Cuando estaban avanzando por el camino de entrada de Nick Humphrey, una pequeña mancha blanca salió disparada como una flecha por la puerta de al lado. Se detuvieron mientras un West Highland terrier daba vueltas a toda velocidad alrededor de sus pies, bailando sobre sus patas traseras y dejándose caer luego de espaldas. Serena se rió y se puso en cuclillas para acariciar el vientre del perro. Éste cerró los ojos, embelesado.
Un anciano negro se acercó cojeando desde la casa vecina.
—Lo siento mucho.
La perra se puso en pie de un brinco y empezó a saltar entre las piernas del hombre para llamar su atención, deseosa de que la cogiera en brazos. Él se agachó con un gruñido y la levantó.
—¡Vaya perro guardián estás hecho! —refunfuñó el hombre.
La perra le lamió la cara.
—Es muy dulce —le dijo Serena.
—Sí, le encanta la gente —contestó el hombre. Después añadió—: Soy Harvey Washington. ¿Han venido a ver a Nickey?
Ellos asintieron.
—Está dentro. Seguramente viendo los deportes. Yo prefiero el canal de Historia. Me encanta cuando emiten programas sobre dinosaurios. —Dejó la perra en el suelo y ésta se sentó y alzó la vista para mirarle—. A ti no te hubiera gustado esa época, ¿eh, pequeña? Habrías acabado como aperitivo para un T-Rex de ésos.
La perra no parecía convencida. Tocó con la pata la pierna de Serena y después volvió a tumbarse de espaldas.
—Oh, eres una dama, por el amor de Dios —dijo Harvey—. No vayas por ahí ofreciendo tu barriga de ese modo. ¿Quieres que todo el mundo piense que eres una chica fácil?
Harvey tenía el cabello gris y rizado y la nariz ancha. Su piel de color chocolate estaba arrugada y le colgaba en brazos y piernas como una prenda que no fuera de su talla. Llevaba pantalones cortos azul oscuro y un polo blanco.
—¿Hace mucho que conoce a Nick? —preguntó Stride.
—Oh, hace años. Mucho antes de que los dos nos mudásemos aquí.
—¿Usted también estaba en el cuerpo? —preguntó Serena.
—No, nada de eso. Aunque puedo ver que ustedes dos sí. Se les nota. Lo reconocería en cualquier parte.
Stride vio un leve centelleo en la mirada de Harvey y se preguntó si aquel hombre conocía a la policía de primera mano. No desearía haber sido un hombre negro en Las Vegas de los viejos tiempos.
—No les entretengo más —dijo Harvey—. Estoy seguro de que tienen mucho que hablar con Nick. Cuando le vean, pregúntenle si se está tomando el Lisinopril. La presión sanguínea de ese hombre sería capaz de destapar una botella de champán.
Un pequeño avión planeaba en lo alto con un rugido de motores. No estaban lejos del aeropuerto de North Las Vegas. Nick Humphrey vivía justo a las afueras de Cheyenne, donde aún quedaba mucho campo abierto. Stride podía oír el ruido sordo de los bulldozer excavando la tierra en alguna parte, plantando la semilla de alguna otra urbanización como ésta. Todas las casas eran baratas y sin ninguna chispa, pintadas del mismo color beis apagado y colocadas una junto a la otra como si fuera un juego de construcción. Stride lamentaba pensar que esto era lo mejor que podía permitirse Humphrey tras varias décadas de servicio.
Stride y Serena prosiguieron hasta la puerta principal y llamaron al timbre. Humphrey respondió de inmediato, como si los hubiera estado esperando. Tenía los párpados caídos en actitud recelosa. Stride le explicó quiénes eran y que querían hablar con él sobre un viejo caso, pero su pétrea expresión no cambió.
—Amira Luz —añadió Stride.
—Sí, eso he pensado —dijo Humphrey.
Les hizo entrar encogiéndose de hombros.
Humphrey llevaba perilla y el pelo, de un blanco impactante, cortado al rape. Era fuerte para su edad, y al estrecharles la mano casi se la desmenuza. Llevaba vaqueros y zapatillas, pero no camisa, y un albornoz verde atado sin fuerza a la cintura. Les condujo a una salita pequeña, dejando tras de sí aroma a Ben-Gay[22].
—¿Quieren una cerveza? Si alguien pregunta, puedo decir que sólo era agua embotellada.
Ambos declinaron la oferta, y él no pareció sorprendido. Añadió:
—Mejor. Nadie se creería que guardo agua embotellada en mi frigorífico.
Su sala de estar, sucia y desordenada, tenía el aspecto de un piso de soltero. Había frascos de píldoras y latas de cerveza repartidos sobre una mesita de café, cuya chapa de madera presentaba arañazos y manchas en forma de círculo. Libros y periódicos se amontonaban en el suelo. Stride tomó asiento en un sofá y oyó que su estructura combada chirriaba a través de los cojines. El relleno se salía por la tela floreada y rasgada en los brazos.
Luego vio una vieja pelota de béisbol rodando por la mesita. La cogió y se dio cuenta de que estaba firmada con una tinta azul desvaída. «Willie Mays».
—Esto debe de valer mucho —dijo Stride.
—Sí, ¿qué pasa? ¿Es que no puedo tener cuatro cosas bonitas?
—Yo no he dicho eso.
Humphrey resopló.
—Soy coleccionista. —Se sentó en una vieja silla reclinable de piel delante de ellos—. He oído que ahora Sawhill está al frente de homicidios.
—Así es —dijo Serena.
—Un puñado de mormones al frente de Sin City —dijo Humphry, al tiempo que hacía una mueca—. ¿No parece una jodida broma? Pero supongo que en los demás casinos del país son los indios los que se forran con las apuestas. No sé qué es peor.
—¿Trabajó usted con Sawhill? —le preguntó Serena.
—Claro. Ambicioso pero listo. La política primero y Dios lo segundo. He oído que le ha echado el ojo al puesto de sheriff para la campaña del año que viene.
Serena asintió.
—Aunque dicen que el sheriff promocionará a otro.
—No esté tan segura: Sawhill va a levantar mucho polvo. Tiene un hermano que trabaja como ayudante del gobernador, y una hermana que se dedica a la publicidad política y trabajó en la última campaña del alcalde. Y el viejo, Michael Sawhill, es un pez gordo de la banca. Toda la familia tiene contactos.
—No parece que le haya sorprendido que viniéramos aquí para hablar de Amira Luz —dijo Stride.
—Vi el artículo en LV —respondió Humphrey con aspereza—. A ese mocoso de Terrell sólo le faltó acusarme de recibir sobornos. Llamé a un abogado y me dijo que no podía hacer gran cosa. Lástima. Con un pleito por difamación me habría pagado algunas reformas.
—Se ve que en aquella época mucha gente pensó que Walker Lane estaba involucrado en el asesinato —dijo Serena.
Humphrey se encogió de hombros.
—No había ninguna prueba. Y sí muchas que señalaban a ese tío de Los Ángeles.
—Pero Walker estuvo en Las Vegas aquella noche —dijo Stride.
—Ya lo sé, diablos. Era ese maldito artículo el que decía que no teníamos pistas. Pero había seis personas que me dijeron que Walker Lane abandonó la ciudad antes de la segunda representación del espectáculo. Volvió a Los Ángeles.
—¿Es posible que mintieran? —preguntó Serena.
—Claro que es posible. Pero de ser así, se inventaron unas historias muy buenas.
—¿Habló directamente con Boni Fisso sobre lo ocurrido aquella noche? —quiso saber Stride.
Humphrey se agitó, incómodo, y se tiró de la entrepierna.
—¿Boni, hablando con policías? Seguro. Traté con Leo Rucci. Él era el cabecilla, el jefe que Boni tenía dentro del casino. Todo pasaba a través de Leo, el gilipollas más cabrón que he conocido nunca.
—Hemos oído que Leo Rucci se fue a poner fin a una pelea en plena noche del asesinato. ¿Investigó eso?
—¿Una pelea? No oí ni una palabra; Rucci no lo mencionó. Su coartada era que estaba echando un polvo con una bailarina y ella lo confirmó. Además, Rucci no acostumbraba a terminar peleas; más bien las provocaba.
—¿Qué me dice de un socorrista llamado Mickey? Fue él quien llamó a Rucci. ¿Habló con él?
—Qué va. Chicos monos en la piscina los había a patadas. —Humphrey se levantó de su silla—. Tengo que mear. La próstata. Vaya mierda. Apuesto a que en este momento la mía es del tamaño de una jodida naranja.
Abandonó la habitación y Stride se levantó del sofá, al tiempo que sacudía la cabeza.
—Es un infierno hacerse viejo —dijo.
—Explícamelo —contestó Serena con una sonrisa pícara.
Stride pensaba a veces en ello: la diferencia de edad de casi una década que había entre los dos. Le preocupaba que algún día ella pudiera despertar y preguntarse qué estaba haciendo con un viejo. No se sentía mayor de lo que era, ni tampoco más joven, pero no era un superhombre. Estaba a media cuarentena y algo del equipamiento original estaba desgastado. Físicamente se sentía mejor lejos del frío de Minnesota, pues sufría menos aquellos pinchazos que traían los gélidos vientos del lago.
Serena, en cambio, estaba físicamente en su mejor momento, al menos para él. Era su alma la que parecía más vieja, y eso era precisamente lo que los había unido. Como si Serena se hubiera empezado a magullar y erosionar a edad temprana. Lo único que deseaba Stride era que ella le hablara más al respecto. Al principio le había ofrecido pequeños destellos, como ventanitas abiertas en un calendario de adviento, pero todavía quedaban muchas cosas que él desconocía.
Escudriñó la sala de estar de Humphrey, en busca de pistas sobre ese hombre. Secciones de deportes cubrían el suelo junto a su silla reclinable, y no sólo del periódico de Las Vegas sino también de Los Ángeles, Chicago y Nueva York. Apuestas deportivas. Seguramente Humphrey invertía mucho tiempo en encontrar la combinación ganadora.
El asiento reclinable apestaba a mentol. Toda la casa estaba fría y húmeda, como si las ventanas hubieran permanecido cerradas largo tiempo. También percibió un rastro de aromas cajún en el aire, como si alguien hubiera estado sazonando un jambalaya[23].
—Mira esto —lo llamó Serena.
Estaba observando una serie de fotografías enmarcadas y colgadas de la pared. Había fotos publicitarias de estrellas del viejo Las Vegas, parecidas a las que Stride había visto en el Battista’s. Reconoció a Dean Martin, Elvis y Marilyn Monroe.
—Todas llevan autógrafo —dijo Serena.
Stride se encogió de hombros.
—Colecciona objetos varios, ya nos lo ha dicho.
—No; están firmadas para él —dijo Serena.
Stride se reunió con ella junto a la pared y se dio cuenta de que estaba en lo cierto: cada fotografía llevaba el nombre de Nick y una dedicatoria personal, además del autógrafo de la estrella.
—Helen dijo que hacía trabajos privados de seguridad —subrayó Stride.
—Sí, pero mira el mensaje de Marilyn —le dijo Serena.
Stride se acercó un poco más a la imagen sonriente de la rubia platino. Sobre un hombro desnudo, en rotulador negro, una mano femenina había escrito: «Nicky, vaya noche. Te he necesitado y tú estabas allí. Besos, con cariño, MM».
—Era una chica increíble —dijo Humphrey al volver a entrar en la sala, detrás de ellos.
Llevaba una copa en forma de globo con una buena cantidad de lo que parecía whisky.
—Vamos, Nick —le dijo Stride—. Puede que se las arreglara con Willie Mays y con Dean Martin, pero no con Marilyn; eso no me lo trago.
Humphrey se puso petulante. Dejó su whisky y empezó a hurgar en un montón de libros en rústica que había en una mesa. Sacó uno de ellos y cruzó la habitación dando bandazos en dirección a Stride; era una biografía de Marilyn Monroe.
—Hay unas fotos después de la página setenta y dos —dijo—. En una de ellas sale una carta que le escribió a Dimaggio. Y ahora dígame si no es la misma letra.
Stride y Serena encontraron la página y sostuvieron la imagen de la vieja carta de Marilyn junto a la fotografía de la pared. Humphrey se rió ante las caras que pusieron. Stride tuvo que admitir que la escritura parecía calcada.
Humphrey se sentó en su silla reclinable, cogió el whisky y les dedicó una sonrisa, enormemente complacido consigo mismo.
—Y ahora, chicos, ¿quieren decirme por qué están aquí? —preguntó—. Me imagino que la Metro no tiene recursos para desenterrar asesinatos de hace cuarenta años.
Stride y Serena volvieron a sentarse. Él se sorprendió echando vistazos furtivos al retrato de Marilyn y siguió pensando que Humphrey se estaba marcando un farol.
—Dos parientes cercanos de personas que aparecían en el artículo de Rex Terrell han muerto asesinados en las dos últimas semanas —explicó Serena—. El mismo autor. Queremos saber si esas muertes están relacionadas de algún modo con el asesinato de Amira Luz.
—Cuarenta años es mucho tiempo para esperar a vengarse —replicó Humphrey.
—Aun así, tal vez debería tomar precauciones —sugirió Stride—. Diga a sus familiares que hagan lo mismo.
Humphrey se encogió de hombros.
—No me he casado ni tengo hijos. Yo soy el último de la estirpe.
—¿Tiene idea de quién podría estar haciendo esto o por qué? —quiso saber Serena.
—Para nada —contestó Humphrey—. Espero que no piensen que soy yo. Un asesino de geriátrico en serie, eso sí que sería una novedad. Podría salir en Ley y orden: departamento de residencias de ancianos.
—Entonces, ¿qué cree que está pasando? —preguntó Stride.
—Mire, usted ya ha mencionado su nombre —dijo Humphrey—: Boni Fisso. Tiene un gran proyecto en marcha, ¿no? Un par de billones en juego…
Stride asintió.
—Fue lo primero que pensamos también nosotros: que Boni podía temer que la verdad sobre la muerte de Amira saliera a la luz. Pensamos que a lo mejor estaba enviando un mensaje a las personas que se vieron involucradas en aquella época: mantened la boca cerrada.
—Boni no se molestaría con parientes y mensajes —dijo Humphrey—. Simplemente los quitaría de la circulación.
El viejo detective sacudió la cabeza, como si de pronto se lo hubiera imaginado. Al observar cómo funcionaba la cabeza de aquel hombre, Stride se dio cuenta de que Humphrey había sido un policía inteligente. Lo que hacía que las lagunas en la investigación de la muerte de Amira olieran aún peor.
—Enfoquémoslo desde otro punto de vista —propuso Humphrey—. Tal vez alguien quiera desbaratar el nuevo casino de Boni como una extraña forma de justicia para Amira. Así que empieza a matar a gente, dejando migas de pan para que vosotros le sigáis. Y todo ello conduce al pasado.
«Migas de pan —pensó Stride—. Como huellas dactilares».
—¿Tenía Amira algún pariente?
—Yo no encontré ninguno. Era hija única y sus padres habían muerto. Pero no tendría por qué ser alguien relacionado con Amira. Boni se ganó muchos enemigos en sus tiempos.
—La cuestión es: ¿adónde conducen las migas de pan? —preguntó Stride—. Si usted tiene razón respecto a ese tipo, al parecer cree que hay más cosas sobre la muerte de Amira de las que salieron a la luz.
—Se equivoca —insistió Humphrey—. El caso se cerró.
—Oiga, Nick —dijo Serena con cautela—. No se tome esto a mal, pero dicen que era usted un habitual del Sheherezade. Hizo allí muchos trabajos de seguridad privada. —Señaló las fotografías de la pared—. Y al parecer tiene esas imágenes para demostrarlo.
La mirada de Humphrey se volvió tan fría como el hielo en su copa.
—¿Y?
—Eran otros tiempos, con normas diferentes. Ésta era una ciudad sin ley. Lo que nos preguntamos es…
—Lo que se preguntan es si me untaron —dijo Humphrey con una voz cada vez más áspera—. ¿Verdad? Joder, son peor que Rex Terrell.
—Nadie ha dicho eso —replicó Serena—. Pero quedan muchos interrogantes, y usted parece demasiado espabilado para que se le pasaran por alto. Queremos saber si alguien le presionó para acelerar la investigación.
Humphrey se los quedó mirando y Stride pensó que estaba viendo el dolor de un hombre atrapado. El policía retirado bajó la mirada hacia su copa y apuró lo que quedaba del whisky de un solo trago.
—No hubo presiones —dijo, con voz ronca y un nudo en la garganta.
Stride captó un movimiento con el rabillo del ojo: Harvey Washington apareció por la puerta de al lado y se quedó de pie en el umbral de la sala de estar, con su perra en brazos y la mirada triste. El animal se revolvió para que lo dejaran en el suelo.
—Nick, ¿por qué no les cuentas la verdad? Somos viejos. Ya no le importamos un comino a nadie.
Humphrey no se mostró sorprendido.
—Mierda, Harvey, aún podría meterme en problemas. Los dos podríamos.
Harvey sacudió la cabeza y bajó a la perra. Ésta correteó al instante por toda la habitación, saltó al regazo de Humphrey y se quedó hecha un ovillo para echar una cabezada.
Serena pestañeó.
—¿Es suyo el perro?
—¿Quieren decirnos qué diablos está pasando? —preguntó Stride.
Harvey se cruzó de brazos y esperó. Humphrey le rascó la cabeza a la perra y evitó alzar la mirada. Se encogió de hombros, petulante.
—Haces lo que tienes que hacer —le dijo a Harvey.
—Oh, no seas crío —contestó éste. Apartó una destartalada silla de madera de la pared y se sentó en ella—. Recibió presiones —les dijo a Stride y Serena—. Pero no es lo que ustedes piensan: Nicky nunca aceptó ni un centavo. Fue indulgente con esos tíos por consideración a mí.
Stride no lo entendía.
—¿Usted?
—Somos pareja desde hace casi cincuenta años.
Humphrey, en su silla, respiró hondo. De haber habido un armario en la sala, se habría arrastrado de vuelta a su interior.
—Leo Rucci lo sabía. No sé cómo. Esa gente lo sabía todo sobre todo el mundo. Dejó muy claro que si me movía en la dirección equivocada, el departamento descubriría que yo era homosexual. Eso me habría costado mi empleo.
—¿Y la dirección equivocada era Walker Lane? —preguntó Stride.
Humphrey abrió los brazos de par en par.
—¿Usted qué cree? Yo sabía que era sospechoso, pero estaba bien jodido.
—Fue más que eso —añadió Harvey—. Nick me estaba protegiendo: él habría perdido su trabajo y yo habría acabado en la cárcel. La ley y yo no siempre hemos visto las cosas de la misma manera.
Stride vio a Marilyn Monroe sonriéndole desde la pared.
—Es usted falsificador —adivinó.
—Es un artista en su campo —subrayó Humphrey.
Harvey agachó la cabeza con modestia.
—Imito cosas. Cuando yo era joven, a veces no era tan quisquilloso con que la gente supiera lo que era real y lo que no.
—¿Y ahora? —preguntó Stride, cogiendo la pelota de béisbol de Willie Mays.
Harvey sonrió entre dientes.
—De vez en cuando le regalo algo a Nicky. Para nosotros es como un juego. Hoy en día puedo vender mis imitaciones en eBay y así aún puedo ganarme un dinero. Pero tranquilos, siempre aviso de que son imitaciones, y no objetos reales.
—Y estoy segura de que sus compradores son siempre igual de honrados cuando lo revenden —dijo Serena.
—Eso ya no es asunto mío —replicó Harvey en tono tranquilo.
Stride no podía creerlo. Un policía gay y un amante que resultaba ser un artista de la estafa. Y el resultado era que alguien (¿Walker Lane?) había salido impune de un asesinato y que habían matado a algún pobre chiflado de Los Ángeles para cerrar el caso. Y cuarenta años más tarde, había comenzado otra ronda de crímenes.
—¿Está vivo Leo Rucci? —preguntó Stride—. Necesitamos hablar con él.
—Está vivo —dijo Humphrey—. Pero Rucci sólo era los brazos y las piernas. Boni era el cerebro. Sólo él sabe realmente lo que pasó aquella noche.
—El problema es que a Boni no le apetecerá hablar con nosotros si no es con una orden y con siete abogados censurando cada pregunta —dijo Stride.
—Pregúntenle a Sawhill si puede pedirle a su padre que haga una llamada —dijo Humphrey—. Ese viejo lleva años haciendo apaños financieros para Boni y muchos otros propietarios de casinos.
—¿Sawhill tiene contactos con Boni? —preguntó Stride.
—Ésta es una ciudad pequeña —respondió Humphrey.
—También podrían hablar con la hija de Boni —propuso Harvey.
Serena levantó la mirada, sorprendida.
—No sabía que Boni tuviera una hija.
Humphrey asintió.
—Claire Belfort. Cogió el apellido de su madre. Claire y Boni riñeron hace años. Ella es cantante de folk en un garito del Boulder Strip.
—¿Por qué iba a ayudarnos? —preguntó Stride.
Humphrey se encogió de hombros.
—A lo mejor no lo hace. Es probable que no. Pero si alguien puede conduciros hasta Boni con una simple llamada, ésa es Claire.