Capítulo 13

Amanda condujo en dirección al sur de McCarran y aparcó en un sitio desde el que podía observar los aviones que aterrizaban en la pista 25 izquierda. Había optado por el viejo Toyota en lugar del Spyder, que reservaba para los fines de semana y los viajes por carretera. Sintonizó en la radio la frecuencia de la torre y escuchó el parloteo entre pilotos y controladores de tráfico aéreo. Estaba previsto que el vuelo de Tierney Dargon desde San Francisco aterrizara en media hora.

Había unos cuantos fanáticos de los aviones aparcados por ahí. Algunos elaboraban listas de control de las entradas y salidas de los vuelos y las marcaban a medida que veían venir y marcharse aviones. Amanda no llegaba a ese punto. A ella simplemente le gustaba sentarse allí con un café con leche y un cigarrillo. Ya no fumaba a menudo, pero cuando venía aquí se permitía un pitillo y guardaba el paquete en la guantera para tales ocasiones. Había algo en el humo, el café azucarado, el rugir de los motores y el olor a gasoil que hacía que el tiempo se detuviera, como en una especie de hipnosis por la que su mente podía divagar. Ni siquiera traía a Bobby. Éste era su lugar.

Lo había descubierto cuando llegó a la ciudad desde Portland, hacía cinco años. Fue cuando aún era Jason Gillen, un espabilado policía de Oregon que se convirtió en un espabilado policía de Las Vegas. Fue cuando pensaba en suicidarse. Recordaba haber estado ahí sentado con su arma en el asiento de al lado, preguntándose si tendría las agallas de hacerlo y comprendiendo finalmente que huir no era una cuestión de agallas. Lo valiente era quedarse ahí y plantar cara a la gente que tenía miedo de ella porque sus piezas estaban montadas de forma distinta a la de los demás.

Así que Jason murió y nació Amanda.

Se quitó el cigarrillo de la boca, exhaló una estela de humo por la ventana y sonrió al ver la marca del pintalabios en el papel blanco.

La gente siempre pensaba que era una cuestión de sexo. Que para ser ella, para ser como era ella, había que ir por el lado salvaje de la vida. Que sólo podía hacerle eso a su cuerpo, engullendo hormonas cada día, si estaba obsesionada por el sexo. Nunca la creían cuando les explicaba que en el fondo ella y Bobby eran bastante conservadores, dentro y fuera del dormitorio. Eran los demás los que estaban obsesionados por el sexo. Los que se excitaban con ella. Los que se ponían cachondos. Tanto hombres como mujeres. Querían saber lo que hacía, en qué posición y con qué frecuencia. Querían verla. Probarla.

Lo peor eran los hombres del cuerpo de policía. Gente como Cordy. Ella crispaba sus nervios varoniles; les asustaba tanto la posibilidad de que los excitara, que huían de ella como de la peste. Antes le molestaba, pero ahora se reía de ello. Era su modo de demostrarles que tenía agallas, que no iba a esconderse. Y a lo mejor también era una pequeña y dulce venganza.

Sabía que los chistes no habían cesado, sólo que ahora eran soterrados porque el jefe había ordenado a los demás agentes que se calmaran. Los acuerdos de siete cifras eran una buena forma de hacer que la gente se comportara, al menos delante de ella. Pero nadie la quería tener cerca. La ignoraban, hablaban a sus espaldas y habían esperado que cogiera su dinero y se largara. Les jodió que se quedara.

Le había preocupado lo de Stride. Podía soportar a los otros la mayor parte del tiempo, pero un mal compañero podía amargarte la vida. Y lo peor es que venía del interior, del medio oeste. Tenía a los de provincias por gente de mente estrecha y cargada de prejuicios. Se imaginó que la miraría como a un extraterrestre. Pero Stride la sorprendió. Entendía qué había visto Serena en él. Era atractivo, de eso no cabía ninguna duda, pero además daba la sensación de tener un alma con kilómetros de profundidad. Una vez superado el asombro, sencillamente la trató como a una persona. Tenía curiosidad —todo el mundo la tenía—, pero Amanda se sintió respetada por lo que había en su cerebro y no entre sus piernas.

Era poco común.

Al otro lado de la valla, un Southwest 737 viró hacia arriba grácilmente y se elevó rumbo al cielo. Amanda sabía que la mayor parte de las personas que había a bordo regresaban a sus casas, con los bolsillos ligeros, dejando tras de sí aquel mundo de fantasía y volando hacia la realidad. A ella le parecía la libertad. Tal vez algún día cogiera realmente el dinero, se subiera al Spyder con Bobby y echara a correr. No porque no pudiera soportarlo, sino porque quería estar en algún lugar donde no la conociera nadie, donde no la mirasen.

Y Bobby se lo merecía. Seguramente no le contaba ni la mitad de la mierda que aguantaba por vivir con ella, o los insultos que recibía. Pero permaneció a su lado y durmió con ella durante más de tres años. Amanda había evitado acostarse con él durante meses mientras salían, porque daba por supuesto que lo perdería en cuanto descubriera la verdad. Cuando finalmente se lo dijo, lo perdió, al menos durante un par de semanas, las que tardó él en comprender lo que sentía. Luego había vuelto y allí se había quedado, sin pedirle ni una sola vez que fuese nada más que lo que era.

Amanda nunca había querido someterse a la operación de cambio de sexo, dar el paso final. Le daba miedo que las cosas salieran mal, que las piezas no funcionaran, quedarse sin sensibilidad sexual o algo así. No lo necesitaba para definirse como mujer. Aunque quería hacerlo por Bobby, para ser un poco más «normal» para él. Salvo que él decía que no, que no lo hiciera si no era por sí misma. Y lo amaba por eso.

Sonaba tan atractiva la idea de escapar algún día con él, de huir de toda esa crueldad… San Francisco tal vez, de donde iba a llegar Tierney. Ahí nadie la miraría dos veces. No en la ciudad de los gais.

Amanda arrojó la colilla fuera del coche. Se rió de sí misma y sacudió la cabeza. Era tan culpable de fantasear como esa gente del avión, pues lo cierto era que nunca se marcharía.

La radio crepitó: la 1580 estaba despejada para el aterrizaje.

Amanda puso el motor en marcha. Tierney Dargon volvía a casa.

Localizó a Tierney en la zona de recogida de equipajes, apartada de la multitud y con el teléfono apresado entre el hombro y la oreja. Era mona y flaca como un palo, con un top holgado de color rosa que le permitía balancear los pechos y con pantalones ajustados. Pero aparte de su cuerpo de Las Vegas, no se esforzaba demasiado en parecer glamourosa. Llevaba el pelo castaño suelto sobre los hombros en un amasijo de rizos. No se había puesto maquillaje ni joyas, excepto por una pulsera de oro que hacía girar de forma nerviosa alrededor de la muñeca con la otra mano. El blanco de sus ojos tenía una aureola rojiza.

Amanda empezó a acercarse, pero halló su camino bloqueado por un gigante samoano con camisa hawaiana, obviamente un guardaespaldas. Mostró su insignia con discreción. El hombre le pidió que esperase y luego avanzó con torpeza hacia Tierney y le susurró algo al oído. La chica escudriñó a Amanda, le murmuró algo al samoano y volvió a su teléfono móvil.

—La señora Dargon se pregunta si podría hablar con usted en la limusina —le dijo el guardaespaldas a Amanda—. Está esperando fuera. Lleva una foto del señor Dargon en la puerta.

Amanda se encogió de hombros.

—Muy bien.

Encontró la limusina sin problemas. Era evidente que el samoano le había dicho algo por radio al conductor, que la estaba esperando con la puerta abierta. Tenía algo más de sesenta años y saludó a Amanda dándose un ligero toque en la gorra negra cuando ésta entró.

—Hay champán si le apetece —le dijo—. Y también tenemos bollos, pero no coja el de avena con arándano: es el favorito de la señora Dargon.

Amanda sonrió.

—¿Come hidratos de carbono?

El conductor se rió, aunque sin contestar, y cerró la puerta con Amanda dentro.

Nunca había estado en una limusina. Su culo se deslizó por todo el asiento de piel intentando ponerse cómoda. Hacia la parte de delante del coche había un televisor instalado en una esquina, con equipo estéreo y reproductor de DVD en los estantes de abajo. Había un vídeo de rap puesto, sin sonido. La esquina opuesta incluía un frigorífico y una bandeja circular de cristal con dulces, fruta, una botella abierta de champán y una jarra de zumo.

Amanda vio un retrato de Moose Dargon sobre terciopelo negro, bordado en el asiento del medio, a su izquierda. Parecía veinte años más joven, con un pelo negro salvaje y ondulado, cejas de oruga y una nariz en forma de bulbo y con venas rojas. Amanda chasqueó la lengua, incrédula. Elvis aún estaba en esa limusina.

Optó por sentarse encima de la cara de Moose para lograr algo de adherencia con el terciopelo. Había una serie de cajones de madera empotrados en la mitad inferior de los asientos; echó un vistazo por la ventanilla y luego abrió un cajón entre sus piernas.

Vaya sorpresa. Drogas. Y un paquete de seis de condones. Amanda sacó el sobre de cocaína.

Notó que el vehículo se sacudía cuando salió el conductor. Unos segundos después, la puerta trasera se abrió y Tierney se deslizó dentro. Tomó asiento enfrente de Amanda y se apartó los rizos de la cara. No estaba sonriendo.

—Se trata de MJ, ¿no?

Tenía una voz de niña que la hacía parecer aún más joven de lo que era.

Amanda asintió.

—Lo siento, seguro que estoy horrible —se disculpó Tierney—. Me ha afectado mucho lo que ha pasado.

—Tienes buen aspecto.

Tierney le dedicó una sonrisa tímida.

—Eres muy amable.

Era increíble, pensó Amanda. En Las Vegas, ni siquiera el asesinato era una excusa para no estar perfecto.

—Supongo que encontrasteis el vídeo —añadió Tierney.

—Sí, lo encontramos.

—Dios, no entiendo por qué fui tan estúpida. Pero MJ pensó que sería excitante grabarlo. Moose me va a matar.

Amanda alzó una ceja.

—He oído decir que tiene mucho carácter.

—No, no, no lo digo en el sentido literal. Moose no me pondría la mano encima. Pero se sentiría triste y humillado. Yo no pretendía eso.

Estaba a la defensiva. Amanda decidió ir por otro camino.

—¿Cuándo te marchaste a San Francisco?

—El domingo por la mañana, en cuanto me enteré de lo de MJ. Mi familia vive allí y le dije a Moose que quería pasar unos días con mis padres. Pero sobre todo he estado en un hotel del centro, llorando. No quería que Moose me viera de ese modo. Se preguntaría el motivo.

Estaba al borde de las lágrimas. Amanda se dio cuenta de que Tierney no era una persona fría como Karyn Westermark. Aquella chica sentía algo por MJ.

—¿Estabas enamorada de él?

—¿De quién, de Moose? —preguntó Tierney, sin comprender—. Por supuesto. Sé lo que piensa todo el mundo: que él quería a un bomboncito colgado del brazo y yo quería su dinero. No es así. Nos preocupamos el uno por el otro.

—Tiene un montón de dinero —subrayó Amanda.

Moose vivía en Lake Las Vegas, un complejo vallado al otro lado de las montañas.

—Claro, pero yo no veo nada de eso. Estoy con él porque es dulce y cariñoso y me trata bien. Yo no era nada antes de conocerle.

—¿Y qué me dices de MJ?

Tierney se quedó largo rato con la mirada absorta en la pantalla del televisor antes de decir algo.

—Tengo veinticuatro años, ¿vale?

Lo dijo como si eso bastara para explicarlo todo.

—Tienes fama de ir a muchas fiestas. Y de tener muchos rollos.

—Pues eso es una gilipollez. Sólo me he acostado con un par de tíos. Y últimamente sólo con MJ.

Amanda se preguntó por el paquete de condones que había justo debajo de sus pies.

—¿Moose sabía lo de MJ? ¿O lo de los otros?

—Él es más bien del tipo «no me preguntes y no me cuentes». Él sabe que hay cosas que no puede darme.

—Pero ¿y si lo descubriera? En su época, Moose mandó a más de uno al hospital.

—¡Eso fue hace años! Ahora tiene casi ochenta, por el amor de Dios.

—Pero ¿contrataría a alguien para enviar un mensaje? Puede que no te hiriera a ti, pero ¿y a MJ?

—¿Piensas que Moose hizo que mataran a MJ? —Tierney sacudió la cabeza con vehemencia—. Ni hablar. En primer lugar, no haría una cosa así. Ya te he dicho que tenemos un acuerdo. Y en segundo lugar, no sabía lo de MJ.

—Vamos, Tierney —la regañó Amanda—. No seas ingenua. La gente lo sabía. No te reconocimos en el vídeo, pero le preguntamos a alguien con quién podía estar acostándose MJ y tu nombre fue el primero que salió.

Tierney abrió la boca de par en par.

—Oh, mierda. No puedo creerlo.

—¿Querías a MJ?

—¿Quererle? Sí, un poco, supongo. Yo no me acuesto con gente que no me importa, a pesar de lo que pienses.

—Bueno, pues si Moose creyó que sentías algo por MJ, eso podría haberle hecho sentir muy vulnerable. Podría haber pensado que le dejarías.

—Te equivocas —insistió Tierney—. Moose sabe que yo nunca haría eso. Está enfermo. Cáncer. No le queda mucho tiempo, y sabe que yo estaré a su lado. MJ era… en fin, sí que pensé un poco en el futuro. En el después.

Amanda tenía dificultades para decidir si Tierney era una chica dulce y solitaria o una astuta cazafortunas con la mirada puesta en el premio gordo. Si estaba fingiendo, lo hacía muy bien.

—¿Sabías lo de Karyn Westermark? —preguntó Amanda.

Tierney apretó sus labios carnosos hasta que formaron una línea fina.

—Sí.

—¿Te molestaba?

—Una vez hicimos un trío. Me volvió loca. No quise volver a hacerlo. Aunque MJ sí quería.

—¿Estuviste con MJ el sábado por la mañana?

Asintió.

—Y el viernes por la noche también.

—¿Por qué te marchaste el sábado?

—Tenía que ir a un sitio con Moose el sábado por la noche. Una fiesta.

—¿Adónde? —preguntó Amanda. Apuntó los detalles a medida que Tierney se los iba contando—. ¿Estuviste con Moose todo el tiempo? ¿Hizo o recibió alguna llamada a través de su móvil?

Tierney negó con la cabeza.

—Estuvo haciendo relaciones públicas. Era una cosa política para el gobernador. Ya sabes, vuelve a presentarse como candidato. Yo estuve con Moose toda la velada.

—¿Sabías que esa noche MJ estaba con Karyn?

—Lo suponía —dijo Tierney con tristeza.

—Pareces celosa.

Tierney se enrolló un rizo alrededor del dedo y jugueteó con él.

—Karyn es de primera división, eso ya lo sé. Yo sólo soy una camarera de cóctel que estaba en el lugar adecuado en el momento justo. Intento encajar con MJ y su gente, pero en realidad no lo consigo. Sé que se ríen de mí.

—Y entonces ¿por qué sales con ellos?

—¿Con quién si no? Mis viejos amigos no pueden tratar conmigo tal como soy ahora. A causa de Moose. Ya sabes, vivir junto al lago, los guardaespaldas, la limusina… No importa que siga siendo la de antes. Si eres joven y tienes dinero, simplemente acabas en el Oasis. Y en esa pandilla hay los pequeños grupitos de siempre. Es como el instituto.

—¿En qué grupo estaba MJ?

—En el de Karyn. Así le conocí. Hace unos seis meses él estaba en el casino con Karyn, que estuvo muy simpática conmigo. Más tarde me di cuenta de que era porque quería que me fuera a la cama con ellos. A mí me gustaba MJ, así que lo hice. Después de eso empezamos a salir, sólo nosotros dos.

—¿Cómo le sentó eso a Karyn?

Tierney se encogió de hombros.

—No creo que le importara. Seguía acostándose con MJ siempre que quería. —Había un asomo de amargura en su voz.

—Karyn dice que MJ estaba pensando en dejarte —dijo Amanda.

Tierney se asombró.

—¿Eso dijo? Ni hablar, no me lo creo. MJ no habría hecho eso.

—¿Tienes alguna idea de quién podía querer matar a MJ?

—No, ninguna —dijo Tierney—. No puedo imaginármelo. Pero Moose no, definitivamente.

Amanda preguntó:

—¿Sabes si MJ tenía algo que ver con Boni Fisso? ¿Si se conocían?

—¿Boni? No, que yo sepa. Nunca lo mencionó.

—¿Qué me dices de Moose? ¿Conoce a Boni?

Tierney asintió.

—Pues claro. Moose siempre actuaba en el Sheherezade en los viejos tiempos.

Amanda no estaba segura de que eso significara algo. Pero Moose era un hombre imprevisible, a pesar de su edad y su estado de salud. Si alguien como él quería contratar a un asesino a sueldo, era fácil imaginárselo hablando con Boni.

Le dio las gracias a Tierney y se dispuso a abrir la puerta de la limusina. La chica le agarró el brazo con suavidad. Era una mano pequeña.

—¿Es necesario que todo esto se haga público? Me refiero a lo mío con MJ.

—No puedo prometerte nada —dijo Amanda—. Y como ya he dicho, es un secreto a voces.

Tierney asintió y dirigió la mirada al cajón del otro lado de la limusina, que no estaba cerrado del todo. Volvió a mirar a Amanda y luego apartó otra vez la mirada.

—Has cogido mi mierda, ¿eh?

—Sí —le contestó Amanda—. Aunque no soy de antivicio. Lo tiraré. No es asunto mío, ¿sabes?, pero tú no pareces hecha para el carril rápido, Tierney. Quizá deberías pensar en hacer algunos cambios.

—Gracias. —Tierney lanzó una mirada hastiada a su alrededor y dibujó una media sonrisa—. Lo creas o no, hay una parte de mí que piensa que ojalá aún estuviera sirviendo copas en el Venetian. A veces es más fácil estar fuera, mirando.

Stride se recostó en su incómoda silla de madera y estiró los brazos. Le dio un tirón en los músculos agarrotados de su espalda que le dolió. Notó un dolor detrás de los ojos y los cerró, con la esperanza de aplacar el martilleo que sentía en la cabeza. Llevaba tres horas leyendo microfichas, parpadeando ante imágenes borrosas de hacía cuarenta años, sintiéndose transportado a 1967. El año en que Amira Luz fue asesinada. Era raro ver los titulares de los periódicos de aquella época sabiendo cómo había acabado la historia. Las chicas jóvenes de los anuncios ahora eran ya viejas. Había una fotografía de Robert Kennedy. Todo el mundo llevaba un cigarrillo asomando entre los labios.

Las cosas no eran tan distintas entonces. Las Vegas flotaba más allá del tiempo, corrupta y en cierto modo incorruptible. Vio artículos sobre lo mal que lo pasaban los negros en el norte de la ciudad, y unas páginas después anuncios de los artistas negros que triunfaban en el Strip. Vio nombres del pasado en su momento de apogeo: Red Buttons, Milton Berle, Ann-Margret… Las minifaldas estaban de moda. La última película de Bond, Sólo se vive dos veces, se exhibía ese verano en cartelera. Connery era lo máximo.

Trató de imaginarse cómo sería vivir en esa época, formar parte de aquellos días. Desde la distancia parecía anticuado, como los dibujos de modelos a lápiz y las fotografías con colores difuminados. Sofisticado pero naíf. Sintió la atracción de la nostalgia, el anhelo de los viejos tiempos. Pero la nostalgia por las épocas pasadas no era más que tristeza.

Los viejos tiempos tampoco fueron tan buenos. Vio titulares sobre huelgas de trabajadores y escándalos sobre sobornos. La muerte de un líder de la Cosa Nostra en Nueva York, a miles de kilómetros, ocupaba la primera plana en Las Vegas. Los rumores sobre los asuntos más turbios compartían periódico con la magia negra de Frank, como sombras de nubes que van pasando en lo alto.

Cogió una copia del primer artículo que había impreso. Estaba fechado el 18 de junio:

REGRESO TRIUNFANTE DE AMIRA

Tras un paréntesis de seis meses en el barrio parisino de Montmartre, la bailarina española Amira Luz recibió una clamorosa bienvenida el sábado por la noche en su regreso al Sheherezade, donde una multitud asistió a la presentación de su nuevo y atrevido espectáculo, que lleva por título Llama.

Al igual que otros shows tan en boga ahora en los escenarios de los casinos, Llama incluye un conjunto de chicas en topless espléndidamente ataviadas, así como un desenfrenado número cómico a cargo del veterano del Strip Moose Dargon. Pero Luz es la estrella. Su momento cumbre es un striptease flamenco, con el escenario iluminado por docenas de velas y una guitarra solista que la acompaña mientras ella se despoja de su traje de color rojo intenso…

Stride recuperó otro artículo, éste de la tercera semana de julio. Amira ocupaba la primera plana:

EL ASESINATO DE UNA BAILARINA

CONMOCIONA EL STRIP

La policía de Las Vegas ha confirmado hoy que Amira Luz, la estrella del espectáculo Llama en el Sheherezade, fue asesinada el viernes por la noche en una suite de lujo del popular casino. Aunque la policía ofreció pocos detalles, fuentes próximas al casino aseguran que la bailarina fue encontrada a primera hora del sábado por la mañana en la piscina de la terraza, con el cráneo aplastado. Luz fue vista por última vez el viernes sobre el escenario, en su actuación en Llama.

El detective Nicholas Humphrey no quiso especular sobre el móvil del crimen o sobre posibles sospechosos. En una declaración preparada, el propietario del casino Boni Fisso expresó su «profunda tristeza» por la muerte de Luz y garantizó su «absoluta cooperación con la policía para encontrar al perturbado que profanó nuestra propiedad con el fin de perpetrar este crimen atroz».

Un día después de la muerte de Luz, Boni ya estaba allanando el terreno para cargarle las culpas a algún forastero. Stride quería hablar con Nick Humphrey.

Al releer el artículo, Stride sintió que unas manos experimentadas le masajeaban los hombros. Alzó la mirada hacia Serena, que se agachó y acercó su cara a la de él.

—¿Es ésta tu idea de una cita para almorzar? —le preguntó—. ¿La biblioteca?

—Tú no pares —le pidió Stride—. Me gusta.

Los dedos de Serena continuaron amasando y separando los tejidos de su espalda. Miró los artículos periodísticos por encima del hombro de él, así como la pila de cajas con microfichas.

—A lo mejor lo entendí mal —quiso provocarlo—. ¿No había dicho Sawhill que el caso estaba cerrado?

Stride sonrió.

—¿Lo dijo? Creo que me despisté.

Serena arrastró otra silla sobre la alfombra gris desgastada y la colocó al lado de él. Stride notó que varios de los hombres que había en la biblioteca la miraban. Casi todos los visitantes de aquella hora eran hombres, desempleados con vaqueros y gorras de béisbol. Algunos convertían la lectura del periódico en todo un acontecimiento. Otros se limitaban a contemplar el vacío.

—¿Has encontrado algo? —preguntó ella.

Stride se encogió de hombros.

—Tienes que leer entre líneas: casi todo son rumores e insinuaciones. En esa época había una columna de cotilleo que dejaba caer algunas indirectas muy claras. Creo que es de ahí de donde Rex Terrell sacó tantos detalles para su artículo de la revista.

—No me malinterpretes, Jonny —le dijo Serena—: Confío en tu instinto, pero no estoy segura de ver la relación. No entiendo cómo se puede coger un asesinato de 1967 que en principio estaba resuelto y trazar una línea que lo lleve hasta hoy, a la muerte de MJ.

—Puede que no —admitió Stride—. Puede que no haya nada. Pero yo soy como tú: no me gustan las coincidencias.

—¿Por ejemplo?

Stride se recostó en su silla.

—Esto es lo que tengo: MJ empieza a meter las narices en el asesinato de Amira Luz porque lee en la revista LV ciertas acusaciones que señalan que fue su padre quien la mató. Poco después, es el propio MJ quien acaba asesinado. El asesinato de Amira tuvo lugar en un casino propiedad de Boni Fisso, quien podría o no tener contactos con el crimen organizado y que este año va a comenzar las obras de un proyecto de dos billones de dólares. ¿Lo estoy haciendo bien?

—Soy toda oídos —dijo Serena—. Primera pregunta: ¿quién era Amira Luz y por qué la mataron?

Stride asintió.

—Amira era una bailarina de striptease, y muy buena, según las crónicas. Decían que era española, pero he encontrado una biografía que dice que en realidad sólo lo era a medias. Su padre era un diplomático español y su madre era una rubia explosiva, hija de un congresista de Texas. Cuando Boni Fisso abrió el Sheherezade a finales de 1965, Amira era un bomboncito de veintiún años, que formaba parte de un espectáculo construido alrededor de un cómico. ¿Adivinas quién?

—Moose Dargon —acertó Serena.

—Exacto. Otra interesante coincidencia. En cualquier caso, Amira fue todo un éxito. Para mayo de 1966 ya tiene su propio espectáculo, al estilo del Lido[19], animado por un coro de chicas. Hacia finales de año, Amira se larga seis meses para bailar en París. O tal vez se va allí para pensar en su próximo número. Sea como sea, hacia junio de 1967 Amira vuelve al Sheherezade de Las Vegas con un espectáculo completamente nuevo titulado Llama, y tiene más éxito que nunca.

—Hasta que alguien la mata —añadió Serena.

—Así es. Unas semanas después del estreno, Amira aparece asesinada en una suite del ático del Sheherezade. Por cierto, Moose había acabado siendo telonero del nuevo espectáculo de Amira, así que se quedó sin su número. No creo que estuviera muy contento.

—Continúa —dijo Serena.

—Ahora centrémonos en Walker Lane. Rodó una de sus películas en Las Vegas durante la primavera y la ciudad le enganchó. Pronto se convirtió en un habitual y todos los fines de semana volaba aquí desde Los Ángeles. Su surtidor favorito era el Sheherezade. Walker y Boni Fisso eran uña y carne. Y Rex también tenía razón en esto; las columnas de cotilleos sugerían en junio que Walker se había fijado en «una belleza latina que suele subirse a los escenarios de Las Vegas». Amira.

—¿Y cuál es la teoría? —preguntó Serena—. ¿Qué le ocurrió a Amira?

—A ver qué te parece. Walker pierde la cabeza cuando Amira lo rechaza. O a lo mejor se trata de sexo duro que se les escapa de las manos. Ella acaba muerta, y entonces Boni ayuda a Walker a quedar limpio y encuentra una cabeza de turco en Los Ángeles.

—¿Y por qué Walker se habría mantenido a distancia una vez la policía hubo cerrado el caso? —preguntó Serena.

—No lo sé. A lo mejor Boni acordó en secreto con los agentes de entonces que Walker no volvería a pisar nunca Las Vegas. De todas formas, eso era agua pasada hasta que Rex Terrell lo sacó en LV y recordó todos los viejos rumores sobre Amira, Walker y Boni. Entonces MJ se entera y empieza a hacer preguntas.

—Y muere asesinado.

Stride asintió.

—Y otra vez vuelvo al plan de Boni para derribar el Sheherezade y lanzar el proyecto Orient. Lo último a lo que te apetece enfrentarte cuando tienes esa cantidad de dinero en juego es a un fiambre de hace cuarenta años en el armario. Como ocurre con el asesinato de Amira.

—Odio tener que recordártelo, pero Sawhill no quiere que preguntes sobre eso. ¿Qué vas a hacer?

—Preguntar sobre eso —dijo Stride.

Serena se rió.

—Podrías acabar siendo recordado como el detective que fue contratado y despedido con más rapidez en toda la historia de la Metro. Vamos, salgamos de aquí e invítame a almorzar.

—Trato hecho.

Stride recogió sus copias y se las metió en el bolsillo del blazer. Apiló las cajas de microfichas y las sostuvo en un equilibrio precario.

—¿Puedes coger ese número de LV? Es el del artículo de Rex Terrell.

Serena recogió la revista. Una de las páginas estaba marcada con un punto y Serena la abrió para verla.

—Ésa es Amira —le dijo Stride.

Era una fotografía grande en blanco y negro de los años sesenta, donde Amira aparecía con un vestido español muy sexy de color negro, el pelo oscuro cayéndole sobre el rostro sudoroso y subiéndose la falda con una mano para mostrar su pierna desnuda y musculosa. Detrás de ella, de blanco, otra bailarina adoptaba una pose similar.

Stride le entregó las cajas al bibliotecario. Miró atrás y se dio cuenta de que Serena no se había movido, sino que sostenía la revista entre sus manos y la miraba fijamente.

—¿Qué pasa?

Serena no pareció oírle. Luego dobló la revista y señaló la foto con el dedo.

—La chica de blanco que está detrás de Amira. Es la abuela de Peter Hale, el niño que murió atropellado.