Capítulo 9

Stride empezó a investigar al padre de MJ, Walker Lane, siguiendo docenas de enlaces en la red desde el ordenador de su cubículo. No había ninguna página oficial sobre él, sólo páginas de cotilleo que hacían un refrito con los mismos trapos sucios de su vida en Hollywood, y sazonaban los textos con insinuaciones sobre su recluido estilo de vida en Canadá.

Había muchísima información sobre los principios de Lane en los sesenta, cuando era un niño prodigio de la producción y la dirección que hizo fortuna con su primer filme, que él mismo produjo. Desde el principio fue una cuestión de lucro, y no de arte. El árbol de las cerezas presentó a una novel de quince años, una especie de Hayley Mills[14] con pechos, cuyos ojos inmensos e inocente atractivo sexual conquistaron a los espectadores, a pesar de que se trataba de una pobre historia de espionaje sobre una chica que ayudaba a George Washington a ganar la guerra de la Independencia. Le siguieron dos comedias familiares que cosecharon un gran éxito, y Lane se ganó fama como un Frank Capra, el chico que convertía en oro todo lo que tocaba. Como no se había unido a los grandes estudios, los beneficios económicos fueron sólo para él.

El escándalo lo perseguía, sobre todo porque corrían rumores por el plató de que había mantenido una aventura con su estrella, menor de edad, desde su primera película juntos. Lane lo negó, aunque no ocultaba sus maneras de playboy, asistiendo a todas las fiestas de Los Ángeles y Las Vegas y dejando un rastro de fotografías suyas con jóvenes aspirantes a actrices colgadas del brazo.

Y después, la gran desaparición.

Por lo que Stride sabía, había ocurrido en 1967. Lane abandonó Hollywood y se trasladó a Canadá, y básicamente se evaporó de la escena pública. Desde la distancia, siguió trabajándose su reputación de pez gordo. Durante las tres décadas siguientes, seleccionó y financió una serie de éxitos apabullantes, pasando hábilmente de la comedia al drama a medida que cambiaban los gustos del público. Nunca volvió a dirigir, al menos por lo que sabía Stride, sino que se convirtió en una gran influencia, un fabricante de estrellas, sin volver a poner nunca un solo pie fuera de su finca en la Columbia Británica. Era el productor ejecutivo de dos de las veinte películas que habían dado mayores rendimientos en la historia.

Su celo por la privacidad se volvió casi obsesivo. Los actores y directores que lo conocían firmaban acuerdos de confidencialidad. Al igual que Howard Hughes, parecía llevar su imperio básicamente por teléfono. Stride no encontró ni una sola fotografía suya de los últimos veinte años. Corrían rumores sobre una enfermedad que lo habría dejado confinado a una silla de ruedas y sobre una degeneración facial que habría devastado su rostro, en otros tiempos hermoso y juvenil… y parecido al de MJ, reconoció Stride al ver las fotos antiguas de Walker. También corrían rumores sobre un escándalo que lo había llevado a dejar el país. Pero por lo que él sabía, nadie había levantado la liebre y descubierto la verdadera historia.

A principios de los ochenta se casó con una joven actriz, después de que ella se presentase a la prueba para un papel en una película de ciencia ficción que él financiaba. No consiguió el personaje, pero sí a Walker, y dos años más tarde nació MJ. No se habían hecho públicos los detalles de la relación entre Walker y su esposa veinteañera, pero en algún momento la cosa se puso muy fea. Stride encontró nuevos artículos a partir de 1990 sobre el suicidio de la mujer. No hubo ninguna ceremonia, ni fotografías de un Walker Lane apenado, ni un solo comentario en público. Como si no hubiera existido.

Stride no pudo encontrar ninguna prueba de que Lane hubiera concedido una entrevista en décadas. No era una buena señal: no esperaba que un hombre así estuviera dispuesto a hablar de todos sus secretos padre-hijo con un detective de la policía de Las Vegas.

—¿Estás preparado para tu cara a cara? —preguntó Amanda, dejándose caer en la silla.

Se la veía limpia y descansada, cosa que le hizo sentirse viejo. Había acompañado a Serena a McCarran para coger un vuelo temprano a Reno, y dos tazas de café no habían bastado para disipar la bruma de su cabeza. Por otra parte, aún sentía en su cuerpo el placentero dolor de la apretada y sudorosa sesión de sexo con Serena, hacía unas horas.

—Tendré suerte si responde a mi llamada —dijo Stride.

—No deja de ser un padre cuyo hijo ha muerto. Debe de estar ansioso por descubrir lo que ha pasado.

Stride se encogió de hombros.

—Tal vez. Parece ser que Sawhill prácticamente tuvo que rogarle al gobernador para conseguir el teléfono de Lane. Nadie quiere que haga esta llamada.

—Excepto yo, que quiero oír cómo suena ese tío tan importante. Así que hazla.

—Vayamos a una sala de reuniones.

Ocuparon un despacho pequeño y sin ventanas y cerraron la puerta tras de sí. Stride había traído otra taza de café y Amanda una rosquilla y un vaso de zumo de naranja. Se sentaron a ambos lados de la mesa de reuniones y Stride arrastró el teléfono hacia él. Amanda tenía un bloc amarillo delante. Él pulsó la tecla de manos libres y marcó el número.

Creyó que tendría que pasar por cinco abogados y secretarias, asistentes personales y ayudantes jefes. Sin embargo, casi de inmediato, el propio tipo contestó a su teléfono.

—Walker Lane.

Su voz sonaba exactamente como la que habían oído en el contestador automático del apartamento de MJ, sólo que llana, carente del tono suplicante y emotivo. Era una voz terrible, descarnada como papel de lija; un viejo sabueso intentando ladrar como un perro feroz en la flor de la vida.

Stride no pudo evitar pensar en la foto que había encontrado de Walker Lane en los sesenta: absurdamente alto, con una mata de pelo rubio y gafas de Clark Kent. Engreído, como si el mundo fuese a ser suyo algún día, cosa que hoy no estaba lejos de la realidad. Pero el precio que había pagado estaba esculpido en su voz.

Stride se presentó a sí mismo y a Amanda; Lane no pareció sorprendido. Stride se preguntó si el gobernador le habría avisado, preparándolo para la llamada.

—¿Tienen alguna idea de quién ha matado a mi hijo? —quiso saber.

Stride explicó lo que habían descubierto en los vídeos del casino y los pasos que estaban dando para rastrear los movimientos de MJ.

—Nos estábamos preguntando —añadió— si tendría usted idea de quién puede ser el asesino o por qué quería ver a su hijo muerto.

—No. No lo sé. Sólo quiero que le encuentren.

—¿Le contó MJ si tenía algún problema? —preguntó Stride.

—No.

—¿Conoce a alguien en Las Vegas a quien estuviera especialmente unido?

—No —repitió Lane.

—¿Y las mujeres que había en su vida? ¿Sabe usted con quién se veía?

—No se lo preguntaba.

Walker Lane no malgastaba palabras innecesarias. Stride comprendió que tendría que poner sus cartas sobre la mesa.

—Señor Lane, hemos oído el mensaje que le dejó usted a MJ en el contestador. Sabemos que habló con él poco antes de que lo mataran. Es evidente que había un desacuerdo significativo entre ustedes dos; ¿puede contarnos de qué se trataba?

Esta vez hubo una larga pausa.

—Eso es un tema personal, detective. No tiene nada que ver con su muerte.

—Entiendo que lo vea así, señor Lane —dijo Stride, eligiendo las palabras con cuidado—, pero a veces encontramos conexiones por caminos imprevistos. O podemos explorar áreas de investigación más productivas porque podemos tachar cosas de la lista.

«En otras palabras: seguiremos cavando hasta descubrirlo», quería decir Stride.

Lane no mordió el anzuelo; no dijo ni una palabra.

Finalmente, cuando el silencio se hubo prolongado demasiado, Stride se rindió.

—¿Cuánto tiempo llevaba MJ viviendo en Las Vegas?

—Desde que cumplió veintiuno.

El tono de Lane era seco y afligido.

—¿Usted no lo aprobaba? —preguntó Stride.

—No.

Stride empezaba a entender por qué ese hombre nunca había hecho una película más larga de ochenta y siete minutos.

—¿Por qué motivo?

—Porque esa ciudad es una cloaca —espetó Lane—. Es inmoral. Un páramo. Sólo hay dos clases de personas viviendo allí: drogadictos e imbéciles.

Amanda levantó una mano desenfadadamente y estiró el dedo corazón en la dirección del teléfono. Stride se encogió de hombros.

—¿Cuándo vino aquí por última vez? —le preguntó.

—Hace una eternidad, detective.

—La ciudad ha cambiado mucho desde entonces —contestó Stride.

—No ha cambiado nada. Nada de nada. Y ahora, si no tiene nada más que decir, déjeme volver a mi trabajo y vuelva usted al suyo, que es descubrir quién mató a mi hijo.

—Aún tengo algunas preguntas —dijo Stride.

La impaciencia de Lane crepitó a través de la línea telefónica.

—¿Qué?

Stride se estaba quedando sin ideas para hacer hablar a ese hombre y decidió dar un salto mortal.

—MJ parecía muy interesado en el proyecto de ese nuevo casino cerca de su edificio: el proyecto Orient, que está lanzando Boni Fisso. ¿Sabe usted por qué?

—No tengo nada que decir sobre Boni Fisso —resopló Lane.

Stride y Amanda se miraron el uno al otro. Era obvio que el nombre de Boni había tocado alguna fibra.

—¿Estaba MJ involucrado de algún modo en ese proyecto? —insistió Stride.

Lane suspiró con fastidio. Stride deseó tenerlo delante para poder interpretar su lenguaje corporal.

—A MJ no le importaba el nuevo casino —replicó Lane—. Lo único de lo que sabía hablar era del Sheherezade.

—¿Y eso por qué? —preguntó Stride.

Hubo otro momento de silencio.

—El Sheherezade —dijo Lane—. Cuando leí que lo derribaban, pensé que al fin terminaría todo.

Hizo una pausa, pero Stride podía oír cómo se ensanchaban las grietas de su dique: Lane quería contárselo, igual que se lo había querido contar a MJ.

—Boni no podía limitarse a demolerlo en mitad de la noche. Dejar que todo el mundo se despertara y encontrara un montón de escombros. Todos sus secretos sellados, listos para que se los llevaran. No señor, lo convirtió en otra maldita atracción turística. El gobernador es quien pulsará el botón; la delegación de medio Congreso estará ahí aplaudiendo. Como si se tratara de algo noble. Como si estuvieran diciéndole adiós a algo sagrado.

—¿Qué ocurrió allí? —preguntó Stride.

—Las Vegas me mató, eso es lo que ocurrió —replico Lane—. Y ahora ha matado a mi hijo. A los dos. Dios mío, esto no termina nunca. Los pecados perviven para siempre en esa ciudad. Sólo que nunca creí que pudiera alcanzarme y destruirme otra vez.

Stride esperó hasta que hubo terminado. Podía oír al hombre respirar con dificultad.

—Parece como si supiera por qué mataron a MJ —dijo Stride, y añadió—: ¿Tiene algo que ver con Boni Fisso?

—No, detective, no conozco el motivo. El pasado es el pasado y no tengo ninguna razón para pensar que lo ocurrido entonces guarda alguna relación con lo que le ha pasado a MJ. O con Boni. No veo de qué modo.

—Aun así… —empezó Stride.

—Aun así, usted quiere saber. Siente curiosidad; es de lo que vive. Pero lo siento; ya he dicho más de lo que debería y no puedo decir nada más.

Amanda se inclinó hacia el teléfono.

—Pero si fue hace tanto tiempo, señor Lane, ¿por qué no contárnoslo?

—No, no puedo. Estoy llorando la pérdida de MJ; desearía haber sido mejor padre. Ya es suficiente dolor sin tener que remover los errores que cometí cuando era un joven estúpido.

—Señor Lane —dijo Stride—, sabemos que MJ le llamó asesino.

—Sí, lo hizo.

—¿Por qué?

Lane suspiró.

—Tendrá que preguntárselo a Rex Terrell, detective.

Stride recordó el mensaje del contestador del apartamento de MJ. Rápidamente comprobó sus notas.

«MJ, soy Rex Terrell. He pensado que podríamos intercambiar algún secreto. Yo ya te enseñé los míos, ¿por qué no me enseñas tú los tuyos?».

—¿Quién es Rex Terrell? —preguntó Stride.

—Un escritor —respondió Lane, recreándose en esa palabra con desdén—. Es quien sacó a la luz toda esa mierda del Sheherezade y le metió a MJ ideas en la cabeza. Pídanle que les explique lo que hice, y tal vez encuentren la forma de matarme de nuevo. Ya he muerto muchas veces, detective. No me vendrá de una.