Capítulo 20

Amanda tuvo que reprimir las lágrimas al ver el cuerpo de Tierney Dargon. Se sorprendió. Con el paso de los años se había endurecido frente a la muerte, pero los cuerpos que veía día sí y día no raramente eran de personas a las que hubiera conocido cuando vivían. Eran cadáveres, carne y heridas desprovistas de personalidad. Pero Amanda había visto a Tierney tan recientemente que podía acordarse de su perfume y oír la entonación aniñada de su voz. Le había caído bien. Le había dado lástima. Tierney era una buena chica perdida en la gran vida de Las Vegas. Pero nada más.

Ahora era como MJ, con los ojos abiertos por el espanto y el terror, y regueros de sangre que surcaban su rostro desde el agujero de herida de bala que tenía en la frente. Muerta en el recibidor de la inmensa casa de Moose, como Alice Ford en Reno, sin tiempo para reaccionar ni gritar. Abre la puerta, ve el rostro de la muerte y ¡bang! Su cerebro ha desaparecido antes de poder rebelarse. Al instante.

Amanda miró dentro de la mansión más allá del recibidor y comprendió que, aun en vida, a Tierney se la habría visto fuera de lugar allí. Era joven, y aquélla era la casa de un rico viejo. Moose la había convertido en un santuario de su pasado, con estanterías llenas de premios, pósteres de hacía una década que anunciaban sus espectáculos y docenas de fotografías de Moose en el escenario. Era un hombre desmesurado, comparable a su casa, pues ambos eran chabacanos y gigantescos. El salón estaba decorado como un fastuoso casino, con elevadas columnas romanas, adornos dorados, un gran piano y, lo más impresionante de todo, una piscina interior en el segundo piso con fondo transparente, para que las visitas pudieran mirar arriba y ver el azul del agua. La casa de Moose era una de las mejor situadas en Lake Las Vegas: se encontraba en la urbanización MiraBella, junto al campo de golf y el lago artificial privado del complejo, con el paisaje lunar de las colinas del desierto recortado en la distancia.

Nadie dudaría en abrir la puerta aquí, ni siquiera a un extraño. Lake Las Vegas estaba situado varios kilómetros al este de la ciudad, sobre las montañas de la carretera al lago Mead. Sólo había una carretera estrecha para salir y entrar de MiraBella y las demás urbanizaciones de la orilla sur, con un puesto de vigilancia para que extraños y vagabundos se mantuvieran en el exterior. Si entrabas, estabas a salvo. Aunque no esta vez.

Amanda se preguntaba cómo se las habría arreglado el asesino para cruzar la puerta de la orilla sur.

—¿Dónde está Moose? —preguntó a uno de los agentes uniformados que había en la escena del crimen.

Vio que la mirada del policía se nublaba con desagrado y se enfureció. No había cambiado nada.

—El vigilante de la entrada dice que se ha ido en la limusina hacia las seis —contestó—. Supongo que alguien lo estará intentado localizar.

—¿Supones? —replicó Amanda. El policía se encogió de hombros y ella añadió con aspereza—: No supongas nada. Averigualo y me lo dices.

—Sí, «señor» —contestó él, mordaz.

Amanda se fue poniendo de peor humor cuando él se alejó.

Había un equipo considerable trabajando en la escena del crimen. Era una de las ventajas de que te mataran en Lake Las Vegas, normalmente inmune a esa clase de crímenes, a no ser que se tratara de una esposa rica que disparaba a un marido rico. Aquí, un cuerpo acaparaba mucha atención. La llamada había sido realizada por un vecino que oyó el disparo. Era cazador y conocía la diferencia entre la detonación de una pistola y el chasquido de un rifle, que no era un sonido inusual en las colinas del desierto. Cuando fue a investigar, encontró la puerta abierta de par en par y a Tierney en la entrada.

El móvil de Amanda sonó. Era Stride.

—¿Dónde estás? —preguntó ella.

—Estoy aparcado fuera, al lado de tu coche —dijo Stride—. Creí que nunca te llevabas el Spyder a la escena de un crimen.

Amanda se desconcertó un poco.

—Normalmente no. Pero me encanta conducirlo por las carreteras de montaña. ¿Por qué?

—Sal aquí, ¿vale?

Amanda notó sabor a bilis y una punzada de preocupación en el estómago. Cerró el teléfono y se dirigió a la puerta principal. Al pasar por delante de dos de los técnicos, oyó un comentario en susurros y una risa a sus espaldas. Se dio la vuelta, pero no pudo descubrir quién había hablado. Les lanzó una mirada furibunda y luego salió como una flecha, dejando atrás el cuerpo de Tierney, hacia el aire cálido del exterior. El camino de entrada, que dibujaba una curva, estaba siendo rastreado en busca de pruebas. Tomó una ruta enrevesada que pasaba por las rocas del jardín y por el grupo de coches patrulla en el linde de la cinta que delimitaba la escena del crimen. Más allá de la casa estaban la profunda oscuridad del lago y el centelleo de las luces del hotel que se encontraba en la orilla opuesta.

Stride estaba apoyado en su Bronco, junto al Spyder de ella, a unos quince metros de distancia. Estaba de pie bajo una farola, con los brazos cruzados encima del pecho. Cuando llegó a su lado, él señaló con la cabeza la puerta del conductor del deportivo de Amanda. Ésta lo vio y soltó un taco.

Le habían rayado el coche. Alguien había grabado la palabra «pervertido» en la puerta del Spyder con grandes letras.

—No quería que lo descubrieras tú sola —dijo Stride.

Amanda se debatía entre la sensación de rabia y la humillación.

—Cabrones —musitó—. Esto no acaba nunca. Gracias por avisarme.

—He preguntado por aquí —continuó Stride—. Nadie admite haber visto nada.

—Vaya sorpresa.

Amanda repasó con el dedo los surcos sobre la pintura. En cierto modo era como si la violaran, como si eso fuera lo que quisieran hacerle de encontrársela sola.

—No permitas que hagan esto sin pelear, Amanda —le dijo Stride.

—Nunca lo he hecho hasta ahora.

Sin embargo, Amanda se preguntaba cuánto podría seguir aguantando. No importaba las veces que demostrara su valía; seguían yendo a por ella, tratando de expulsarla. Volvió a mirar la palabra. Pervertido. Podía sentir el odio de quien lo había escrito. No se trataba de una broma pesada o un escarnio, sino de un acto primitivo y alarmante.

—¿Estás bien? —preguntó Stride, observándola.

Ella sacudió la cabeza. No estaba bien.

—Podría haber cogido al asesino de Green River[26] y los mensajes habrían hecho referencia a mi polla. Quiero decir, ¿realmente es tan importante?

Stride se rió. Amanda se dio cuenta de lo que había dicho y se rió también. Así liberó parte de la tensión.

—Está bien, sí es importante —dijo, con picardía. Y después añadió—: Ya sé lo que piensa la gente, sólo que duele que te lo restrieguen constantemente por la cara.

Pasó unos segundos más sintiendo lástima de sí misma. Stride esperó sin presionarla, y a ella la invadió una oleada de afecto por él. Se acordó de lo que Serena le había dicho: Stride había surgido de la nada y se había convertido en una salvación para ella. Amanda se sentía un poco así. No en el sentido romántico, porque quería a Bobby, y sabía que Stride quería a Serena. Pero tenerle cerca le hacía sentirse un poco menos sola dentro del cuerpo, como si finalmente contara con un aliado, con un amigo. Nunca le había pasado, no desde que no era Jason. Sus amigos de entonces habían ido cayendo, uno detrás de otro.

—Dime una cosa —le pidió a Stride—. ¿Por qué no me odias tú también?

—Vamos, Amanda. No es una pregunta propia de ti.

—Tienes razón, es una estupidez. Lo estaba preguntando alguien que no soy yo.

Stride volvió a centrarse en el trabajo.

—Dijiste que Tierney tenía un guardaespaldas, ¿no? ¿Dónde estaba?

—¿El samoano? Creo que sólo es un musculitos de alquiler. No había nadie más en la casa.

—¿No debería haber personal interino en un palacio como éste? —preguntó Stride—. ¿Un mayordomo, seis doncellas y unos cuantos jardineros para regar las rocas?

—No, según el vecino que encontró el cuerpo. He hablado con él: dice que sólo hay personal diurno. Se ve que a Moose le gusta andar por ahí desnudo cuando es de noche.

—Gracias por meter esa imagen en mi mente —dijo Stride.

—Lo que me pregunto es cómo entró aquí el asesino. Te aseguro que no vino andando desde la autopista en plena noche.

—¿Hay un registro de todos los vehículos que entran y salen?

Amanda asintió.

—Tengo a agentes rastreando todos los coches del registro de seguridad, empezando por los que han salido después de la hora del asesinato.

—¿Ha vuelto a dejar el cartucho?

—Sí, un 357, igual que con MJ. Apuesto a que si podemos recuperar la bala, concordará. Aunque dudo que lo necesitemos siquiera: no está intentando ocultar su rastro. Están buscando huellas para ver si nos ha dejado otro recuerdo.

—Tres asesinatos —dijo Stride—. Cuatro, si tienen relación con el de Reno. Lleva un buen ritmo.

Amanda vio unos faros que se aproximaban por la avenida del lago en la que Moose y otro puñado de vecinos acaudalados tenían sus hogares. Cuando el vehículo pasó bajo la primera farola, reconoció la limusina en la que se había sentado con Tierney Dargon. Cuando ella estaba viva y floreciente.

Señaló el coche.

—Moose —dijo.

Stride comprendió de dónde había sacado su apodo el cómico[27]. Era sorprendentemente alto y parecía todo piernas, como un mago de circo con zancos. Tenía una lanuda cabeza de pelo largo, teñido de negro y espeso para un hombre de su edad. Estaba sentado con los codos apoyados en las rodillas, y se cubría el rostro con sus dedos largos y flacos como tentáculos, mientras el cabello le caía encima de la cara. El esmoquin le venía holgado. Se había deshecho el lazo, que colgaba como un murciélago aplastado sobre su camisa blanca con volantes.

Estaba a solas con Stride y Amanda en la parte de atrás de la limusina. Sus pies casi tocaban los asientos de enfrente.

—Mi preciosa niña —dijo—. Debería haberla dejado donde estaba. Soy un bastardo egoísta. Quería a alguien que cuidase de mí. Que me enterrara. Y ahora tengo que enterrarla yo a ella.

Levantó una angustiosa mirada hacia ellos. Stride percibió sus características cejas, peludas y salvajes, que podía ondular y mover a voluntad. Formaban parte de su espectáculo. Podía hacerlas bailar y todo el público se moría de risa. Stride le había visto en un número en televisión hacía casi veinte años. El suyo era un humor negro y autodestructivo, plagado de chistes sobre la bebida, el divorcio y los ataques, extraídos de su propia vida. Pero sus cejas lo iluminaban todo, como si fueran monigotes idénticos y él fuese el ventrílocuo.

Aquella noche, yacían inmóviles encima de sus ojos como perros dormidos.

—¿Puede decirnos dónde estaba esta noche, señor Dargon? —preguntó Stride.

Fue educado pero firme.

Moose se centró poco a poco. Parecía realmente aturdido por el dolor, pero Stride se había sentido engañado demasiadas veces por el sufrimiento de un cónyuge. A menudo resultaban ser los autores, no las víctimas. Y Moose era actor.

—Estaba actuando en una fiesta para recaudar fondos —dijo, mientras se señalaba una insignia a favor de la reelección del gobernador Durand que llevaba en la solapa del esmoquin.

—¿Por qué no ha ido Tierney con usted?

Una de las cejas de Moose volvió brevemente a la vida.

—Soy como una bestia cuando tengo que actuar. No hablo con nadie, ni antes ni después. Tierney tendría que haberse sentado sola en una mesa llena de abogados arrogantes y escucharles hablar de su última moción Daubert[28] mientras le miraban las tetas. Lo habría detestado.

—¿Quién más sabía que iba a estar sola en casa? —preguntó Stride, poniendo énfasis en la palabra «más».

—No se me ocurre nadie —contestó Moose—. Normalmente, Tierney sale si yo tengo actuación. Es joven. Pero hoy había decidido quedarse en casa a ver películas.

—¿Le ha comentado a alguien sus planes?

—Sólo a la empresa de seguridad. Les ha llamado hacia mediodía para avisar de que no necesitaría escolta esta noche.

Stride echó un vistazo a Amanda, que ya estaba garabateando algo en su cuaderno. Le pidió a Moose los datos de la empresa de seguridad. Se llamaba Premium Security. Stride recordó que Karyn Westermark también llevaba guardaespaldas cuando estaba en Las Vegas, y se apuntó un recordatorio para averiguar si recurría a la misma empresa.

Amanda se inclinó hacia delante.

—Señor Dargon, ¿conocía usted a MJ Lane?

El rostro de Moose carecía de expresión.

—¿El hijo de Walker? ¿El chico al que mataron la semana pasada? Yo conocía al padre en los años sesenta, pero a MJ no. ¿Por qué?

—No hay ninguna forma de decir esto de manera delicada —le explicó Amanda—. Tierney tenía una aventura con MJ.

—Oh. —Moose recostó la cabeza hacia atrás hasta quedar con la mirada fija en el techo de la limusina—. Ya lo entiendo. Creen que soy un cornudo celoso. Primero hice matar al amante y ahora a mi esposa.

—Tiene usted fama de temperamental —dijo Stride.

Moose bajó la mirada y dibujó una sonrisa triste. Sus cejas se tensaron. Stride se percató de la palidez grisácea de aquel hombre, y de cómo los huesos del rostro delimitaban el contorno de su cráneo. Había visto aquello antes, cuando su mujer, Cindy, se estaba muriendo de cáncer.

—¿Era en un tiempo? Por supuesto. Pero entonces todos éramos chicos malos. Bebíamos, salíamos y nos descontrolábamos. Estábamos llenos de vida, por eso le gustábamos a la gente. Yo solía mearme en las fuentes del Caesars. Provocaba a chicos monos hasta que intentaban pegarme y entonces yo les rompía la mandíbula. Bailaba encima de las mesas de blackjack. Era parte del espectáculo. Cuando llegaba demasiado lejos, me metían en una celda hasta que volvía a estar sobrio y por la mañana comía huevos y beicon con los policías. Me sabía el nombre de pila de todos los polis de la ciudad, e iba a casi todas las fiestas de cumpleaños de sus hijos.

—¿Así que sus malas rachas eran sólo una actuación?

—Estoy diciendo que yo era lo que todo el mundo esperaba de mí. Mire, podía pelearme con el mejor, a veces fui un hijo de puta, pero tengo ochenta años, detective. Ahora voy por libre. Soy un cerdito chillón con los huevos cortados. Mis días de locuras, cuando tenía temperamento y ganas de usarlo, pasaron hace ya mucho tiempo. No me casé con Tierney por sexo, ni siquiera para tener algo joven y bonito colgado del brazo. Lo crean o no, nos gustábamos el uno al otro. Éramos amigos. Yo la animaba para que viera a hombres jóvenes si quería, porque sabía que ella tendría que volver a esa vida cuando yo ya no estuviera. No le pedía detalles, así que no tenía ni idea de que mantuviera una relación con MJ o con cualquier otro.

Stride escuchaba a la espera de alguna nota falsa, pero no oyó ninguna.

—¿Se acuerda de Helen Truax? —continuo Stride—. Su nombre artístico era Helena Troya.

—Claro. Era bailarina en el Sheherezade.

—¿Llegó a conocerla muy bien?

—Lo bastante para salir a tomar una copa de vez en cuando —dijo Moose—. Pero eso era todo. Era la chica de Leo Rucci, así que yo me mantenía alejado. ¿Adónde quieren ir a parar con esto?

—Hace menos de dos semanas, el nieto de Helen murió asesinado en un atropello —explicó Stride—. Luego el hijo de Walker Lane. Y ahora su mujer. Creemos que la misma persona es responsable de las tres muertes.

Moose se irguió.

—¿Creen que todo esto tiene que ver con el Sheherezade?

—Ustedes tres aparecían mencionados en el artículo de Rex Terrell sobre el asesinato de Amira Luz. ¿Habló usted con Terrell?

El labio superior y las cejas de Moose parecieron torcerse de disgusto al mismo tiempo.

—¿Yo? ¿Hablar con un maldito gusano como Rex Terrell? De ninguna manera.

—Rex dice que usted y Helen, entre otros, se beneficiaron de la muerte de Amira.

—No negaré que no me entristeció demasiado ver a esa pequeña zorra muerta y enterrada —dijo Moose—. Me la jugó. Me utilizó para llegar a Boni y luego me pateó las pelotas.

—Helen dice que usted le contó que Amira era la mejor amante que había tenido —siguió Stride.

—Eso no es ningún secreto. Estábamos liados. La sangre española es muy caliente. Pero no era mejor que una prostituta, pues sólo me utilizó para escalar peldaños.

—¿Dónde estaba usted la noche en que mataron a Amira? —quiso saber Amanda.

Moose se rió.

—En la cárcel, borracho. Como ya he dicho, era algo habitual en aquella época. Resultó una suerte contar con una coartada.

—Entonces ¿no sabe lo que pasó esa noche?

—Sólo lo que se rumoreó —contestó Moose.

—¿Se refiere a Walker Lane? —preguntó Stride.

Moose asintió.

—Todo el mundo supuso que lo había hecho él. El cuento del acosador resultó muy conveniente. Imagino que buscaron una cabeza de turco. Ya he dicho que me alegro de haber tenido una coartada, porque yo podría haber sido un blanco tentador.

—Así que usted también piensa que lo hizo Walker.

—Tiene sentido —dijo Moose—. Aunque me sorprendió.

—¿Por qué?

—Nunca pensé que Walker tuviera cojones para hacerlo. Era un blando. Le gustaba jugar con fuego, pero no era más que un niño pijo de Los Ángeles. Para matar a Amira había que tener huevos. No puedo creer que aún siga vivo después de haber hecho eso.

Stride y Amanda se miraron mutuamente.

—¿Qué quiere decir? —le preguntó Stride.

—La mayoría de la gente no lo sabe, pero yo sí, porque conocía a Amira. Ella me lo contó, sólo para restregármelo. Y Walter también lo sabía; tenía que saberlo. Sé que a él le encantaba su espectáculo y que iba siempre. Pero debería haber sabido por Leo Rucci que los servicios a los clientes preferentes no incluían a Amira.

Stride entornó los ojos.

—¿Por qué?

Las cejas de Moose ejecutaron una pequeña danza, como orugas retorciéndose al son del Cascanueces.

—Amira Luz era propiedad exclusiva de un solo y único hombre —dijo—. Un hombre con el que no te buscabas líos. Boni Fisso.