Serena pidió una botella de agua con gas en una copa de champán. Encontró una mesa para dos cerca del escenario y le dio al camarero una propina de veinte dólares para que se llevara la otra silla.
Odiaba estar sola en un casino, pues tenía que pasarse la noche quitándose de encima a los borrachos que pasaban por allí y ver cómo se servían unas copas que le recordaban lo que ella no podía hacer. Pero Stride había sugerido que la hija de Boni, Claire, podría responder mejor si hablaba sólo con ella, cara a cara en una reunión informal en el club, que con los dos juntos.
Los casinos del Boulder Strip atraían sobre todo a gente del lugar, enterados que daban por hecho que tendrían más oportunidades lejos de Las Vegas Boulevard (cosa poco probable) y que podrían jugar más, con más beneficios en apuestas más pequeñas (cierto). Serena sabía que Cordy era parte integrante del Sam’s Town, el mayor casino del Boulder, unos kilómetros al norte. Cada año depositaba miles de dólares en sus ávidas manos, pero a cambio le trataban como a un rey.
El local donde cantaba Claire, el Limelight, no jugaba en la misma liga que sus hermanos mayores, como Sam’s Town, Arizona Charlie’s o Boulder Station, y no incluía un hotel anexo. Estaba en el desolado extremo sur de la autopista, donde aún quedaban acres de sucia tierra abierta, salpicada de zonas para caravanas, tiendas para adultos y casas de empeño. En los límites habían empezado a asomar algunas urbanizaciones, al tiempo que los suburbios se extendían cada vez más por el desierto.
El Limelight había sido restaurado recientemente sobre el esqueleto de un casino junto a la carretera largo tiempo cerrado, un garito de cerveza y tragaperras donde cada noche solía haber bronca y los gafes perdían sus pocos dólares en el juego. Nadie lamentó verlo desaparecer. El Limelight no era gran cosa, pero era uno de los pocos sitios de la ciudad que ofrecían música country en vivo por el precio de un par de copas. Stride y ella se habían dejado caer alguna que otra vez por allí. Era poco más que una barra y un espacio del tamaño de una caja de cerillas dedicado al juego, con mesas y máquinas tragaperras y una claustrofóbica sala de espectáculos de paredes verdes, una barra larga con máquinas de vídeo-póquer y unas cincuenta mesas circulares, encajonadas sin demasiado espacio para respirar frente a un angosto escenario.
Bebió un sorbo de agua y observó cómo se llenaban rápidamente las mesas. Era evidente que Claire Belfort tenía cierta fama. Cualquiera podía llenar el club un sábado por la noche, pero era martes, y eso significaba que la gente había venido para verla a ella. Hasta ese momento, Serena había estado dispuesta a creer que el dinero de Boni había allanado el camino para la carrera de su hija, pero ahora ya no estaba tan segura. El Limelight era un antro, pero las personas que venían a ver los espectáculos entendían de música.
A las nueve en punto, el grupo de Claire ocupó sus puestos. Era un conjunto típicamente country, con violín, bajo, batería y metal. Las luces de la sala de espectáculos se apagaron, y unos cilindros en lo alto iluminaron el escenario. El grupo abrió con una melodía elaborada y melancólica que Serena reconoció de inmediato como una de sus canciones favoritas, You’ll Never Leave Harlan Alive, una amarga elegía sobre los apuros de los mineros de Kentucky. Serena había oído a Patty Loveless cantarla, y Patty era difícil de igualar.
Pero ahí, desde la parte de atrás del escenario, oyó una voz brumosa que envolvía las letras y entretejía todo el dolor del mundo con la música. La voz de Claire podría haber hecho frente a las exigencias del blues. Era robusta y colmada de emoción, pero con un matiz en su expresión que Serena sólo había oído en las cantantes de country más maduras. Sonaba un poco como Allison Moorer, con una voz tan afligida e hipnótica que Serena la encontró excitante de oír, irresistible, como si perteneciera a una sirena.
Claire entró en el foco de luz desde un rincón del escenario. Siguió cantando mientras sonaban los aplausos y luego descendió a un susurro cuando la gente se puso a escuchar la canción. Llevaba el pelo largo y rubio rojizo, con los extremos ondulados que se agitaban alrededor de sus hombros. Su rostro era anguloso, de líneas duras, y tenía hoyuelos en las mejillas, con una pequeña marca de nacimiento en uno de ellos que hacía que su cara fuera imperfecta y atractiva a un tiempo. Tenía unos ojos azules penetrantes e inteligentes, y llevaba una blusa de seda rosa con los tres botones de arriba sin abrochar, pantalones negros que se aferraban a sus delgadas piernas y tacones finísimos de aguja. La luz se reflejaba en los aros de sus pendientes de oro.
Se colocó en la parte frontal del escenario, justo encima de Serena, y cantó una conmovedora historia sobre un anciano del siglo XIX que regresaba a las minas de carbón para alimentar a su familia, sólo para acabar muriendo allí como tantos otros. La música era sugerente. Serena se sorprendió con los ojos fijos en Claire sobre el escenario, cautivada. Sus miradas se encontraron y una extraña y electrizante sensación pasó de una otra. Serena lo atribuyó a su propia imaginación, aunque lo sintió como algo real e intenso.
Cuando finalizó la canción, con Claire murmurando los últimos versos una y otra vez como un fantasma, Serena se puso en pie para aplaudir. Vio el rubor en el rostro de Claire y el modo en que ésta se fortalecía con la energía del público.
Claire pasó a otra balada country y siguió con un rockabilly muy rítmico, y luego con una mezcla de temas de bluegrass[24]. Pero todas ellas eran canciones tristes, con letras que hablaban de pérdidas, rendición y muerte, la clase de temas que sonarían a falsos con una cantante mala. Claire los devolvía a la vida, los hacía reales y lastimeros. En cada una de las tragedias que cantaba, encontraba una íntima nostalgia a la que Serena podía remitirse y recordar.
Siguió posando la mirada en Serena. Hablándole a ella. Provocándola. No eran imaginaciones suyas. Cuando se miraban la una a la otra, los labios de Claire se arqueaban en una leve sonrisa, no de humor o ironía sino de familiaridad. Casi era como si Claire le estuviera cantando a ella; o así era como lo percibía.
Serena se sintió seducida.
Era una sensación remota que llevaba años sin experimentar. No estaba bebiendo más que agua, pero se sentía ebria de todos modos. La música y el humo la aturdían. La voz de Claire era como una suave caricia sobre su cuerpo, y Serena se sintió desnuda y expuesta.
Era algo electrizante.
Una hora más tarde, Claire abrió la puerta de su camerino con la misma sonrisa enigmática. El sudor brillaba sobre su piel después de la actuación. Sus ojos, al mirar a Serena, eran chispeantes y curiosos.
—Soy Serena Dial —le dijo—. Detective de homicidios de la Metro. Me gustaría hablar contigo.
La mayoría de la gente se encorvaba y se convertía en plastilina al oír aquello. Empezaban a soltar secretos de hacía años. Claire se limitó a arquear una ceja para mostrar su sorpresa y abrió la puerta un poco más, de modo que Serena pudiera deslizarse al interior.
Era un camerino pequeño y sombrío, con linóleo amarillo en todo el suelo. El techo estaba formado por paneles de espuma manchados de humedad, y un par de cacerolas en el suelo atrapaban gotas ocasionales que emitían un tintineo musical. Había un sofá cama a mano derecha y una mesa de jugar a cartas con varias sillas alrededor. De un perchero con ruedas colgaban vestidos de Claire. Tenía un frigorífico, un fregadero y un cuarto de baño en la parte de atrás.
Claire señaló el sofá y la mesa.
—Tú misma.
Serena se sentó en una de las sillas que había junto a la mesa.
—¿Puedo traerte una copa? —preguntó Claire. Cuando Serena negó con la cabeza, añadió—: Supongo que no sería de buena educación ofrecerle un porro a un policía.
Serena se rió. Claire sacó una botella de agua del frigorífico y se repantigó en otra de las sillas, con las largas piernas extendidas y un codo encima de la mesa. Abrió la botella de agua con unos dedos finos y delicados.
—Serena Dial —dijo—. Gran nombre.
—Gracias.
Claire se acercó y pasó la mano por el pelo negro de Serena.
—También me encanta tu pelo. ¿Qué utilizas?
Serena le contestó, avergonzada de nombrar un simple champú barato.
Claire asintió y volvió a recostarse en su silla.
—Supongo que los detectives no habláis de esa clase de cosas. Sois duros, ¿no? Los detectives son gente dura. ¿No deberías estar gorda y llevar un traje barato, en lugar de ser preciosa?
—Éste es mi look nocturno —contestó Serena con una sonrisa—. Durante el día estoy gorda y visto de poliéster.
Claire sonrió.
—¿Te ha gustado mi concierto?
—Me has parecido increíble —le dijo Serena sinceramente—. ¿Por qué no estás en Nashville?
—¿Por qué, es que esto no es glamouroso? —replicó Claire. Atrapó con la mano una de las gotas que caían del techo—. No lo hago por dinero, y aquí puedo cantar lo que quiera y cuando quiera. En Nashville, la gente querría controlarme.
—Como tu padre —dijo Serena.
Claire apretó los labios.
—Sí, como mi padre. ¿Se supone que tiene que impresionarme que le conozcas? No es ningún secreto.
—Aunque tú tampoco lo vas pregonando.
—No, no lo hago. Y seguramente a él también le gusta que sea así. ¿Por eso estás aquí? ¿Para hablar de Boni?
Serena asintió.
—En parte.
—¿Cuál es la otra parte? —preguntó Claire, tomando un sorbo de agua.
—Decirte que tal vez corras peligro.
—Qué intrigante —dijo Claire—. ¿Y tú me vas a proteger?
—No es ningún chiste. Han muerto dos personas.
Claire asintió.
—Yo no he dicho que fuera un chiste. Pero ¿por qué iba alguien a querer matarme? ¿Por ser la hija de Boni? Puede que estemos distanciados, Serena, pero habría que ser un estúpido para hacer algo así. Conozco a mi padre, y tú eres policía, así que supongo que tú también. Boni los eliminaría. Los torturaría. Aparecerían en un campo de maíz, como Spilotro[25].
—No creo que a quien esté haciendo esto le preocupe tal cosa.
Serena le habló de las muertes de Peter Hale y MJ Lane, y de las pistas que los habían conducido hasta la muerte de Amira Luz, cuarenta años atrás.
—¿Has oído hablar de Amira alguna vez?
—No —respondió Claire—. Boni nunca la mencionó. Pero yo nací después, ese mismo año.
—¿Y de Walker Lane?
—Sé algo de él, claro, pero ya está. No sabría decirte si tenía alguna relación con mi padre.
—¿Por qué os distanciasteis tu padre y tú? —preguntó Serena.
Claire no respondió. Se llevó la botella de agua a la boca y volvió a beber. Luego le cogió una mano a Serena y le dio la vuelta, dejando la palma hacia arriba. Ella no la apartó. Con el dedo corazón, Claire siguió levemente una línea que bajaba por la palma de Serena hasta la muñeca. El dedo de Claire estaba húmedo por el agua condensada sobre la botella.
—Sé leer las manos, ¿lo sabías? —dijo con voz traviesa.
Serena le siguió el juego.
—¿Y qué ves?
—Bueno, ya sabemos que eres dura.
—Cierto.
—Eres policía, así que no voy a arriesgarme con tu línea de la vida. Lamento decirte que tu línea del amor se rompe.
—¿En serio?
—Sin ninguna duda.
—También veo que tuviste una aventura apasionada con otra mujer cuando eras joven.
Serena retiró la mano.
—¿De qué coño va esto?
Claire levantó las suyas en un gesto de rendición.
—Tranquila, ¿vale? Era una broma —y añadió—: Aunque me parece que te he tocado la fibra, Serena.
Ésta se dio cuenta de que su corazón estaba acelerado.
—No, sólo me has sorprendido.
—En fin, no te preocupes por eso —replicó Claire con soltura—. Sólo estaba leyendo mi propia palma. Ésa es mi historia. Soy homosexual, por si no lo habías notado.
—¿Y Boni no lo aprobó?
—Es una parte del asunto.
—Pero ¿sólo una parte?
Claire suspiró.
—Me tiré mis primeros veintiocho años dejando que Boni dirigiera mi vida, igual que dirige todo lo que le rodea. Soy su única hija y quería que yo siguiera sus pasos. Fui a la Universidad de Las Vegas y me saqué un máster en administración de hoteles, todo para poder encargarme de su negocio cuando estuviera dispuesto a pasármelo. Es lo que quería yo también; él alimentó esa ambición dentro de mí.
—¿Y qué pasó? —preguntó Serena.
El rostro de Claire no reflejaba ninguna emoción.
—Tuvo que elegir entre su negocio y yo. Y el negocio estaba primero. Vaya sorpresa.
Serena supuso que estaba ocultando algo.
—¿Y tu madre?
—Murió cuando me dio a luz. Siempre hemos estado Boni y yo solos; al menos hasta que me largué. Decidí que quería ser yo misma, y no un clon de mi padre.
—Tú también pareces muy dura —dijo Serena.
—Ya te he dicho que estaba leyendo mi propia mano. En cualquier caso, eso fue hace más de diez años y apenas hemos hablado desde entonces. Él hace algún intento de vez en cuando, pero ahora me valgo por mí misma. No quiero que me compre, y eso le saca de quicio. Soy la única persona del mundo a la que ha sido incapaz de dominar.
Serena supo de alguna manera que Claire debía de ser muy parecida a su padre. Terca. Dominante. Imaginó que habrían tenido peleas titánicas a lo largo de los años. Le impresionaba que Claire se hubiera mantenido firme. Era lo mismo que había tenido que hacer ella, en el transcurso del tortuoso camino desde su madre hasta Deidre. Gente que prometía salvarla y luego la traicionaba.
—Has hecho que me resulte difícil preguntarte lo que te quería preguntar —admitió Serena.
Claire sacudió la cabeza.
—Para nada. Pregunta lo que sea. Pero puede que yo también quiera conocer alguno de tus secretos.
—Necesito hablar con tu padre. Creemos que quizás él sepa qué está pasando y por qué. Si tiene que ver con lo que le ocurrió a Amira, él es el único que podría hacer encajar las piezas.
—Y quieres que le llame —dijo Claire.
—Exacto.
—Lo siento, Serena, pero no estoy dispuesta a hacer eso. No haré nada que pueda ponerme en deuda con él.
—Lo comprendo. Pero hay vidas en juego, y puede que la tuya también lo esté.
—¿De verdad piensas que estoy en peligro? —preguntó Claire.
—Sí, así es.
Claire asintió.
—Tengo que pensarlo —dijo. Y un momento después, añadió—: No puedo darte una respuesta ahora, ¿de acuerdo?
—No tardes mucho —la apremió Serena.
Encontró una tarjeta en su bolsillo y se la dio. Claire la cogió y dio unos golpéenos con ella en la mesa.
—Dime una cosa —le pidió.
Serena sonrió.
—Vale.
—¿He acertado?
—¿Te refieres a lo que has dicho sobre mí? —Serena sabía perfectamente a qué se refería. La aventura. Tocarle la fibra—. No es asunto tuyo.
—Ah, me olvidaba de que eres dura.
Claire se levantó y estiró lánguidamente los brazos por encima de su cabeza.
—Me voy a dar una ducha —dijo.
Serena arrastró su silla hacia atrás encima del linóleo y se dispuso a levantarse.
—Yo me marcho.
—No, no pasa nada. —Claire le hizo un gesto para que volviera a sentarse—. Podemos seguir hablando.
Dio un par de pasos hacia la puerta del camerino y echó la llave. Luego empezó a desabrocharse la blusa. Cuando hubo terminado se la dejó abierta, de modo que el escote y el vientre quedaban a la vista.
—¿Cantas? —le preguntó Claire.
—¿Yo? No. Vacío las salas de karaoke.
—¿Y cómo te expresas? Debes de tener algo.
—Hago fotos —respondió Serena—. Del desierto.
Serena la observó quitarse los pendientes cuidadosamente, utilizando ambas manos para abrir los aros de oro. Los dejó sobre la mesa y luego se pasó los dedos por el pelo, deshaciendo los enredos con suavidad.
—Me gustaría verlas —le dijo.
Se dejó caer la blusa de los hombros. La seda le frotó la piel y luego le cayó por la espalda. Sus pechos desnudos eran perfectas esferas blancas con pezones rojos y erectos. Tiró delicadamente de cada manga y se dio la vuelta para colgar la blusa en el perchero. Su columna se tensó, ahondándose en el hueco de su espalda.
—¿Te gustaría cenar? —le preguntó Claire sin volverse.
—No puedo, lo siento.
Claire se bajó una cremallera lateral de los pantalones y se los quitó, dejando las nalgas y los muslos al descubierto; luego dobló cada pierna para quitárselos. Ahora sólo llevaba un tanga negro.
Se dio la vuelta.
—Lástima.
Serena sabía que era el momento de decir algo, de soltar una broma, de irse. Pero se quedó allí, sin moverse, sin respirar casi, y Claire se quitó el tanga, mostrando su montículo de color caoba, recortado hasta quedarse en un solo mechón de suave pelo rizado. Se quedó ahí de pie un breve instante y luego desapareció en el cuarto de baño. El agua de la ducha empezó a salir.
Serena se levantó de la silla. Miró la puerta cerrada del camerino y supo que simplemente tenía que irse. Pero Claire volvió, con una toalla colgando a ambos lados del cuello que llegaba lo bastante abajo para ocultarle los pechos, aunque no el resto de su cuerpo desnudo.
—El agua tarda una eternidad en calentarse —dijo.
Serena asintió e intentó humedecerse los labios con la lengua, pero tenía la boca seca. Claire avanzó hasta quedar a unos centímetros de Serena, demasiado cerca para estar cómodas.
—Podrías unirte a mí.
—No, no podría.
—Eres preciosa —le dijo Claire.
—Tú también —reconoció Serena, antes de poder reprimirse.
—Me gustaría volver a verte.
—No soy homosexual —dijo Serena.
—¿Y qué importa eso? A mí me atraen las personas, no me importa si son hombres o mujeres. Me atraes tú.
—Estoy comprometida —contestó Serena, y añadió—: Con un hombre.
—Pero yo también te atraigo a ti.
Serena quiso negarlo, aunque no lo hizo.
—Mira, esto no va a ocurrir.
Claire extendió la mano y le tocó la cara a Serena con el dorso.
—No se lo escondas a él. Ahora tienes un secreto.
—Lo siento. —Serena se apartó—. He enviado las señales equivocadas.
—No eran equivocadas. Me deseas tanto que casi puedes saborearlo. ¿Qué hay de malo en ello?
Sonó el teléfono móvil de Serena. Ésta retrocedió como si se hubiera incendiado la habitación y se metió la mano en el bolsillo para sacarlo. Oyó la voz de Stride y se sintió engullida por una oleada de culpabilidad. No podía creer lo que estaba haciendo, lo que deseaba hacer. «No desde Deidre», pensó para sí.
—¿Qué hay? —preguntó, y se odió a sí misma porque su voz sonaba ronca por la excitación.
Stride la hizo bajar otra vez a la tierra:
—Ha habido otro asesinato —dijo.