Capítulo 7

Serena la sintió en cuanto puso el pie en el hogar de Linda Hale, en Summerlin: pena.

Estaba suspendida en el aire y se multiplicaba como un virus. Se pegaba a los muebles, se amontonaba en el fondo de la moqueta y arrojaba una pátina borrosa sobre las luces. En todas las habitaciones sonaba un leve eco de pérdida, inconfundible y desgarrador. Aún había juguetes tirados por el suelo del cuarto de estar. Un balón Wilson de tamaño infantil. Carátulas de PlayStation. Un libro de Harry Potter. Serena sabía que nadie los había recogido porque nadie podía soportar tocarlos: los dedos se te quedaban llenos de pena.

Lo peor de todo era el silencio. Se suponía que no tenía que ser una casa tranquila. Los chicos de doce años hacen ruido, gritan, suben el volumen del estéreo. Pero ya no había ningún sonido. Justo ahora podría haber aparecido una pandilla por la puerta, y Linda Hale habría sonreído.

Se sentaron alrededor de una sólida mesa de roble, en un porche en el exterior de la cocina que daba a un jardín de cactus cuidadosamente diseñado. La señora Hale sostenía una taza de café con ambas manos. Había fotos de familia, toda una colección de recuerdos de una vida, esparcidas por la mesa tras ser volcadas de una caja de zapatos.

—Hemos encontrado el coche implicado en el atropello —le explicó Serena.

La señora Hale asintió, pero sin reaccionar. Tenía la mirada fija en las fotografías, y sus ojos brillantes saltaban de una en otra.

Igual que Serena, estaba a la mitad de la treintena. Llevaba el pelo rubio cortado en una melena corta, un peinado funcional para una madre que se pasa el día en casa, directamente de la ducha al entreno de fútbol de Peter. No necesitaba mucho maquillaje, aunque llevaba pendientes de plata y una fina cadena, también de plata, alrededor del cuello. Vestía una elegante camisa Kuhlman con los puños doblados hacia atrás.

—Su marido trabaja como ejecutivo en Harrah’s, ¿no es así? —preguntó Serena.

—Sí —contestó ella suavemente.

Aún tenía la mente en las fotos. En el pasado.

Era una casa grande para una familia de tres miembros. Linda Hale la tenía muy bien arreglada: visitas frecuentes a Pottery Barn[13], cada adornito de porcelana cuidadosamente dispuesto y limpio… Orden y precisión. Seguramente debía de tener problemas para que Peter recogiera sus cosas. En una época eso debió de volverla loca.

Serena observó las fotos, que se remontaban a varias décadas. Cogió una y contempló los ojos radiantes de un niño pequeño. Estaba en la playa.

Linde Hale se animó.

—Eso es Cocoa, en la costa este de Florida. Hace cinco años llevamos a Peter con mi madre a Orlando. —Deslizó otra foto delante de Serena—. Aquí está con Mickey. Al principio se asustó mucho, pero luego le dio un abrazo muy fuerte.

Más imágenes. Peter en una bici con rueditas, con su padre al lado. Con el equipo de entreno. La madre de Linda —debía de serlo, pues el parecido era asombroso— frotando su nariz con la de su nieto en Navidades. Marido y mujer en la habitación de un hospital, y Linda, con aspecto cansado, sosteniendo a su nuevo bebé.

—A Peter se le ve feliz —le comentó Serena.

Era por decir algo.

—Mucho.

—Y usted se parece mucho a su madre —añadió, aunque odiaba hablar por hablar, especialmente con una madre que había perdido a su hijo.

—Ya lo sé, todo el mundo me lo dice. Pero yo no tengo su clase. Ella tiene una belleza de artista, igual que usted.

—Tal vez la tuve hace una década —dijo Serena, sonriendo.

—No, no. La tiene, por supuesto que sí. Igual que mamá. Yo, en cambio, sólo me hago más vieja.

Rebuscó entre la pila y encontró una octavilla entre las fotos familiares. Era un folleto publicitario en blanco y negro de una bailarina con el traje completo, de seda y lentejuelas. La chica de la imagen, que parecía tener unos veinte años, era clavada a Linda Hale.

—¿Ve? Cuarenta años después, mi madre aún puede tener al hombre que quiera. —Se rió—. Y normalmente quiere a alguno.

—¿Está vivo su padre?

Se encogió de hombros.

—Oh, sí, en alguna parte. Mamá ya va por el cuarto; el número uno fue hace muchos años. Mi segundo padrastro fue lo más parecido a un padre que he tenido. Es uno de los motivos por los que mi marido y yo nos esforzamos por darle a Peter una educación normal. Y por lo que yo me quedé en casa para estar con él.

Bebió un sorbo de café y dejó la taza en un posavasos de madera. Volvía a estar distante. Haciéndose preguntas, pensó Serena. Hablando con Dios. Por qué nosotros, si hicimos todo lo correcto. Nos sacrificamos.

—¿Dice que han encontrado el coche? —preguntó Linda. Serena observó cómo cambiaban sus emociones. La desesperación se transformó en ira y su mandíbula se volvió más dura—. ¿Significa eso que saben quién lo hizo?

—No es tan sencillo.

—No lo entiendo —replicó ella.

—El propietario del coche no lo estaba conduciendo a la hora en que murió Peter. Tiene una coartada. Alguien le robó el vehículo y luego lo abandonó después del accidente.

—¿Y eso qué quiere decir?

Serena se explicó.

—Una posibilidad es que atropellasen a Peter cuando el conductor del vehículo huía de alguna parte o se dirigía a algún sitio a toda prisa. Otra es que nos estemos enfrentando a un psicópata que salió a matar a alguien, y Peter se encontró en el lugar equivocado en el momento equivocado. Y la última… en fin, la última es que Peter fuese el objetivo. Que alguien lo matara deliberadamente.

—¡Pero eso es una locura! Se trata de un niño.

Serena asintió.

—Lo sé. Tenemos que considerar la posibilidad de que alguien quisiera hacerles daño a ustedes; por eso quería preguntarle si es posible que alguno de los dos tenga enemigos.

—¿Enemigos que quisieran matar a nuestro hijo? —Sacudió la cabeza—. Ni remotamente.

—Sé que cuesta creerlo, pero en Texas, una madre contrató a un asesino a sueldo para acabar con el grupo de animadoras de su hija. La gente es capaz de cualquier cosa. Por eso sería de gran ayuda que me hablara de la menor discusión, incluso las que a usted puedan haberle parecido triviales.

Linda se recostó en su silla. Dejó caer las manos a los costados.

—Es demasiado descabellado.

—Sé que lo parece. Pero si hay cualquier cosa…

—Es que es eso, no hay nada. Somos una familia corriente de clase media. Nos ocupamos de nuestros asuntos. No llamamos la atención. Mi marido es contable, por el amor de Dios.

—¿No ha recibido llamadas extrañas últimamente? ¿O amenazas?

—En absoluto. Esto no es como en los viejos tiempos; ahora todo son sociedades anónimas. Si un ejecutivo de un casino recoge una moneda del suelo, queda registrado en algún lugar del informe financiero. Todo está a la vista.

—¿Qué me dice del aspecto personal? —preguntó Serena—. Por favor, no se lo tome a mal, pero tengo que preguntarlo: ¿algún problema con las drogas o con el dinero?

—Lo siento, pero no llevo una doble vida. Lo que ve es lo que hay. Y lo mismo con mi marido.

—¿Son ustedes felices? ¿No han tenido problemas sexuales? ¿Aventuras o algo así?

Linda puso una mueca.

—Una vez a la semana el viernes por la noche es suficiente para los dos. Espero que no quiera conocer nuestra postura preferida.

—Lo siento —dijo Serena—. Sé que esto es muy indiscreto.

—Es que no veo cómo nuestra vida sexual puede ayudarle a descubrir quién mató a Peter. —Su voz sonó más áspera.

—Comprendo su impaciencia, pero se trata de un atropello muy inusual: en la mayoría de estos accidentes se ven implicadas personas del lugar, personas que iban bebidas. Están asustadas y huyen de la escena del crimen. Normalmente, al cabo de unos días un amigo o familiar los entrega, o la culpa puede con ellos y se presentan voluntariamente. No hay móvil ni intención. Pero lo que le ocurrió a Peter ya no parece un accidente.

—Me doy cuenta, pero no puedo ayudarla —insistió Linda—. No guardamos esqueletos en el armario. Se lo diría de ser así.

Serena la miró a los ojos. No había nada sospechoso en su mirada.

—¿Tiene alguna conexión con Reno? ¿Lo ha visitado recientemente?

—¿Reno? Hace años que no voy. Aquí está lleno de casinos, si quisiera meter una moneda en las tragaperras. ¿Por qué?

—Pensamos que quien lo hizo estuvo en Reno hace unas semanas. Encontramos un recibo en el coche. Tal vez haya alguna relación. ¿Tiene amigos o parientes allí?

—No, lo siento.

Serena asintió.

—Si se le ocurre algo o si sucede algo inusual, espero que me lo haga saber.

—Por supuesto que lo haré. Pero creo que se equivoca: no veo por qué nadie querría perjudicar a nuestra familia a propósito.

—Eso es lo que me da miedo —reconoció Serena.

—¿Por qué?

—Porque significa que tal vez no encontremos a esa persona antes de que mate a alguien más.