Capítulo 10

Serena salió a toda velocidad de Reno por el sur en un Malibu alquilado, mientras aspiraba el dulce aire de montaña que soplaba a través del coche y escuchaba a Terri Clark en el estéreo hasta que los altavoces del Chevrolet vibraron.

«Creo que el mundo necesita una copa», cantaba Terri con su acento canadiense.

Alguna vez le habían dicho a Serena que se parecía a Terri Clark, sin la gorra de cowboy. Las dos eran altas y tenían un sedoso pelo oscuro. Tal vez por eso a Serena le gustaba tanto.

Como en la canción de la radio, Serena reparó en que necesitaba una copa. Al lamerse los labios aún pudo imaginar el sabor del vodka, aunque hacía más de una década que lo había dejado. Una copa era zona prohibida, Verboten. Suponía que era como los cigarrillos para Jonny. No importaba que hiciera un año o veinte: las ganas podían regresar en un instante y dejarte sin aliento.

El rostro de su madre le vino a la cabeza como un relámpago. Intentó ahuyentarlo mirando a través de la ventanilla el pico del monte Rose a lo lejos, pero era como si su madre estuviera haciendo autoestop a un lado de la carretera como en un viejo episodio de The Twilight Zone[15]. Apareciendo una y otra vez, persiguiéndola. Entre todas las cosas que le había hecho su madre y no podía olvidar, la peor fue que le pasara sus genes adictivos. Para su madre, el demonio era la cocaína. Para Serena, el demonio era el alcohol. Durante dos años, cuando tenía poco más de veinte, había bebido hasta consumirse. Estaba agradecida a Alcohólicos Anónimos y a todo un grupo de extraños que la habían hecho volver.

Fue en la época posterior a la muerte de Deidre. Es curioso que no empezara a beber cuando las dos salieron de Phoenix, cuando las visiones de las sucias manos del camello sobre sus pechos la seguían acechando cada noche. O que no empezara cuando Deidre comenzó a acostarse con hombres por dinero y animó a Serena a hacer lo mismo. No, fue años más tarde, cuando Deidre ya estaba fuera de su vida. Una semana después del funeral. Una copa se convirtió en dos, dos en diez y diez en cientos.

Alguien le había contado que Deidre pesaba treinta y un kilos cuando murió. A Serena le entró un escalofrío dentro del coche. La chica a la que había conocido era tan diferente, estaba tan viva. Con el pelo rojo y ensortijado. Una manera informal de vestir y caminar que los hombres adoraban, como adoraban el tatuaje sobre la raja de su culo, una serpiente enroscada que parecía ondular de placer cada vez que se le subía la camiseta. Tenía la piel pálida, no apta para el sol del suroeste. Su blancura la hacía destacar en una ciudad de cuerpos bronceados. Cuando estaba desnuda en la ducha, casi parecía que desprendiera luz.

Lo cierto es que Deidre y Serena nunca pertenecieron al mismo mundo. Deidre iba deprisa en una ciudad apresurada: un ajuste perfecto. Durante los primeros años, Serena agradeció que Deidre la hubiera arrancado de la boca del lobo, pero tarde o temprano tenía que separarse y seguir su propio camino. Al fin dejó a Deidre y se mudó.

Nunca volvieron a hablar. Cuando Deidre murió, la culpabilidad aplastó a Serena y ella la filtró a base de botellas de Absolut.

Recordaba cuánto le había sorprendido ver que podía meter botellas en el congelador y dejar que el alcohol se enfriara, se enfriara y se enfriara sin llegar a helarse nunca.

Treinta y un kilos. Dios.

Siguiendo las indicaciones que Jay Walling le había dado, aparcó en el arcén al final de un largo camino de tierra a la salida de la vieja 395, cerca de la casa donde se había cometido el crimen. Salió del coche y disfrutó del silencio. Los pocos sonidos que oía eran claros y nítidos, como el crujir de la grava bajo sus pies y el zumbido distante de un avión que ascendía sobre las colinas tras despegar del aeropuerto de Reno. Un halcón revoloteaba sobre ella, escudriñando los campos, pero excepto al rapaz Serena no vio a un alma por ninguna parte.

Un puñado de viejos ranchos sembraban los campos crecidos. La maquinaria de granja descansaba allí cerca, oxidada y sin usar, y los cables de teléfono se combaban de poste a poste. Vio las elevadas montañas al este, con árboles de hoja perenne trepando por sus laderas y manchas de nieve pegadas a las cumbres. Más cerca, los pies de esas mismas montañas estaban cubiertos de castaños rojizos, que se volverían verdes con la llegada de las lluvias.

La casa que había venido a ver era modesta, gris y de dos plantas, con una caravana aparcada a un lado. La casa más cercana estaba a un kilómetro. Había un gran prado con una valla blanca en el que esperó ver caballos, pero estaba vacío y las hierbas se doblegaban bajo la brisa fresca. El aire olía a flores salvajes.

Se había llevado una taza grande de café de un local de comida rápida unos kilómetros atrás. Dio unos sorbos mientras esperaba, apoyada en el capó del coche. Quince minutos después, vio que un Ford Taurus blanco se detenía detrás de ella. Estaba reluciente, como si acabaran de lavarlo. Serena imaginó que seguramente Jay Walling se tomaba como una ofensa personal cualquier partícula de polvo que tuviera la audacia de adherirse a su coche. Conocía bien a Walling. Habían trabajado juntos en un homicidio horrible el año anterior, cuando encontraron un cuerpo en el desierto de Las Vegas cuya cabeza apareció en el estante de las bolas de una bolera de Reno. ¿Quién dijo que los asesinos no tenían sentido del humor?

—¿Qué tal, Jay? —saludó Serena cuando Walling salió del coche—. ¿Y esa cagada de pájaro que llevas en la chaqueta?

Él miró hacia abajo espantado y Serena se rió. Walling vestía una chaqueta de piel negra que debía de haberle costado dos mil dólares, y la mimaba como a un bebé. También llevaba un sombrero de fieltro negro que le hacía parecer una reliquia del Manhattan de los cincuenta. Era alto, de rostro alargado y con bigote rectangular.

—Ya echaba de menos tu sentido del humor, cariño —le dijo Walling—. Espero que mi llamada de anoche no interrumpiera un pequeño festival del amor entre el detective Stride y tú. De verdad que creí que me saldría tu contestador.

—Diez minutos antes y a lo mejor habrías oído algún que otro jadeo.

—Ah, bueno. —Walling pareció algo incómodo con los detalles—. ¿Así que va en serio?

—Eso creo —admitió Serena—. Y él parece creerlo también. Estoy intentando no meter la pata.

Walling, que conocía parte de la historia de Serena, asintió pensativo.

—En fin, te agradezco que hayas venido hasta aquí. ¿Puedes decirme algo más sobre el recibo que encontraste?

Serena le hizo a Walling un resumen del atropello y muerte de Peter Hale y de su descubrimiento del coche de Lawrence Busby en el aparcamiento del centro comercial Meadows.

—El recibo estaba debajo del asiento del conductor —dijo.

—¿Alguna idea de quién robó el coche?

Serena negó con la cabeza.

—Lástima. Todo esto podría no significar nada, pero me huelo algo. Ese recibo era de un pequeño puesto de comida rápida a menos de ocho kilómetros de aquí. Unas dos horas después de que se vendiera esa media docena de donuts de crema, una mujer era asesinada en este rancho. Y luego aparece el recibo en un coche robado implicado en un atropello en Las Vegas.

—No me gusta nada.

—No, ni a mí.

—¿Y qué pasó aquí? —preguntó Serena, señalando el rancho con un movimiento de cabeza.

Walling se tiró del bigote y después se quitó el sombrero. Se atusó el cabello gris, cuidadosamente peinado.

—Un asesinato brutal. No tenemos casos así muy a menudo. Albert Ford llegó a su casa después de jugar un partido de golf y encontró la puerta principal abierta y a su mujer en el suelo del vestíbulo. Un corte limpio le había seccionado la carótida. Por lo que sabemos, ella abrió la puerta y el autor la atacó allí mismo. Un río de sangre.

—¿Móvil?

—No tenemos ninguno —dijo Walling—. No se llevó nada de la casa. No parece siquiera que entrase.

—¿Y no hay testigos?

Walling se encogió de hombros e hizo un gesto hacia el paisaje vacío.

—¿Aquí? No hay muchos vecinos. La carretera se acaba en dirección al este. No hemos encontrado a nadie que viera nada.

—¿Qué sabemos de la mujer asesinada?

—La sal de la tierra —dijo Walling—. Ambos. Los Ford residen en Reno desde hace varias generaciones. Retirados los dos. Albert Ford crió caballos durante décadas y liquidó el negocio hace unos años. Su esposa, Alice, era maestra de escuela, tercer curso. Se dedicó a ello treinta y cinco años y se jubiló más o menos por la misma época en que Al se deshizo de los caballos.

Serena sacudió la cabeza.

—¿Maestra de escuela de tercer curso?

—Exacto. No tiene ningún sentido.

—¿Y Al está fuera de sospecha?

Walling asintió.

—Sus compañeros del golf confirmaron su coartada. Alice llevaba muerta varias horas cuando él la encontró.

—¿Tienen hijos?

—Cuatro, todos mayores. El más joven tiene treinta y pocos.

—¿Alguno de ellos vive en Las Vegas? —preguntó Serena.

—No, dos en Los Ángeles, uno en Boise y otro en Anchorage. Todos limpios. Un hermano de Alice vive en Reno, pero no tiene a nadie más en este estado. En cuanto a Al, es el único que queda de su familia.

—No creo que el hermano sea de la mafia —dijo Serena.

Walling se rió.

—Director retirado de una agencia de adopción. Ahora vive en una residencia.

—Así pues, tenemos a un chico de doce años atropellado por un coche y a una maestra jubilada con el cuello cercenado —dijo Serena—. Ninguna coincidencia en el modus operandi ni en el lugar del crimen. Y lo único que tenemos para atar los dos cabos son unos cuantos donuts. Puede que sólo sea una cortina de humo, Jay.

—Salvo por el hecho de que las dos víctimas tienen algo en común —dijo Walling.

—¿Sí?

—Somos incapaces de encontrar un motivo por el que alguien quisiera matarlos.