Capítulo 4

Cuando Amanda y Stride montaron en el Bronco de éste, a él le sonó el teléfono móvil que llevaba en el bolsillo del blazer. No hacía mucho que había cambiado el tono de llamada del Chattahooche de Alan Jackson por Restless, de Sara Evans, aunque no era lo mismo sin la increíble voz de Sara. Pero había algo en esa canción que a Stride le tocaba la fibra solitaria cada vez que la oía. Hablaba del hogar, y en los últimos meses su sentido del hogar, del lugar al que pertenecía, lo había abandonado.

Abrió la tapa del móvil y oyó la voz de Serena.

—Seguro que echabas de menos el glamour de este trabajo —le dijo.

Stride se había arrastrado fuera de la cama, malhumorado, a la una de la madrugada.

Se sintió más relajado. Estaba tan enamorado de ella que lo notaba físicamente, en lo más hondo de sus entrañas, aunque no entendía cómo podían sobrevivir los dos juntos en aquella ciudad. O cómo podía sobrevivir él. Ella era su oasis, un sueño al que podía aferrarse un hombre perdido en el desierto.

—Sí, echaba de menos salir con las criaturas de la noche —dijo Stride—. Creo que Sawhill ha disfrutado haciéndomelo recordar.

—Oye, Jonny, fuiste tú quien quiso volver a entrar en el juego —le provocó Serena—. Yo te aconsejé que te quedaras en casa y fueras mi mantenido.

Stride se rió: ella tenía razón. Cuando dejó el cuerpo en Duluth y se trasladó a Las Vegas en pos de Serena, estaba como en esa canción de Sara Evans: inquieto[6]. Toda su vida había transcurrido en Minnesota: su primera mujer, el precioso amor de su infancia, ya fallecida; su segunda esposa, de la que se había divorciado recientemente; Maggie, su compañera y su amiga más cercana; y todo ese frío, y los vastos espacios del norte lejano: el gran lago, las extensiones inacabables de abedules y pinos… Su hogar.

Pero después del último caso de asesinato que investigó —el mismo en el que conoció a Serena—, sus raíces habían quedado desenterradas. Se había pasado los dos últimos meses en Las Vegas sin nada que hacer, con la necesidad de volver a trabajar de nuevo. Había pensado en sacarse una licencia de investigador privado, pero no lograba imaginarse a sí mismo escondiéndose entre los matorrales del desierto para espiar a esposas adúlteras. Y entonces, tras un giro de la rueda de una máquina tragaperras, un detective de homicidios de Las Vegas había dejado su empleo con una fortuna en el bolsillo. De repente, Stride volvía a estar dentro.

—¿Alguna queja? —preguntó Serena—. ¿Preferirías haberte quedado en la cama? ¿O haberte quedado en Minnesota?

Aunque su voz era ligera, él captó una interrogación solapada. De vez en cuando, ella quería dejar patente la realidad de dónde se encontraban.

—Definitivamente, preferiría haberme quedado en la cama.

No había mordido el anzuelo con lo de Minnesota. Sabía que era demasiado pronto para opinar sobre el trabajo y Las Vegas y lo que deseaba para el futuro. No habían hablado realmente sobre ello, porque a los dos les gustaban las cosas tal como estaban y no querían joderla.

—¿Cuál es el caso? —preguntó Serena.

Stride le contó lo del cadáver y la oyó silbar largo y alto cuando le dijo que la víctima era MJ Lane.

—¿Por qué todo el mundo conoce a ese tío excepto yo? —preguntó.

—Si leyeras la revista Us en el baño de vez en cuando, sabrías estas cosas —contestó Serena.

Stride suspiró.

—Ya me han comentado mis carencias culturales —y añadió—: Ahora nos dirigimos al apartamento de MJ.

—¿Vas con algún compañero?

—Con Amanda Gillen —le dijo Stride.

—¿Amanda? —replicó Serena.

Lo dijo en voz lo bastante alta para que resonara en toda la furgoneta. Stride desvió la mirada hacia Amanda, que la mantenía discretamente fija en las luces de la ciudad mientras él conducía. Pero detectó el temblor de una leve sonrisa en la comisura de sus labios.

—Una chica muy maja —dijo Stride.

Amanda soltó una carcajada.

—Oh, Jonny, ¿es que no sabes…? —preguntó Serena.

—Sí, lo sé.

—Espero que eso signifique que no tengo que preocuparme —comentó Serena.

—Eso nunca se sabe —y añadió—: Tú también has madrugado. ¿Qué pasa?

—Un agente ha localizado un coche abandonado en el aparcamiento del centro comercial Meadows. Voy a recoger a Cordy. El poli cree que puede ser el vehículo que se dio a la fuga tras atropellar al chico de Summerlin la semana pasada.

—Eso está bien. Necesitabas un punto de partida.

—Sí.

Sonó más cansada que excitada. Y Stride lo entendía. Los asesinatos de niños eran los casos más difíciles de llevar, y la muerte de ese chico, Pete Hale, había afectado mucho a Serena.

—Tengo que dejarte —le dijo Stride.

Se estaban acercando al apartamento de MJ.

—Lo sé. Yo también.

Ninguno de los dos colgó, incluso el silencio del aire a través del teléfono era como un hilo de salvación que los unía.

—Oye, Jonny —Serena añadió—: Debes tener cuidado. Esto no es Duluth.

Stride dejó Paradise Road delante del complejo residencial de las Charlcombe Towers. Se inclinó hacia delante y levantó la mirada a través del parabrisas. Lo viejo y lo nuevo, pensó.

Las tres torres blancas de cuarenta pisos, flamantes y relucientes, se elevaban hacia el cielo nocturno en el lado oeste de Paradise. Los balcones de los pisos multimillonarios trepaban por las paredes de los edificios como escaleras hacia el cielo. Apenas una manzana más allá, oscuro y en ruinas, quedaba un vestigio del viejo Las Vegas, uno de los últimos casinos de la época de los sesenta. Había sido una princesa en su tiempo, pero se había ido quedando consumida y demacrada. Todavía en pie, aunque no por mucho tiempo. Stride ya había comprendido que lo viejo no duraba mucho en esa ciudad.

Amanda señaló el casino abandonado, listo para el derribo.

—Boni Fisso está ultimando un gran proyecto para ese espacio, tan pronto como hayan hecho detonar el viejo edificio. Un complejo turístico de tema asiático. Dicen que costará casi dos billones de dólares.

—¿Por qué asiático? —preguntó Stride.

—Supongo que hay muchos peces gordos en Japón y Singapur. Y creo que imaginan que China es la próxima promesa capitalista. El exterior tendrá el aspecto de un palacio de la dinastía Ming.

—Lástima que MJ ya no esté aquí para verlo —dijo Stride.

Atravesó la entrada y les hizo un gesto a los guardias, que mostraron unos rostros pétreos y recelosos mientras estudiaban la furgoneta polvorienta de Stride.

—Deberíamos haber traído el Spyder —le dijo Amanda.

Les llevó casi cuarenta y cinco minutos salvar el puesto de los guardias y llegar al apartamento de un solo dormitorio de MJ Lane, que estaba a la mitad de la torre norte, en el piso veintiocho. Dentro, Stride se enfundó unos guantes, pero se detuvo en el vestíbulo con suelo de parqué. Frunció la nariz.

—Hierba —dijo.

Bajó dos escalones hacia la sala de estar, que exhibía una fuente gigante de piedra en el centro, dos opulentos sofás de piel y un equipo audiovisual que ocupaba la mayor parte de la pared oeste e incluía un televisor de alta definición de setenta y dos pulgadas. Aquel lugar era un desastre, a pesar de las decenas de miles de dólares que alguien —¿MJ padre?— había invertido en acabados de cromo, una mesa de comedor de madera de cerezo y candelabros esculpidos en plata y cristal. MJ lo tenía como el dormitorio de una residencia de estudiantes. Había una revista porno abierta sobre uno de los sofás, docenas de DVD esparcidos por el suelo en una caótica pila delante del televisor y restos de un desayuno para dos —cereales con leche y café frío— olvidados en la mesa de comedor, además del olor a porro a medio fumar que planeaba en el aire viciado. Vio ropa interior de hombre y unas bragas en la alfombra, cerca de la puerta abierta que conducía al gran dormitorio.

—MJ tenía una invitada —dijo Stride.

—Y no era Karyn Westermark —añadió Amanda.

La frente de Stride se arrugó.

—¿Cómo lo sabes?

—Karyn nunca lleva ropa interior.

Stride rió entre dientes. Observó los DVD sin nombre del suelo y pulsó el botón del reproductor digital. Una imagen surgió en la inmensa pantalla. Gemidos guturales los envolvieron desde unos altavoces ocultos por todo el apartamento. Stride vio a un hombre con las piernas y los brazos abiertos encima de la cama, y con una chica desnuda sentada a horcajadas sobre él y haciendo oscilar sus cónicos senos encima de su boca. Por un instante pensó que estaba viendo una película porno, pero se trataba de una cinta casera. El hombre de la cama era MJ. No reconoció a la mujer, pero su cabello rizado y castaño no concordaba con los mechones rubios y lisos como un palo que habían visto en la imagen de Karyn Westermark del servicio de seguridad del Oasis.

—Hay tíos que no aprenden nunca —dijo Amanda—. Creía que ver tu propia peli de destape en internet te hacía ser un poquitín más cuidadoso con estas cosas.

Stride detuvo la exhibición. Vio un teléfono y un contestador automático sobre la pantalla de vidrio que rodeaba la fuente gorjeante. El piloto rojo parpadeaba. Cuando Stride le dio al botón, una voz electrónica anunció que MJ tenía tres mensajes.

«MJ, soy Rex Terrell. He pensado que podríamos intercambiar algún secreto. Yo ya te enseñé los míos, ¿por qué no me enseñas tú los tuyos? Llámame, ¿vale?».

Terrell dejó un número, que Stride anotó en su cuaderno. La llamada había sido realizada justo después de la medianoche del sábado.

—¿Sabes quién es Rex Terrell? —preguntó Stride.

Amanda negó con la cabeza.

El siguiente mensaje era de Karyn Westermark, dulce y breve.

«Soy Karyn. Estoy en la ciudad, cariño. A las siete en punto en el Olives. Nos vemos. Te quiero».

—Ya sabemos que han cenado en Bellagio —dijo Amanda—. Me pregunto si Karyn sabe algo de la morenita que protagoniza la última película de MJ.

El último mensaje empezaba con unos segundos de silencio. La cinta crujió. Stride oyó unos movimientos de fondo, un hombre que se aclaraba la garganta y algo de música clásica. Finalmente llegaron las palabras, con una voz quejosa y entrecortada por incómodas pausas. Intervalos en los que no sabía qué decir. Había un intenso dolor en su tono.

«MJ, soy Walker… por favor no dejes de escuchar, no borres el mensaje. Tenemos que hablar… estás equivocado…».

Stride pulsó el botón de pausa.

—¿Walker? —preguntó.

Amanda asintió.

—Walker Lane, el productor. El padre de MJ.

«Lo que has oído no es verdad, y ojalá supiera qué decir para conseguir que creyeras que…».

La última pausa fue más prolongada que las otras, y Stride pensó que el mensaje había terminado. Pero entonces la voz continuó, más suave, suplicante:

«Me gustaría que vinieras a casa. Le pido a Dios que dejes de vivir ahí… Quiero contarte la verdad, cara a cara… Voy a intentarlo con tu móvil. Si aún no hemos hablado cuando oigas esto, llámame».

Walker Lane colgó el teléfono. La hora grabada en el contestador era medianoche, más o menos cuando MJ y Karyn estaban entrando en su habitación del Oasis. Una hora antes de que alguien siguiera a MJ a la calle y le disparase.

Stride volvió a mirar la habitación. Vio algunas fotos enmarcadas de MJ con varios famosos, la mayoría mujeres. Había una foto de hacía años con un MJ muy joven y una mujer que Stride supuso que sería su madre. Pero ni rastro de su padre; ni la menor señal en ninguna parte de que Walker existiera, salvo por el olor a dinero.

—Me pregunto si habrá llamado al móvil de MJ. Eso tal vez explicaría por qué Karyn se ha marchado, antes y por qué MJ estaba disgustado.

—No es la voz de un hombre que pagaría para ver muerto a su hijo —dijo Amanda.

—No. Pero quiero saber sobre qué discutían.

Continuaron registrando el apartamento. Stride encontró más drogas dentro de un muy bien provisto mueble bar, un arca de madera esculpida que contenía una bolsa grande de marihuana, un sobre plastificado con muchos gramos de cocaína y dos frascos de lo que parecía ser Oxycontin. Habían rascado las etiquetas.

—Parece un consumidor refinado, pero no un vendedor —dijo Amanda.

Stride estuvo de acuerdo. Se puso a guardar y sellar las drogas en bolsas de pruebas.

—¿Qué hay del Maserati? —preguntó Stride, captando la atención de Amanda—. No te lo compraste con un sueldo de policía.

Ella se encogió de hombros.

—Tuve que demandar al municipio el año pasado. Discriminación. Acoso. No creerías la mierda que tuve que aguantar.

—Me parece que sí —dijo Stride.

—En cualquier caso, el municipio pactó conmigo. El tribunal obligó a los jefes a declarar lo correcto, y la mayor parte de las gilipolleces se acabaron. Pero no quieren tener nada que ver conmigo.

—Todos los policías son hombres, Amanda. Hasta las mujeres.

—No creas que no lo sé —dijo—. El acuerdo era bastante satisfactorio. Seis cifras. Nadie se imaginó que yo resistiría. Estoy segura de que creían que cogería el dinero y me largaría. Pero ni hablar de eso. Me compré el Maserati, guardé el resto del capital en el banco y seguí trabajando. Se pusieron como locos.

Stride se rió. Le gustaba su actitud desafiante. Le recordaba a Maggie, la que había sido su compañera en Duluth durante tanto tiempo.

—Aunque ha sido muy duro para mi novio —añadió Amanda—. Me siento peor por él que por mí misma. Apareció unos seis meses después de que yo hiciera el cambio, y eso fue hace cuatro años. Y no, al principio no lo sabía. Y sí, fue un gran impacto. Pero lo ha aceptado.

—La verdad es que no iba a preguntarlo —le dijo Stride.

—Venga ya, sentías curiosidad. Todo el mundo la siente, no pasa nada.

—Culpable —admitió él.

—Tienes suerte, ¿sabes? —afirmó Amanda—. Con Serena. Es preciosa.

—Sí, lo es.

La belleza de Serena lo arrolló cuando la vio por primera vez. Largo cabello negro por el que no podía dejar de deslizar los dedos. Ojos verde esmeralda que lo provocaban con su danza. Piel dorada por el sol y unas pocas líneas que arrugaban su piel para decirle que pasaba de los treinta e iba rumbo a los cuarenta. Un cuerpo alto y atlético que mantenía estilizado a base de duro trabajo.

Amanda se lo vio en la mirada.

—La quieres, ¿verdad?

—Claro que sí —contestó él.

—Yo también quiero a Bobby —dijo Amanda—. Se traga un montón de mierda, y aun así lo acepta.

—Eso vale mucho. —Stride se detuvo en seco y puso los ojos en blanco—. Has pillado lo del nombre, ¿no? A man-da[7].

Amanda sonrió con timidez.

—La mayoría de la gente no lo pilla nunca.

—Vamos al dormitorio —dijo Stride. Y rápidamente añadió—: Para registrarlo.

La suntuosa alfombra del dormitorio de MJ era negra, al igual que los muebles, todos lacados y brillantes. En la pared del lado izquierdo había ventanas que llegaban desde el suelo hasta el techo, con puerta doble en el medio, y Stride pudo ver las luces de la ciudad a través de las lamas verticales de madera. La cama de MJ, California extra grande, se encontraba en la pared opuesta. El edredón de tablero de ajedrez rojo y negro estaba medio caído de la cama, y las sábanas de color granate, hechas un revoltijo. Stride divisó un envoltorio de condón en el suelo.

—Ve a revisar el baño, ¿de acuerdo? —dijo.

Amanda desapareció por la puerta que había cerca de la cama. La atención de Stride se desvió hacia el escritorio, en el otro extremo de la habitación, un campo de batalla de correo sin abrir, comunicados de banco, revistas masculinas y cuentas de restaurantes y hoteles. Se sentó y empezó a buscar entre el desorden.

—Más pastillas —anunció Amanda al regresar—. Montones de éxtasis. Y puedes escoger: Levitra, Cialis y Viagra. Podría haber jugado al tenis con la polla.

Stride tuvo un escalofrío.

—¿Hay algo ahí? —preguntó Amanda.

—No encuentro ninguna agenda, ni electrónica ni de las normales. Tenía más de diez millones en sus cuentas, seguramente cortesía de Walker. Jugaba mucho, por toda la ciudad y también en el Caribe.

—¿Acosadores? ¿Cartas amenazadoras? ¿Pleitos?

—De momento, no.

—Y ¿cuál es el móvil? ¿Por qué alguien querría matar a este tío?

Stride se frotó los ojos, pues notaba que la falta de sueño le estaba afectando.

—No parece que le debiera dinero a nadie. Tal vez se trate de un triángulo amoroso entre Karyn y la morenita misteriosa del vídeo, aunque creo que todos andan detrás de todos entre esta clase de gente. En principio no es motivo para un asesinato; no con un asesino a sueldo. Tomaba drogas, pero ¿qué tiene eso de especial? Estaba enemistado con su padre: eso es todo lo que tenemos, y no es mucho.

—A no ser que tengamos a un psicópata entre manos.

Stride se levantó del escritorio. Pensó en el asesino del vídeo, dejándoles su huella.

—Sí, eso es algo que debemos tener en cuenta.

Vio un periódico doblado en la mesita junto a la cama sin hacer de MJ y lo cogió. Las páginas ya estaban amarillentas, y al comprobar la fecha vio que tenía más de tres meses. Leyó el titular:

DEMOLICIÓN PARA DEJAR PASO AL ORIENT

Las fotografías ocupaban casi toda la primera plana. Boni Fisso dándole la mano al gobernador Mike Durand frente a una maqueta arquitectónica del espléndido complejo nuevo. El salón del viejo casino en su época de apogeo, hacía cuarenta años, con chicas bailando semidesnudas en el escenario. La nube de polvo de uno de los antiguos casinos que habían sido arrasados en cuestión de segundos con la eficiencia de una bomba.

—¿Has visto alguna vez una demolición? —le preguntó Stride a Amanda.

—Sí, era vigilante de seguridad cuando derribaron la última torre del Desert Inn —dijo—. Es impresionante. Por aquí una implosión siempre es sinónimo de fiesta.

Stride asintió. Vio un número de LV, la revista mensual de la ciudad, que descansaba debajo del periódico. En una esquina de la portada había una foto del mismo casino y un titular provocativo al lado:

TRAPOS SUCIOS DE UN CASINO

Amanda espió por encima de su hombro.

—Vive arriba, ¿sabes? Por si quieres pasar a decir hola…

—¿Quién?

—Boni Fisso. Este complejo es suyo, igual que el hotel de la calle de enfrente. Estoy casi segura de que su ático está en esta torre.

Stride conocía la reputación de Fisso. Era un empresario perteneciente a una raza en extinción en Las Vegas, una reliquia de la época en que mandaba la mafia, antes de que la ciudad se convirtiera en un mercado corporativo. Fisso debía de tener más de ochenta años, pero seguía apareciendo sofisticado y robusto en las fotografías, como un hombre viejo que se resiste a desfallecer. Era bajo, de apenas metro setenta, pero con la constitución de una boca de incendios a la que podías patear sin llegar a abollar nunca.

—¿Qué sabes de Boni? —preguntó Stride—. ¿Está limpio su dinero?

—Cuesta creerlo, pero nadie ha demostrado jamás lo contrario —dijo Amanda—. Lleva años en el punto de mira de la Junta de Control del Juego, pero nunca han obtenido pruebas para ponerle en la lista negra. O eso, o Boni tiene algún contacto amigo entre los políticos. Sea como sea, ha sabido jugar sus cartas. Pretende ser como Steve Wynn[8]: nada más que un promotor honrado y filántropo.

—¿Tiene Boni alguna relación con MJ?

Amanda se encogió de hombros.

—No, que yo sepa. ¿Por qué?

Stride señaló el periódico y la revista.

—Parece ser que MJ estaba muy interesado en su nuevo complejo.

—Bueno, este balcón da directamente al lugar de la demolición. Durante los próximos dos años habría contemplado cómo surgía el Orient de entre las cenizas, si alguien no le hubiera volado los sesos.

Stride asintió. Sabía que Amanda estaba en lo cierto: no era nada significativo. Pero algo le inquietaba, de todos modos. Las pequeñas cosas causaban ese efecto sobre él; piezas descoloridas del rompecabezas que no encajaban. MJ tenía cosas más importantes que hacer en esta ciudad. Drogas. Fiestas. Mujeres. ¿Por qué razón guardaría un periódico varios meses atrasado junto a su cama?

¿Qué había en el proyecto Orient que fuera tan importante para él?

Y una explotación de dos billones de dólares, financiada por un hombre de quien todo el mundo sospechaba que tenía conexiones con la mafia. Eso sí que era un motivo por el que matar, si alguien se entrometía en tu camino. Aunque Stride no veía cómo un playboy como MJ podía resultar una amenaza para un hombre como Boni Fisso.

Stride atravesó el dormitorio hasta las puertas dobles de cristal que daban al balcón. Las abrió y salió afuera. Una brisa hizo sacudir las lamas verticales. En el exterior no había muebles, sólo una larga verja de hierro y vistas al extremo norte del Strip. Se agarró a la reja. El corazón le palpitaba un poco desbocado con las alturas. Se imaginó a MJ ahí de pie, ciego de cocaína, preguntándose si podrían brotarle alas con las que volar. «Los jóvenes son estúpidos», pensó Stride. Comprendió que seguramente MJ jamás habría salido allí; seguramente, ni siquiera llegó a abrir nunca la puerta. Tenía a Karyn Westermark desnuda en su cama, y quizás a incontables mujeres más, y eso era una vista mejor que todas las luces del Strip juntas.

Pero Stride se entretuvo ahí de todos modos. Se preguntó, tan sólo por un instante, si él podría volar. Era un lugar hermoso, el ambiente estaba fresco con aquel clima de finales de septiembre, cuando lo peor del calor ya había pasado y las noches tenían cierto sabor otoñal. Hacia el este había un resplandor rojizo allí donde el sol asomaba para nacer por encima de las montañas; pero el valle aún estaba arropado por la noche.

Aunque, en realidad, allí la noche nunca caía del todo. Era el país del sol de neón.

Dirigió la mirada al viejo casino de Boni, al otro lado de la calle, cuyo tejado quedaba a unos diez pisos por debajo de él. El edificio en sí era lóbrego, despojado de vida. A la altura de la calle, una valla protectora y un provisional muro contrachapado custodiaban la propiedad; ya no había huéspedes ni jugadores. En las semanas transcurridas desde que cerrara el centro, el equipo de demolición ya se había hecho dueño del lugar, había destripado los interiores y taladrado agujeros en las paredes para introducir cilindros de dinamita. En un par de semanas más, pulsarían un botón, una simple descarga eléctrica, y todo el castillo de naipes se vendría abajo.

Stride pensó en la fotografía del periódico. Chicas sobre el escenario. Hombres en esmoquin. Martinis. Dinero. Ahora, vanos fantasmas.

Dejó vagar la mirada piso por piso, todos ellos silenciosos y oscuros.

Excepto el tejado. El tejado resplandecía.

Era algo muy propio de Las Vegas, pensó Stride: dejar la luz encendida cuando la fiesta había terminado.

Vio un ornamento con iconos de Oriente Próximo que se extendían a lo largo de la baranda como cúpulas diminutas. Allí donde el tejado se hundía en el centro del hotel, vio vagamente las losas y los árboles de lo que alguna vez debió de ser el jardín del ático del casino. Todo estaba iluminado por el letrero del establecimiento, que todavía centelleaba en la oscuridad con parpadeos de neón rojo y verde, proporcionando a los fantasmas del interior un motivo para creer que aún eran de carne y hueso. Nadie les había dicho que ya era hora de irse.

Cada pocos segundos, el letrero se fundía en negro, y luego todas las letras se encendían de nuevo, una por una, como si nada hubiera cambiado, como si los pisos de debajo palpitaran de vida. Una a una, letra a letra, hasta que el nombre completo parpadeaba en lo alto del tejado: Sheherezade.