que aquel hombre podía partirla en dos con poco esfuerzo. Pero de todos modos puso su cara al lado de la suya.
—¿Dónde estaba usted cuando mataron a Amira?
—Ya sabe dónde estaba —replicó Rucci, sonriendo por primera vez—. Y sabe lo que estaba haciendo. Me estaba tirando a una bailarina. Apenas podía andar recta cuando yo acababa con ella. A lo mejor le gustaría saber lo que se siente, detective.
—O a lo mejor sólo se la cortaría y la utilizaría como pisapapeles, Leo —dijo Amanda, devolviéndole la sonrisa—. Hábleme de la pelea que hubo aquella noche.
—¿Qué pelea?
—La bailarina con la que se estaba acostando, Helen, dice que usted recibió una llamada de un socorrista, un chico llamado Mickey. Afuera había una pelea de borrachos y usted fue a detenerla.
Rucci negó con la cabeza.
—Helen se equivoca. Debería mantener la boca cerrada y no hablar con policías, si sabe lo que le conviene.
—Está amenazando a una testigo, Leo, y lo lamentará.
—No necesito amenazar: no hubo ninguna pelea; no hubo ninguna llamada. Helen tiene la memoria jodida, son cosas que pasan. Ya es una mujer mayor, debajo de todo ese Botox y ese plástico. Los borrachos armaban jaleos continuamente, y yo solía romperles la nariz y mandarlos al sitio de donde venían. Pero esa noche no.
—¿Cree que Mickey diría lo mismo? —preguntó Amanda.
—Encuéntrelo y pregúnteselo —contestó Rucci.
—¿Tiene idea de dónde puede estar?
—Claro. Sigo en contacto con cada jodido crío que pasaba los veranos en el casino ayudando a las chicas a quitarse el biquini.
—¿Cuál era su apellido?
Ricci sonrió.
—Mouse.
Volvió pesadamente a su carrito y metió el palo dentro de la bolsa. El grupo se marchó en sus dos vehículos y, mientras se alejaban, uno de ellos miró hacia atrás y extendió su dedo corazón en dirección a Amanda.
Ella le devolvió el gesto.