Capítulo 18

Aparcó el Lexus en la carretera del lago, delante de un edificio cuyas ventanas estaban a oscuras. El propietario de la mansión, quienquiera que fuera, había ido a pasar la noche fuera de la ciudad, o tal vez estaba de crucero por las tranquilas aguas de las islas griegas. Eso es lo que hacía la gente de Lake Las Vegas. Podían permitirse ir a cualquier parte y hacer cualquier cosa.

La verdad era que no importaba si había alguien dentro. El hecho de mirar a la calle y ver un Lexus aparcado enfrente de casa no levantaría ninguna sospecha. Podía ser un vecino que estaba dando un paseo nocturno cerca del agua. Después de todo, los extraños no podían llegar hasta aquí. No se podía entrar sin pasar por la puerta de seguridad de la orilla sur.

La anciana había interpretado bien su papel. Había sonreído al guardia, riéndose como si nada fuera mal, como si no hubiera nadie en el asiento de atrás apuntándola con un arma. Había subido la ventanilla y seguido adelante, como hacía casi todos los días. El único signo revelador que el guardia pudo ver desde la parte trasera, era el frenético temblor de sus dedos sobre el volante. No por el Parkinson, como cabría esperar de una mujer mayor. Era pánico.

Había pasado el final de la tarde en casa de ella, observando cómo aumentaba su miedo y observando la puesta del sol. Estaba atada a una silla y amordazada, con unos ojos como platos que seguían sus movimientos mientras él iba y venía de la ventana. Al hacerse de noche, por fin estuvo listo. Sabía que ella esperaba que la matara, y se preguntó si el corazón de aquella mujer se calmaría cuando él simplemente abandonara la casa, le robara el coche y se alejara.

No condujo hasta muy lejos. Sólo unos edificios más abajo siguiendo el lago, donde las viviendas más grandes se pegaban al agua. Desde aquí disfrutaba de una visión privilegiada sobre la gran casa que dominaba la calle.

A la espera.

Quería fumarse un cigarrillo pero no se atrevía a abrir los cristales ahumados del coche. Mejor que pareciera vacío, por si pasaba alguien. Ahí sentado, casi inmóvil, contemplaba la gran construcción, observaba las luces que se encendían y apagaban de una habitación a otra y veía siluetas ocasionales que se movían detrás de las cortinas. Usó un par de prismáticos minúsculos para ver el interior y confirmar que ambos seguían estando en casa. Solamente ellos dos.

De tanto en tanto, echaba una mirada hacia el lago. Las luces de las urbanizaciones titilaban como el país de Las hadas. Eso era lo que vendían aquí: ilusión.

Volvió a centrarse. Había hecho esto muchas veces; no estaba nervioso. Pero el lapso mental con el chico aún lo tenía inquieto. Se había permitido enfadarse, que sus emociones se desbordaran. Con los demás no había sido ningún problema. No quería que lo fuera otra vez. No esta noche. No con el resto, en los días venideros.

Vio un movimiento en el espejo retrovisor del coche. Unos faros. Una limusina negra se deslizó al lado del Lexus, continuó calle abajo junto al río y penetró en el camino de entrada de la casa que él vigilaba. El conductor no apagó el motor ni los faros, ni tampoco tocó la bocina; simplemente era la hora en que debía estar ahí, y cuando trabajas para famosos siempre estás ahí a la hora indicada.

La puerta de la casa se abrió.

Levantó los prismáticos y observó al gran hombre que salía de la gran casa y se dirigía a la puerta trasera de la gran limusina. Todo lo que tenía que ver con aquel tipo era desproporcionado. El conductor había salido del vehículo y le estaba esperando, tocándose la gorra y sonriente.

La puerta del asiento de atrás del coche se cerró. La delantera también. Se quedó observando cómo la limusina salía otra vez del camino y emprendía la marcha a la inversa por la carretera del lago, pasando de largo el Lexus igual que a la ida.

Dejó transcurrir otros diez minutos, sentado en silencio en la oscuridad. La calle seguía desierta. Finalmente puso el coche en marcha, dejando los faros apagados, y descendió cuidadosamente con el Lexus el trozo de pavimento que le quedaba hasta llegar delante de la gran casa. Aparcó el coche y puso el freno, aunque dejó el motor encendido. No le iba a llevar mucho tiempo. Siempre le sorprendía oír los errores que cometían a veces otros profesionales, como apagar el motor del coche y encontrarse, a la vuelta, con que no volvía a encenderse. Una tontería como ésa podía costar veinticinco años de una vida.

Escudriñó los espejos una última vez y salió del coche. La Sig era casi imperceptible en su mano derecha.

Mientras avanzaba por el camino de entrada sintió un atisbo de duda, que procuró acallar. Luego lo entendió: la conocía. En casi todos los otros casos se había enfrentado a un extraño, cuya historia ignoraba. Pero en este caso había estado con ella, y le había gustado. Parecía perdida, una víctima, un poco como él mismo. Llegó hasta la enorme puerta de entrada, rica en bronce y madera, y pensó en lo pequeña que se la veía en aquel entorno gigantesco.

Pero no importaba, al fin y al cabo. Todo el mundo era una víctima más tarde o más temprano. Eso era lo que le decía la voz, la que siempre había estado ahí, guiándole.

«Amira».

Llamó al timbre de la puerta. Pasaron unos segundos. Cada vez estaba más incómodo, bañado por la luz del porche. Llevaba el arma escondida detrás del muslo derecho.

A ella le costó abrir la puerta y al hacerlo le sonrió, reconociéndolo. No había ni rastro de temor en su rostro.

—Ah, hola —dijo con su voz de niña. Bonita. Vulnerable—. ¿No has recibido el mensaje?

Fueron sus últimas palabras. Cuando vio la pistola, sólo tuvo un instante para sentirse confusa y después asustada, y luego se acabó. No podías permitirte vacilar cuando tenías alguna duda. Diez segundos más tarde volvía a estar en el Lexus, con las ventanillas abiertas para dispersar el acre olor a humo, conduciendo de vuelta a las colinas que llevaban a la ciudad.