Serena se dio cuenta de que Cordy estaba deprimido. Cuando le recogió en su apartamento en el norte de Las Vegas, tenía una expresión de perro apaleado, como un niño obligado a permanecer de cara a la pared. Mientras conducían de vuelta hacia el sur a través de las calles de la ciudad, miraba por la ventana con amargura y sin decir palabra. Hasta su pelo tenía un mal día. Normalmente lo llevaba engominado hacia atrás como la melena de un león negro azabache, pero esa mañana algunas matas salían disparadas en los lugares más curiosos, como la hierba que crece entre las grietas de las aceras. No era en absoluto el estilo de Cordy.
—¿Se puede saber qué te pasa? —preguntó Serena mientras esperaban ante un semáforo en rojo.
Casi no había tráfico en Cheyenne y Jones. Se encontraban en la corta franja de horas muertas en que el gentío de la noche por fin se ha ido a la cama, y todos los demás empiezan a despertarse perezosamente.
Cordy emitió un largo y dramático suspiro.
—Lav y yo —dijo—. Ya es historia.
Lavender era una preciosa bailarina negra de striptease que le sacaba a Cordy quince centímetros como mínimo. Durante la época en que Serena y Cordy habían sido compañeros, éste había cambiado de novia como de camisa, saltando de una a otra, y todas ellas eran menudas, rubias y jóvenes. Lavender era distinta, y cuando empezaron a salir Serena pensó que tal vez Cordy hubiera encontrado por fin a su media naranja.
—¿Qué ha ocurrido? —quiso saber Serena.
Cordy bajó la ventanilla del Mustang de su compañera y escupió. Luego maldijo en español.
—¿Tú qué crees, mami? La he jodido. Me follé a una amiga suya y Lav lo ha descubierto.
—Mierda, eres un estúpido.
—La culpa es de esta condenada ciudad —le explicó Cordy, irritado—. Toda esta jodida carne. Quiero decir que si metes a un tío como yo en una habitación llena de chiles dulces, tarde o temprano va a dar un mordisco.
—Sólo que ahora, el que se queda sin comer eres tú.
Dejó a Cordy sufrir en silencio mientras doblaban por Jones. Quería decirle que el verdadero problema era que escuchaba a su polla en lugar de a su cerebro. Aunque no estaba completamente equivocado respecto a Las Vegas, y ella lo sabía. No podías poner tantos vicios en un mismo lugar y esperar que la gente no se viera tentada a cruzar la línea.
Serena había pasado más de dos décadas en Las Vegas, incluidos sus diez años de trabajo para la Metro. El cuerpo estaba lleno de ex bailarinas, y la mayoría de la gente daba por hecho que Serena era una de ellas, debido a su físico esbelto. Sin embargo, en su primera época Serena había vivido un aspecto mucho menos glamouroso de la ciudad, tras llegar en plena madrugada desde Phoenix con su amiga Deidre a los dieciséis años de edad.
Había unos mil caminos que llevaban a la ruina para las chicas jóvenes que llegaban a Las Vegas: striptease, prostitución, juego, bebida, robos, peleas, drogas, películas porno o simplemente aterrizar en la cama del hombre equivocado. Todos ellos conducían al mismo final, convirtiendo a bonitas flores en deshechos que flotaban entre las verdes algas de un pantano.
Como Deidre. Su mejor amiga, su salvadora, la chica a la que le debía la vida, la chica que decía que necesitaba a Serena más que a nada en el mundo. Muerta.
A veces, Serena se asombraba de no haber muerto ella también. Había optado por un trabajo de oficina en un casino cuando podría haber ganado diez veces más en cualquier club, teniendo en cuenta su físico. Había seguido estudiando, primero para sacarse el graduado escolar y luego, trabajando por las noches y los fines de semana, para estudiar derecho criminal en la Universidad de Las Vegas. Tardó diez años en conseguirlo. Al morir Deidre, la culpabilidad sumió a Serena en un letargo alcohólico que le costó dos años de su vida y prácticamente todo aquello por lo que había luchado.
Finalmente, volvió a ponerse en pie, hizo una cura de desintoxicación y regresó al campus.
No tenía muy claro de dónde había salido aquella determinación. Tal vez fuera que, al escaparse de Phoenix junto con Deidre, se había prometido a sí misma que aquello por lo que había pasado en su casa no destrozaría el resto de su vida.
Pero Cordy tenía razón. Las Vegas no te lo ponía fácil.
—Puedo hacerte reír —le dijo Serena.
—Ni hablar. Estoy de luto. Visto de negro.
Serena lo miró. Llevaba una camisa de seda negra con dos botones sin abrochar, pantalones de vestir estrechos y negros y zapatos de piel de gamuza. Pero aquello no tenía nada que ver con Lavender. Cordy era una criatura de diseño, un modelo pequeño pero muy logrado. A Serena le gustaba vestir informal, sin florituras, con vaqueros, camisetas y botas desgastadas de cowboy la mayoría de los días.
Cuando se arreglaba, sabía que era capaz de sacar los ojos de las órbitas a los hombres. Se acordaba de cuando conoció a Stride, en el aeropuerto de Duluth, cuando ella voló hasta allí como parte de la investigación del asesinato de una chica en Las Vegas. Por un antojo, se había puesto uno de sus conjuntos más potentes: pantalones de piel azul celeste, cinturón plateado, camiseta con el estómago al aire y gabardina negra de piel. Era la única vez que vio a Jonny quedarse sin habla.
—Veinte pavos —dijo Serena.
—Los veo. Hoy no voy a reírme.
—Sawhill ha sacado a Jonny a la calle con Amanda —le explicó.
Cordy se rió a pesar de sí mismo.
—¡Oh, mami! ¿Amanda? Sus pechos son más grandes que los tuyos, ¿sabes?
—Tengo noticias para ti, Cordy: su paquete también es más grande que el tuyo. O eso he oído.
—Se me ponen los pelos de punta sólo de pensarlo —y añadió—: Oye, ¿sabes por qué el novio de Amanda se pasa el día tirado en el sofá?
—Temo preguntarlo.
—¡Porque le gusta «encender» a la tele!
Cordy se rió hasta resoplar.
Serena sacudió la cabeza.
—Guarda esa porquería entre nosotros, muchacho. Parece ser que a Jonny le cae bien. Y ya me estás dando los veinte pavos.
—Oh-oh… Hablando de eso, se está haciendo una porra sobre Stride. La mayoría piensa que se estrellará y se quemará en un par de meses.
—Jonny es tan fuerte como ellos —dijo Serena.
—Sí, pero esto es Las Vegas.
Serena optó por no discutir. No porque pensara que Cordy tenía razón, sino porque se le ocurrían mil razones por las que Stride podía largarse, y ninguna de ellas tenía nada que ver con el trabajo.
—Supongo que también habrá una porra sobre mí —dijo—. Sobre si Jonny y yo aguantaremos.
—Las apuestas a tu favor son casi tan grandes como Keno[9] —le contestó Cordy—. Muchos tíos aún piensan que eres Barbed Wire[10].
Serena se estremeció; las palabras de Cordy le habían tocado la fibra. En el cuerpo tenía fama —y bien merecida— de belleza fría, inteligente e inaccesible. Barbed Wire. Ella era la chica que hacía doblegar a los hombres, ensartando egos con sus agudos comentarios y levantando un muro infranqueable alrededor de sus emociones. Un envoltorio muy sexy que nadie parecía capaz de desenvolver.
En lo que a Serena respectaba, estaba bien así. Nunca había confiado en los hombres. En Phoenix, mientras su madre caía en la adicción a la cocaína, su padre desapareció de la ciudad, dejando que su hija acompañara a su mujer en el abismo. Acabaron viviendo en un apartamento cerca del aeropuerto con un camello medio indio llamado Perro Azul. La mayor parte del tiempo, la madre estaba en deuda con él a causa de las drogas. Serena se convirtió en la moneda de cambio.
No le gustaba pensar en aquella época. La mejor defensa era simular que no había existido. Como la caja de Pandora: mejor mantener la tapa cerrada y no ver lo que contenía, porque no había vuelta atrás. Y así es como se convirtió en un libro cerrado para cualquiera que pretendiera acercarse a ella. A los treinta y seis años, nunca había tenido una relación seria, y en realidad nunca lo había echado de menos, nunca lo había deseado de verdad.
Hasta que apareció Jonny.
Ni ella sabía cómo había conseguido Stride derribar sus muros con tanta facilidad. Tal vez porque era muy distinto a los hombres de Las Vegas; no era un charlatán que se ponía la máscara que él creía que querías ver. Él mismo era un confuso lodazal de emociones, igual que Serena, del que no se podía ver el fondo. Y esa profundidad la atrajo de inmediato. Cuando él le permitió atravesar sus propios muros, hablándole de la pérdida de su primera esposa debido a un cáncer, a Serena se le partió el corazón en pedazos. Apenas se conocían el uno al otro, y sin embargo supo que él se había enamorado, de un modo auténtico, intenso. Y entonces también se enamoró ella.
Pero una cosa era hacer el amor en una playa de Minnesota a media noche; eso era una fantasía. Pero esto, aquí, era la vida real. Esto era el día a día.
La caja de Pandora estaba abierta, y no le gustaba lo que veía. Espectros del pasado que salían revoloteando y la acechaban en la oscuridad. Se enorgullecía de ser dura como un clavo, pero últimamente, en ocasiones volvía a sentirse como una adolescente asustada. Asustada por el amor, por el sexo, por el futuro… Estaba más confusa de lo que lo había estado en años.
A Jonny sólo le había contado retazos sueltos sobre su pasado y sobre lo que le estaba ocurriendo ahora. En parte, estaba acostumbrada a confiar en sí misma y enfrentarse ella sola a sus problemas; no deseaba ayuda. Y en parte no quería espantarlo mostrándole que no era sólida hasta la médula, que su armadura había sido perforada.
Además, sabía que también él estaba esforzándose por intentar hallar su camino. Sin hogar. Era lo máximo que había conseguido decirle: que se sentía sin hogar. Serena entendía esa sensación de verse desplazado de la única vida conocida, pero oírle hablar de ese modo disparaba toda clase de alarmas en su cabeza. Como si un día, Jonny pudiera decidir que su hogar estaba en alguna otra parte, lejos de Las Vegas y lejos de ella.
Serena entró en un aparcamiento al aire libre en el lado norte del centro comercial Meadows. Éste era su centro, a sólo escasos kilómetros de su casa; llevaba años deteniéndose aquí. No había esculturas ni acuarios gigantes, como en el Caesars. No había tiendas donde se aprovisionaran famosos que desembolsaban cien mil dólares por visita. Sólo estaban Macy’s y Foot Locker y Radio Shack, esas tiendas corrientes donde compraba la gente corriente. A Serena le encantaba, porque el centro entero parecía normal, como si pudiera haber estado en cualquier otro suburbio de cualquier otra ciudad. No había en él nada de Las Vegas.
A las cinco de la mañana, el aparcamiento era una vasta y vacía extensión de pavimento, donde sólo un puñado de coches solitarios se encontraban dispersos como chinchetas en un mapa. Las farolas aún estaban encendidas, y derramaban pálidos círculos de luz en el suelo. Pero la aurora estaba cerca. A medio camino del aparcamiento les estaba esperando un coche patrulla. Sus faros estaban encendidos y el motor en marcha. Al colocarse a su lado, Serena vio que el agente que iba al volante tenía la ventanilla bajada y el brazo colgando por fuera, y que entre sus dedos ardía un cigarrillo. El coche que habían venido a ver se encontraba aparcado a menos de veinte metros: un Pontiac Aztek de color azul oscuro.
Al verles, el policía salió del vehículo y después volvió a entrar para apagar el cigarrillo. Era alto y desgarbado, y el uniforme le venía ancho de hombros. Llevaba el pelo rubio como si su madre aún lo sentara en una silla y se lo cortara con un cuenco encima de la cabeza. Se quedó tocándose la barbilla como si tuviera un grano pertinaz. Serena no creía que tuviera más de veinte años, y se dio cuenta de que estaba terriblemente serio y nervioso.
Ella salió de su Mustang.
—Buenos días, agente —dijo—. Nos ha hecho madrugar mucho.
—Sí, señora —le contestó él, con un acento gangoso de Texas—. Lo sé y lo siento mucho. Soy el agente Tom Crawford, señora.
Serena se presentó a sí misma y a Cordy; a Crawford sólo le faltó hacer una reverencia.
—¿Cuánto tiempo llevas en el cuerpo, Tom? —le preguntó Serena.
—Oh, cerca de un mes, calculo.
Simulando frotarse el ojo, Cordy le lanzó una mirada a Serena y musitó:
—Mierda.
Ella sacudió la cabeza y suspiró. Novatos.
—Bien, Tom, aquí tienes un coche azul. Tenemos un testigo que creyó ver un coche azul dándose a la fuga después de atropellar al chico. Pero eso fue en Summerlin, que está a varios kilómetros de aquí, y varios peldaños por encima en el nivel de vida.
Crawford asintió, sin dejar de rascarse la barbilla.
—Sí, señora, leí el informe del incidente con ese chico, Pete Hale, y el atropello en Summerlin. Algo terrible. Lo leí palabra por palabra, y llevo toda la semana con los ojos bien abiertos buscando un coche azul. Mire, esta noche hemos recibido una llamada de la empresa de seguridad que vigila este aparcamiento, informándonos de que este coche ha estado estacionado aquí, sin que nadie lo tocara, una semana como poco. Sospechan que está abandonado. Pensaban llamar a la grúa, pero antes querían saber si queríamos echarle un vistazo primero. El supervisor de noche ha pensado que había que retirarlo y ya está, pero he oído que era azul, ¿sabe? Y estamos a un zumbido de Summerlin bajando recto por la carretera. Y ese accidente fue hace alrededor de una semana. Así que he pensado que valía la pena registrarlo.
—¿La empresa de seguridad ha tardado una semana en llamar? —preguntó Serena, sacudiendo la cabeza.
—Sí, señora, eso me temo. Hacen muchos turnos, según tengo entendido, y el tipo que hacía la ronda esta noche no había pisado el aparcamiento desde el fin de semana anterior.
—Vamos —le dijo Serena, bostezando y esperando que no la hubieran sacado de la cama en vano.
—Bueno, al llegar aquí, lo primero que he hecho ha sido revisar la parte frontal del coche, y estoy bastante seguro… Bueno, deje que se lo enseñe.
Con zancadas irregulares, el agente Crawford los guió hasta el frontal del Aztek y utilizó la gran linterna de acero de su cinturón para iluminar el coche. Serena contuvo el aliento. Justo en el centro, el capó estaba doblado y la rejilla tenía una marca. El parachoques estaba partido y la placa de la matrícula retorcida, como a medio camino de convertirse en un avión de papel.
Crawford se puso de rodillas.
—Si mira muy de cerca, podrá ver fibras pegadas en la rejilla. Y también hay algo más, que podría ser piel y sangre.
Serena había visto cadáveres a medio devorar en el desierto sin que se le revolviera el estómago. Pero había algo en el estropicio de ese coche —en realidad no era gran cosa para lo que había hecho— que le dejó la boca con sabor a bilis.
—Buen trabajo, Tom —le dijo Serena con gravedad.
Cordy guardaba silencio, pero su piel de cobre palideció. Pateó el suelo con la punta del zapato, y enterró las manos en los bolsillos. Sólo Crawford se mostraba impasible y hasta entusiasmado ante lo que había descubierto; pero era joven, y aquello era un acontecimiento, la clase de historia que contaría a los demás novatos al año siguiente. Él no había estado en esa calle de Summerlin el viernes pasado para ver el cuerpo destrozado de Pete Hale, con un charco de sangre debajo de la cabeza. Ni para oír el llanto de su madre. O para ver el dolor apagado y ausente en la mirada de su padre.
Era un barrio de clase media alta, de aquéllos en que ambos padres tenían buenos trabajos y los chicos de doce años estaban solos en casa al volver en autobús de la escuela, y pasaban el rato viendo la tele o jugando en la videoconsola. Linda y Carter Hale se consideraban afortunados. Linda Hale no trabajaba. Peter tenía a alguien que le abría la puerta después del colegio. El chaval había estado jugando afuera, en el camino de entrada, lanzando una pelota de tenis contra la puerta y cogiéndola con su guante, cuando Linda Hale oyó el batacazo penetrar en su cocina. Y lo supo, de la forma en que cualquier madre sabe que ha ocurrido una catástrofe. Encontró a Pete fuera, medio en la acera y medio en la calzada. Sin nadie alrededor. Sin testigos. Lo más que hallaron fue a una asistenta tres manzanas más allá que había visto de reojo un coche azul atravesando el vecindario a la carrera, hacia la hora del accidente. El laboratorio estaba investigando las huellas para averiguar el modelo por la pintura azul y los trozos de rejilla. Pero Serena sabía que ahora ya no importaba. Era un Aztek. Era ese coche.
—¿Has registrado el interior? —preguntó Serena.
—No, señora, claro que no —le aseguró Crawford—. El coche estaba cerrado, y de todos modos no sería procedente. No he tocado nada.
—¿Y comprobar la matrícula?
—Bueno, eso sí que lo he hecho. Sí, señora. El coche está registrado a nombre de Lawrence Busby. Sin antecedentes. Treinta y cuatro años, afroamericano, dos metros, ciento diez kilos. O eso es lo que dice su permiso de conducir. El señor Busby denunció el robo de su coche a las ocho treinta del pasado viernes por la noche.
—Varias horas después del accidente —dijo Serena—. Muy oportuno, ¿no?
Crawford le dedicó una tímida sonrisa de chico de campo.
—Eso mismo he pensado yo. Un poco demasiado oportuno. Por eso le he ofrecido al señor Busby traerle gratis hasta aquí para que recoja su vehículo.
—¿Que has hecho qué? —preguntó Cordy.
—He conseguido que el supervisor le envíe un coche patrulla al señor Busby, en Bonanza. Ya saben, por si decidía irse corriendo como un perro de la pradera. Luego le he llamado. Le he explicado que habíamos encontrado su coche y que estaríamos encantados de traerle. Estará al caer.
—Eres un texano muy espabilado, agente Crawford —le dijo Serena.
—Gracias, señora. Es lo que me dice mi madre. Mi mujer ya no está tan segura.
—¿Cómo sonaba Busby al teléfono?
—Bueno, lo primero que ha preguntado es si había algún desperfecto —dijo Crawford—. Supongo que es natural, pero me ha parecido interesante. Le he contestado que no había nada que no pudiera arreglar un buen taller.
Serena pensó en ello, intentando ponerse en el lugar de Busby. Acaba de matar a un niño. Está asustado por si alguien ha visto el coche, o por si ha dejado alguna prueba en la escena que pueda conducirles a la puerta de su casa. Otro delincuente que ve demasiado CSI. Así que se deshace del coche en el centro comercial, vuelve a casa en autobús y denuncia que se lo han robado. Con un poco de suerte, nadie lo relacionará nunca con el accidente. Y si lo hacen, ya le ha echado la culpa a otro.
Pero algo le olía mal. El barrio de Summerlin donde vivían los Hale era blanco como las azucenas, y supuso que un hombre negro de la envergadura de Lawrence Busby habría llamado la atención. Tampoco podía entender por qué Busby, que vivía a unos tres kilómetros del centro, podía estar conduciendo a toda velocidad por un barrio residencial en el extremo oeste de la ciudad.
—Ábrenos el coche, ¿quieres, Crawford? —le pidió Serena—. Me gustaría echar un vistazo antes de que llegue Busby.
—¿No necesitamos una orden para eso?
Serena se encogió de hombros.
—Es un vehículo robado, según el señor Busby. Necesitamos buscar pruebas para saber quién lo robó.
Crawford abrió el maletero de su coche patrulla, sacó un alambre rígido y delgado con un bucle en un extremo y abrió la cerradura de la puerta del conductor del Aztek en cuestión de segundos. Con cuidado, para no estropear ninguna huella, abrió la portezuela cautelosamente.
Serena miró dentro y luego se deslizó detrás del volante. Observó a su alrededor. Busby había limpiado a conciencia; el interior estaba inmaculado, limpiado con aspiradora, sin papeles ni desperdicios. Con la punta de un bolígrafo abrió la guantera, pero dentro sólo encontró el manual del usuario. Abrió el cenicero. Estaba por estrenar.
Oyó que se abría la puerta de atrás.
—¿Hay algo ahí delante? —preguntó Cordy.
—Nada.
—Comprobaré debajo de los asientos.
Serena vio la luz de una linterna deslizándose como un reflector por el suelo. Cordy silbó.
—Ven con papá —dijo—. He encontrado un trozo de papel. Parece un recibo.
Serena salió del coche y observó cómo Cordy maniobraba con el brazo por debajo del asiento. Unos segundos después emergió triunfante, sosteniendo un pedacito blanco de un centímetro por uno y medio entre las pequeñas fauces de unas pinzas. Enfocó el papelito con la linterna, y Serena se inclinó con él para verlo mejor.
El recibo era de una tienda de comida rápida de algún lugar cerca de Reno, más de seiscientos kilómetros al norte. Seis donuts de crema y un Sprite a las ocho de la mañana. Desayuno para campeones. La fecha del recibo era de más de dos semanas antes del accidente.
—Creo que ahí viene el señor Busby —dijo Crawford, mientras un segundo coche patrulla entraba silenciosamente en el aparcamiento.
Cuando el vehículo se aproximó, Serena vio lo que parecía un oso pardo en el asiento del copiloto. Lawrence Busby debía de pesar más de doscientos kilos. Tenía un rostro con forma de luna, el cabello negro aplastado encima del cráneo y unos carrillos que le colgaban como a un sabueso. Serena vio cierto brillo en el rostro de ébano del hombre. Estaba sudando.
—Apuesto a que sus pechos son más grandes que los tuyos —dijo Cordy, guiñando un ojo.
Serena reprimió una sonrisa. Vio a Busby buscar la manecilla de la puerta, y ella alzó la mano como un guardia urbano parando el tráfico en plena circulación. La mujer policía del interior del coche le habló con aspereza a Busby, y Serena vio que se le agrandaba el blanco de los ojos. El hombre volvió a colocar las manos sobre su regazo. Ahora, además de sudar, estaba asustado.
Cordy le hizo una seña con el dedo a la policía del coche patrulla, que salió y se reunió con ellos. Serena se acercó al coche y se instaló en el asiento del conductor. Dejando la puerta abierta, pulsó un botón para bajar la ventanilla del copiloto. Cordy se aproximó por ese lado y apoyó los codos en la puerta.
El coche apestaba. Busby llevaba una camiseta gigantesca de los Running Rebels[11], cuyas manchas de humedad en los sobacos y debajo del cuello olían. Sus piernas, como troncos de árbol, emergían de unos shorts blancos. Moviéndose con nerviosismo, echó un gas y luego masculló una disculpa. Sus ojos saltaban sin parar de Cordy a Serena.
—Señor Busby —comenzó Serena—, ¿es ése su coche?
Busby asintió. Se le movía el mentón.
—¿Cuánto hace que lo tiene?
—Unos dos meses —farfulló Busby.
Para ser un hombre tan grande, su voz era tan delicada que Serena tuvo que esforzarse para oírle.
Cordy asomó la cabeza por la ventana.
—¿Cabes en ese coche, tío? Yo nunca hubiera dicho que cabrías. ¿Qué haces? ¿Te metes ahí con esa barriga que tienes?
Busby tenía aspecto de estar a punto de llorar.
—Ya basta, Cordy —lo cortó Serena—. ¿A qué se dedica, señor Busby?
—Soy cocinero en el Lady Luck, en el centro.
—¡Cocinero! —exclamó Cordy—. ¿Nunca os preguntáis por qué los clientes parecen hambrientos mientras vosotros siempre mostráis una gran sonrisa en la cara?
Busby negó dócilmente con la cabeza.
—Yo no escatimo nada.
—¿Tiene algún otro empleo? —le preguntó Serena—. ¿Algo que le dé un poco de dinero extra?
—No, llevo cinco años a tiempo completo en el Lady Luck.
—¿Ha estado alguna vez en Summerlin?
—¿Esa zona rica del oeste? Creo que no. No tengo por qué.
—¿No fue allí la tarde del viernes pasado? —continuó Serena.
—No. Ya le he dicho que nunca he estado allí. —Se secó la frente con una mano del tamaño de un balón de fútbol—. ¿De qué va todo esto?
—Esto va del chico al que mataste, saco de mierda —le dijo Cordy.
Busby sacudió la cabeza con furia. Sus ojos se volvieron aún más grandes y blancos.
—Yo no he matado nunca a nadie.
—Atropellaste a un niño —insistió Cordy—. Y luego saliste corriendo como un vulgar conejo, no tuviste cojones para decirle a su madre lo que habías hecho.
—Está loco —murmuró Busby. Se volvió hacia Serena—. Este hombre está loco. Yo no hice eso. Ni hablar.
—¿Quiere explicarnos cómo le robaron el coche? —preguntó Serena con frialdad.
—Lo dejé en el aparcamiento de la calle Fremont, en el centro, el viernes pasado. Cuando volví, ya no estaba y lo denuncié. Eso es lo que pasó.
—¿Eso fue hacia las ocho treinta de la tarde?
—Creo que sí —contestó Busby—. Debía de ser hacia esa hora.
—¿Y qué estaba haciendo en el centro? —quiso saber Serena—. ¿Jugar a las tragaperras?
—No estaba jugando, sino trabajando —dijo Busby—. Como ya le he explicado, cocino salchichas y huevos en el Lady Luck.
—¿Cuándo entró a trabajar? —preguntó Serena.
No le gustaba adónde estaba yendo todo aquello.
—Hacia mediodía, como siempre.
—¿Quiere decir que aparcó el coche en la rampa de Fremont antes del mediodía? —repitió, sólo para asegurarse.
—Claro. Es lo que hago cada día. Es lo que estoy diciendo.
Serena cerró los ojos al sentir malestar de nuevo. Esta vez era porque sabía que se equivocaban: aquel hombre tenía una coartada. Pensó en Cordy burlándose de su barriga y entonces recordó también la estrechez del Aztek cuando ella se había metido dentro para registrarlo. Frío, frío.
—¿Trabaja alguien con usted? —preguntó Serena.
Sabía que estaba malgastando saliva. Él no era el tipo.
—Pues sí, hay un puñado de cocineros y camareros que entran y salen durante todo el día.
—¿Se tomó algún descanso? ¿Paró para comer por la tarde?
Se estaba aferrando a un clavo ardiendo, y lo sabía.
—No, no tengo pausa para comer. Hago todo el turno de un tirón.
Serena no pudo evitar sonreír. Miró de reojo el cuerpo de cachalote de aquel hombre.
—Vamos, señor Busby. ¿No hace una pausa para comer? ¿Usted?
Busby sonrió también, por primera vez.
—Lo que pasa es que estoy intentando adelgazar. Y… en fin, no negaré que en el trabajo pico algo de vez en cuando.
Serena suspiró.
—Ahora cuéntenos qué pasó con su coche.
—No hay mucho que decir. Salí del trabajo a la hora de siempre y volví al aparcamiento. El coche no estaba. Siempre lo dejo en la misma plaza, así que no podía haberlo perdido. Simplemente, no estaba allí.
—¿Algún pariente suyo tienes llaves del coche?
—No se puede decir que tenga muchos parientes —dijo Busby—. Mi madre murió y mi padre está en una residencia. Y nadie ha querido casarse conmigo con este aspecto.
Serena asintió. Ahora se sentía como una basura por haber puesto a ese pobre hombre contra las cuerdas. Una vida triste y solitaria, y lo único que se le ocurría a ella era espolvorear un poco más de miedo y de dolor. Y ahora iba a decirle que no podía llevarse su coche esa misma noche.
Le hizo una seña a Cordy y ambos se apartaron del coche. Cordy se llevó un chicle a la boca y se puso a mascarlo ruidosamente.
—No lo hizo él, ¿verdad?
—No.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Cordy.
Serena se paró a reflexionar. Y cuanto más lo hacía, menos le gustaban las implicaciones de lo que habían encontrado. Ya no parecía un accidente; parecía algo mucho peor.
—Alguien roba un coche en el centro y resulta que luego se ve envuelto en un atropello mortal en un barrio de las afueras esa misma tarde.
—Mató al chico deliberadamente —concluyó Cordy.
—Te aseguro que es lo que parece.
Serena se acordó del recibo de los donuts de crema. Regresó al coche patrulla, donde Busby permanecía a la espera, y se asomó al interior.
—¿Viajó a Reno el mes pasado, señor Busby?
Éste frunció el ceño.
—No, no viajé a Reno. Nunca he estado allí.