Aunque por separado, tanto Stride como Serena llegaron a casa poco antes de la medianoche del sábado. Él llevaba despierto casi veinticuatro horas, pero aún tenía demasiada cafeína en el cuerpo como para tumbarse en la cama y dormir. Apenas habían apagado las luces cuando ambos volvieron a salir y cogieron el Bronco de Stride en dirección a los cerros. Se había convertido en un ritual nocturno para ellos. Cogían Charleston hasta que se acababan las casas, antes de que la carretera terminara en Red Rock Canyon. El Bronco se salía del camino pavimentado y subía por una pendiente rocosa hasta un terreno más elevado. Daban media vuelta y aparcaban, con las puertas abiertas, mientras la brisa nocturna soplaba a través de la furgoneta y toda la extensión del valle de Las Vegas desplegada a sus pies. El área de las casas de las afueras, que avanzaba lentamente comiéndose el espacio vacío semana tras semana, estaba oscura.
Incluso en julio, cuando el calor diurno era más feroz, por la noche refrescaba en los cerros, al menos lo bastante para que la brisa que se deslizaba desde las cumbres que tenían a su espalda la hiciera soportable. Ahora, a principios de otoño, el frío se insinuaba, como en una tarde de Minnesota, aunque sin el fragante aroma de los pinos. Stride podía ver literalmente toda la ciudad, con su miríada de luces propagándose en todas direcciones, hasta que finalmente se agotaban en la oscuridad del desierto. La atravesaba el intenso resplandor del Strip, más elevado y más brillante que cualquier cosa a su alrededor, un cinturón multicolor y deslumbrante sobre el grueso vientre de la ciudad.
Desde lejos, sin la luz del sol, el valle centelleaba. No había una orla de niebla anaranjada flotando sobre la ciudad como un anillo de humo. Los casinos parecían joyas.
Stride giró la parte superior de su cuerpo y se quedó mirando el perfil de Serena. Sabía que ella notaba cómo la observaba. Era el momento en que estaban los dos solos, tranquilos, enamorados, liberados de la ciudad.
—Eres increíblemente hermosa —le dijo.
—Si quieres sexo, tendrás que esforzarte más —replicó Serena, riéndose.
—Pues ésa era mi mejor baza.
Sonrió y le acarició el cabello oscuro, de un modo que expresaba su deseo. Al llegar a casa supo que los dos estaban demasiado cansados para hacer nada aparte de dormir, y deseaba muchísimo hacer el amor con ella.
Serena se acercó y le dio un beso.
—¿Acaso no hemos comprobado que para un hombre en la cuarentena no es seguro hacerlo en una furgoneta? La última vez casi te rompiste la espalda.
—Valió la pena.
—No digas que no te he avisado —dijo ella.
Serena se quitó la camiseta. Estaba muy sexy con el pelo despeinado. Se desabrochó y se quitó el sujetador y echó los hombros hacia atrás. Reclinó su asiento y empezó a bajarse los vaqueros. Su piel era tersa, y sus pechos de un blanco cremoso como la concha de una ostra bajo una luz pálida. Él se colocó encima y notó los dedos de ella sobre su ropa.
Pocos minutos después volvía a estar en su asiento, sudoroso y dolorido.
—Ay —se quejó.
—¿La espalda?
—Las espalda, los brazos, las piernas…
—Te lo dije.
Stride sacó un pie fuera de la furgoneta y lo frotó contra la arena suelta, esperando que no hubiera un escorpión paseándose por ahí y que ninguna serpiente de cascabel eligiera ese momento para deslizarse desde las rocas. Ésas eran las auténticas criaturas de la noche, que hacían lo que les dictaba su naturaleza, a diferencia de los humanos que habitaban el valle.
Serena se tumbó junto a él, desnuda y despeinada. No se esforzó en arreglarse la ropa. Tenía la mirada perdida, fija en las colinas, mientras se tocaba la piel indolentemente con las yemas de los dedos.
—¿Crees que la novedad acabará pasando?
—¿Te refieres al sexo entre tú y yo?
—Sí.
—Espero que no.
—Estoy lista para volver a intentarlo —le dijo ella.
—Tendrás que hacerlo sola.
Serena soltó un suspiro fingido.
—¿Con Cindy se acabó la novedad?
Stride sonrió cuando una imagen de su primera mujer se cruzó por su mente.
—No. Ella era como tú: nunca tenía bastante.
—Sí, claro, yo soy una adicta sexual. Sólo me alegro de que las vaginas no sean como los piercings.
Stride sacudió la cabeza.
—¿Qué?
—Ya sabes: que no se cierren cuando no las usas.
Stride echó la cabeza hacia atrás y se rió, y Serena con él. Apoyó la cabeza en su hombro y él la rodeó con el brazo. Se quedaron en silencio unos minutos más, mecidos por el viento.
Cuanto más tiempo llevaban allí sentados, más notaba él cómo se iba alejando Serena. Así sucedía normalmente: cada vez que se acercaban y ella se sentía segura, daba un nuevo paso hacia el pasado y sacaba otro fantasma del armario.
Era un halago, según ella, pues nunca lo había hecho con nadie. Sus secretos eran como notas encerradas en botellas que había arrojado al mar hacía mucho tiempo. Ahora, una por una, regresaban a la costa.
Él sólo conocía fragmentos de la vida de Serena. Meros hechos. Le había contado lo que le había ocurrido siendo una adolescente en términos clínicos, como un médico recitando el informe de otra persona. Su madre la utilizaba como puta para pagarse las drogas. Se quedó preñada, abortó y se escapó. Fin de la historia. Sólo que esa clase de historias nunca terminan.
—¿En qué piensas? —preguntó.
Serena se tomó un buen rato antes de responder, mientras él se preguntaba si se rendiría y hablaría de algo seguro, como el trabajo o la música o las luces en el valle.
—He estado pensando mucho en Deidre —dijo.
Deidre era la chica que había venido a Las Vegas con Serena cuando se escaparon de Phoenix a los dieciséis años. Serena nunca le había hablado mucho de ella. Stride sólo sabía que había muerto.
—Es curioso, ¿no? —continuó—. La verdad es que hacía años que no pensaba en ella, pero últimamente aparece en mis sueños. Me duermo, y ahí está.
—Contrajo el sida. No fue culpa tuya.
Serena se frotó los hombros, como si tuviera frío.
—La cuestión es que nunca fui a verla. A lo mejor no había nada que yo pudiera hacer, pero no debía haberla dejado morir sola. Es decir, ella me salvó. Ahí, en Phoenix, ella me salvó. Abusaban de mí día y noche, y ella me ayudó a escapar. La quería, Jonny. La quise de verdad en esos primeros años que pasamos juntas. Pero la dejé morir, sin más.
—No es necesario que diga que eso no es cierto, ¿no? —aseguró Stride.
Serena se encogió de hombros.
—No. Pero de todas formas es algo que siempre vuelve a mí. A estas alturas ya tendría que estar superado, muerto, no debería ser nada del otro mundo. Pero no puedo sacar a la luz sólo una parte de mí contigo, y dejar el resto desconectado.
Stride frunció el ceño.
—¿Qué puedo hacer para ayudarte?
—No estoy segura de que puedas hacer nada.
—Supongo que entonces una alternativa sería que yo también me desconectara —dijo él.
—Por supuesto. Pero eso no es lo que quiero. Sólo tengo que aprender a manejarlo. Y mantenerte cerca de mí.
—Yo no voy a ir a ninguna parte.
Serena se volvió hacia él, poco convencida.
—Sé lo que sientes por este lugar. Me preocupa que llegues a odiar la ciudad más de lo que me quieres a mí. Volverás a Minnesota, que es adonde pertenece tu corazón.
—Mi corazón te pertenece a ti.
Serena le cogió una mano y le besó las yemas de los dedos.
—Gracias por decirlo.
Pero no estaba seguro de que ella le creyera. Ni estaba seguro de creerlo él mismo.
Se disponía a abrazarla de nuevo cuando en algún lugar de la esterilla del suelo, donde estaban sus vaqueros hechos un ovillo, sonó un teléfono móvil. Serena se rió, alejando la tensión del momento, y buscó su teléfono.
Stride oyó una voz de hombre. Serena se animó.
—Eh, Jay, espera un segundo.
Cubrió rápidamente el aparato y le susurró a Stride.
—Jay Walling es un detective al que conocí en Reno. Sesenta años y hecho un figurín. Ve demasiadas películas de Sinatra. —Volvió a hablar por el teléfono—: Jay, estoy con otro detective. Voy a poner el altavoz.
Pulsó un botón y después continuó:
—Jay Walling, te presento a Jonathan Stride, y viceversa.
—¿Cómo está, Jay? —dijo Stride.
—Perfectamente, gracias. —Su voz tenía una suave elegancia—. Dime, Serena, ¿es éste el hombre con el que juegas a las casitas? ¿O por fin han arrestado a Cordy por algún delito contra la moral?
Aun en la oscuridad del coche, Stride notó cómo Serena se ruborizaba, incómoda.
—Veo que los rumores han cruzado todo el estado, Jay. Sí, Jonny y yo somos pareja; y no, las mujeres de Las Vegas aún no están a salvo de Cordy. ¿Te importa que te pregunte quién te ha hablado de nosotros?
—A decir verdad fue mi teniente —dijo Walling—. Tiene mucha relación con Sawhill.
—Realmente estupendo.
—No te ofendas, querida. Mi mujer se sentirá aliviada. Lleva esperando que alguien te cace desde que tú y yo trabajamos juntos en ese caso el año pasado.
—No hagas que suene como un sueño imposible —le soltó Serena.
—Nada de eso. Lo que pasa es que pones el listón muy alto. Detective Stride, lo felicito. Serena es una de mis personas favoritas del mundo entero, así que trátela bien o haré que lo liquiden.
Stride se rió, y Serena refunfuñó.
—Jay, si no te callas voy a tener que ser yo quien te liquide. Y ahora dime: ¿comprobaste el recibo del coche del atropello?
Walling se rió entre dientes.
—Seis donuts de crema y un Sprite. Al menos sabemos que tu delincuente no es diabético.
—Muy gracioso.
—Localicé la tienda, pero pagaron en efectivo y el propietario no recuerda nada.
—Vaya sorpresa. Es lo que me suponía. Gracias por intentarlo.
—Sí, pero hay algo más. Estaba pensando que tal vez podrías coger un avión para Reno mañana.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Porque no me gustan las coincidencias —dijo Walling—. El mismo día en que tu delincuente se pegó el chute de azúcar en Reno, mataron a una mujer en un rancho varios kilómetros al sur de aquí: alguien le rebanó el cuello.