Pete, uno de los mozos del Oasis, se acordaba de MJ Lane.
—Ha venido alrededor de las diez —les explicó a Stride y Amanda cuando le interrogaron en la entrada para vehículos del casino.
Pete era joven y tan blanco como un tubo de dentífrico, pelo castaño alisado, para que le quedara aplanado sobre la cabeza. Llevaba unos pantalones negros y zapatillas de deporte, y una chaqueta bien ajustada y larga hasta la cintura de color burdeos.
—¿Solo? —preguntó Stride.
—¿El señor Lane? No precisamente. Iba con Karyn del brazo. Karyn Westermark, ya sabe, la actriz de culebrones. —Se abanicó como si el aire fresco de la noche se tornase tórrido—. ¿Vio el vídeo en la red? Era ella. Está buenísima. Tío, mejor que una actriz porno.
—¿Cómo llegaron? —quiso saber Amanda—. ¿Taxi? ¿Limusina?
Sin responder, Pete se fue a atender a un Lexus; abrió la portezuela del pasajero y corrió después al otro lado del coche para coger las llaves y entregarle al conductor el resguardo del aparcamiento. Regresó disculpándose y embolsándose una propina de cincuenta dólares. Echó un vistazo nervioso cuando otros dos coches se acercaron por el camino de entrada. Las dos de la madrugada de un sábado en el Oasis era hora punta.
—¿Cómo ha llegado MJ aquí esta noche? —repitió Amanda.
—Conduciendo él mismo —les explicó Pete—. Tiene un piso en la ciudad, en las Charlcombe Towers, justo a la salida del Strip.
—¿Por qué no pidió su coche al marcharse? —preguntó Stride.
—Me ha parecido que se iba a dar un paseo, ¿sabe?
Stride alzó una ceja y se inclinó hacia el rostro de Pete.
—¿Por qué necesitaría un «paseo» si tenía a Karyn con él?
—Karyn se ha ido una hora antes que MJ —contó Pete—. Le he pedido un taxi.
—¿Parecía disgustada? —preguntó Amanda.
Pete negó con la cabeza.
—Más bien aburrida. Le ha pedido al taxista que la llevara al Ra, allá en el Luxor. Iba a la caza de otra fiesta.
—¿Ha dicho algo MJ al marcharse? —quiso saber Stride.
—No, se le veía bastante borracho. Ha salido directamente a la acera. Yo ya sabía adónde iba.
—¿Es que MJ «paseaba» mucho? —preguntó Amanda.
El mozo palideció.
—No muy a menudo. Un tío como él no necesita pagar por eso. Pero a veces te apetece algo de la calle, así no tienes que despertarte con ella al lado, ¿vale?
—Eso explícaselo a tu novia —dijo Stride—. ¿Le ha seguido alguien cuando ha salido por la puerta?
Pete se encogió de hombros.
—No lo sé. Los coches iban y venían. Sólo me he fijado en MJ porque es un habitual.
La bocina de un coche bramó ruidosamente, y el mozo hizo una seña y se puso a dar saltitos con ambos pies, ansioso ante su próxima propina.
—¿Nada más? —preguntó Pete, impaciente.
—¿Quién es el jefe de seguridad aquí?
—Gerard Plante. Entrando, todo recto hasta la parte de atrás.
—Gracias. Enviaremos a un equipo para que examine el coche de MJ —añadió Stride—. Asegúrate de que nadie se acerque antes que ellos. Tú incluido.
—Claro.
Stride dio unas palmaditas en el hombro del chico.
—Si leo algo en la revista Us sobre unos condones en la guantera de MJ, me aseguraré de que Hacienda llame a tu puerta para preguntarte por esas propinas de cincuenta dólares. ¿Entendido?
Pete abrió los ojos de par en par y se pasó la lengua por el labio superior, intentando adivinar si Stride hablaba en serio. Luego tragó saliva y corrió hacia el siguiente coche.
—La revista Us —dijo Amanda—. Muy bien.
—He pensado que te gustaría.
Stride llevó a Amanda por la puerta giratoria rumbo al océano de humo y ruido del interior del casino. El rancio olor de los cigarrillos entró en sus pulmones como un viejo amigo, y así de fácil volvieron las ansias. Era curioso que nunca se marcharan. Llevaba más de un año sin fumar, pero se percató de que juntaba el pulgar y el índice, como si hubiera un Camel encendido entre ellos. Respiró hondo, inspirando y espirando y preguntándose si algún ángel sarcástico habría dejado caer Las Vegas en pleno desierto para poner a prueba la fuerza de voluntad de los ex pecadores.
También se sorprendió excitándose. Era erotismo inducido, parte del juego de control mental que ejercitaban los casinos. No podía pretender ser inmune. Reaccionaba a la pulsación de aquel torrente sanguíneo que era el casino. No era avaricia, como pensaba la mayor parte de la gente. Era hambre. De dinero, de carne, de comida, de alcohol y de humo… pura avidez que rezumaba, obsesionaba y abrumaba. Así lo programaban los casinos. Tal vez las pequeñas medias lunas negras del techo no fueran cámaras después de todo, espiando cada dedo sobre el botón de una tragaperras o cada volteo de una carta. Tal vez estuvieran rociando alguna droga inodora para desatar la psicosis, que duraba hasta que todo tu dinero desaparecía o escapabas de regreso a tu casa.
El Oasis era uno de los casinos de Las Vegas más explícitos en utilizar el sexo para vender sus máquinas y mesas, y de cultivar la imagen de lugar de moda donde codearse con los famosos. Mientras echaba un vistazo al casino, Stride vio por todas partes pósteres de mujeres increíblemente hermosas enfundadas en biquinis, que lo miraban con lascivia mientras promocionaban torneos de tragaperras, timbas de póquer y bufes de patas de cangrejo. Funcionaba. El casino en sí no era grande, no era un inmenso pulpo como el Caesars, pero todas las máquinas estaban ocupadas y todos los asientos de las mesas de blackjack estaban llenos, con una multitud apretujándose para observar la acción. Era gente joven, con mujeres tan sensacionales como las de los pósteres.
Stride recordó lo que el compañero de Serena, Cordy, había dicho sobre las noches en Las Vegas: la hora en que las tetas salían a jugar.
Estaba empalmado. Y eso le cabreaba.
—Vamos —gruñó.
Amanda tenía una mirada de frío asombro. La droga también estaba actuando sobre ella.
Se abrieron camino por entre las filas de máquinas tragaperras y hallaron la oficina de seguridad en la parte de atrás del casino, un imponente monolito de roble regentado por la única mujer fea y severa del recinto. Hablando por encima de los mamporros de la música rock, Stride preguntó por Gerard Plante.
Luego le mostró su placa. Ella le pidió que esperase.
Amanda se sentó ante una tragaperras frente a la puerta de seguridad y metió un billete de cinco dólares que se había sacado del bolsillo. La máquina exhibía a los personajes de un antiguo programa de televisión que Stride recordaba haber visto cuando era un crío en Duluth. Le vino una imagen de la ventana de su dormitorio y de la nieve azotando al otro lado del cristal.
Stride se apoyó en la máquina y hundió con impaciencia las manos en los bolsillos. Se inclinó hacia Amanda.
—¿Y qué has hecho para acabar siendo mi compañera?
Amanda apartó la vista de la tragaperras y le dedicó una mirada de recelo.
—¿Disculpa?
—El teniente cree que debería volver a Minnesota a recoger nieve con una pala —dijo Stride—. Tienes que haberle cabreado para que te coloquen a un novato como yo que además está en la lista negra de Sawhill.
Stride sabía que Sawhill simplemente estaba enfadado con el mundo. Él mismo solía ponerse de ese modo cuando era teniente, durante esos períodos en que iba mal todo aquello que podía ir mal. Sawhill había perdido a su detective predilecto cuando el tío ganó el jackpot Megabucks y se había retirado al instante, ocho millones de dólares más rico. Entonces Serena pasó por encima de Sawhill y se dirigió al sheriff para enchufar a Stride, un investigador de homicidios experimentado que, mira por dónde, estaba en la ciudad, disponible, aburrido y sin nada mejor que hacer que dejar que la ciudad lo sacara de quicio. Y así es como Sawhill se encontró a Stride atragantado, y se había asegurado de dejarle bien claro que no creía que su nuevo detective estuviera a la altura del trabajo en la gran capital del crimen.
—Ah, vale, ya lo pillo —dijo Amanda, medio para sí misma—. Yo me estaba preguntando qué habías hecho tú para acabar conmigo. Ahora lo entiendo todo. Sawhill la tiene tomada contigo.
Stride se encogió de hombros.
—A mí me caes bien. Pareces lista. Y también eres digna de ver. En principio me está haciendo un favor.
—No del todo —le aseguró Amanda.
—¿Quieres ponerme al corriente?
Amanda lo miró largamente.
—No lo sabes, ¿verdad? ¿Serena no te lo ha explicado?
—Creo que no.
—¿Seguro que no estás jugando a hacerte el estúpido conmigo?
—No llevo en esta ciudad el tiempo suficiente para jugar a nada —contestó Stride.
Amanda soltó una risa larga y profunda.
—Vaya, eso está muy bien. Pero que muy bien.
—¿Me vas a contar el chiste?
—Soy una no operada —dijo Amanda.
—¿Qué es eso? —preguntó Stride, sinceramente confuso.
—Soy transexual. Una transexual no operada. He pasado por cirugía para feminizarme, tomo complementos de estrógenos para impulsar el desarrollo de los pechos, la piel suave, el peso adecuado y cosas así. Pero decidí no recurrir a la cirugía para quitarme los genitales. ¿Lo pillas? Antes era un tío.
Stride sintió que su rostro adoptaba múltiples tonos carmesí.
—Joder.
—Así que ya lo ves, no estoy precisamente la primera en la lista para potenciales compañeros.
No pudo evitarlo. Se encontró mirando los onerosos pechos que despuntaban por debajo de la camiseta de Amanda y luego la entrepierna de sus vaqueros ajustados, donde su imaginación pareció congelarse. Se dio cuenta de que estaba mirando y no se le ocurrió nada que decir.
—¿Quieres verlo? —le preguntó Amanda.
—¡No! —replicó Stride, y entonces se dio cuenta de la risita nerviosa de Amanda—. Lo siento —añadió—. Esto es estupendo. Sawhill me está mandando un mensaje, ¿sabes? «Apuesto a que no tenéis no operadas allí en Ninguna Parte, Minnesota, ¿eh, Stride?».
—¿Va a representar un problema?
Stride reflexionó sobre ello. Durante toda su vida, hasta hacía un par de meses, había vivido a orillas del lago Superior, en una ciudad liberal respecto a los sindicatos de trabajadores y la atención sanitaria, y conservadora respecto a la religión y el sexo. Pero Stride no se consideraba sentencioso sobre cualquier cosa que ocurriera a puerta cerrada, siempre que nadie saliera herido.
Se encogió de hombros.
—Como ya he dicho, eres lista, y eres el tío más guapo que he visto nunca.
—Ahora soy una chica. Pero gracias. Casi todos los del cuerpo, hombres y mujeres, han sido un poco más cerrados de mente.
—Me lo creo.
Stride tenía muchas preguntas para Amanda, pero no estaba dispuesto a preguntar nada que le hiciera parecer más idiota.
Notó una mano en su hombro. Stride se volvió y levantó la mirada hacia el rostro de color aceituna de un hombre muy alto, que llevaba gafas de sol plateadas incluso en plena noche y dentro del casino. Su cabello negro se erguía en un rasurado perfecto de una pulgada de longitud.
—¿Detective? —dijo—. Soy Gerard Plante, jefe de seguridad del Oasis.
Stride se presentó y Amanda se puso en pie, haciendo lo mismo. Gerard vestía traje azul marino cuya tela brillaba bajo las luces. Un pañuelo color borgoña, con el logotipo del Oasis bordado, asomaba de su bolsillo superior. Cuando se dieron la mano, el tacto de su piel fue como el de una tersa cartera de cien dólares.
—Vamos adentro, ¿les parece? —propuso Gerard.
Los guió hacia la oficina de seguridad y, cuando la pesada puerta de roble se cerró a sus espaldas, el estruendo del casino pareció esfumarse como por arte de magia y vino a reemplazarlo un relajante ruido blanco. Sin banda sonora. Sin zumbidos eléctricos. Aquí era donde los volcanes y los tigres blancos desaparecían, donde de lo único que se trataba era de dinero, el río que nunca sufría sequía.
Gerard les hizo entrar en un amplio despacho sin ventanas, decorado con un gusto exquisito e inmaculado. Era evidente que Gerard no era un hombre que creyera en el papel, porque no había ni un pedacito en ningún lugar del despacho, y su escritorio era de cristal con patas de acero triangulares y sin un solo cajón a la vista. Stride no detectó ni una mancha o huella dactilar en él.
Detrás de Gerard, en el escritorio, se encontraba la mayor pantalla de ordenador que Stride hubiera visto jamás, cromada y de líneas elegantes, que más bien parecía un televisor de plasma. Un anexo corredizo suspendido debajo del tablón de cristal albergaba un teclado, un ratón y un joystick.
Gerard invitó a Stride y Amanda a sentarse en dos sillas minimalistas delante del escritorio y él tomó asiento en una silla Aeron negra que había detrás. Se movía con gracilidad arrogante. Cuando se hubo sentado inclinó la silla, pero sus piernas eran lo bastante largas para seguir tocando holgadamente el suelo. Se quitó las gafas de sol con sumo cuidado, las dobló y las depositó en el escritorio de cristal, y después juntó los dedos en forma de campanario. Sus ojos eran azul grisáceo bajo unas cejas estilizadas.
—Supongo que se trata del señor Lane —dijo Gerard. Alzó una mano antes de que Stride pudiera interrumpirle—. He enviado allí a uno de mis hombres en cuanto hemos visto llegar a la policía. Él me ha informado del incidente.
—¿Incidente? —preguntó Stride—. Uno de sus clientes ha sido brutalmente asesinado a menos de cien metros de su puerta.
—Sí. Ha sido muy desafortunado.
—¿A causa de la publicidad negativa? —subrayó Stride con acritud, sin saber muy bien por qué el hombre le crispaba los nervios.
Él mismo se había planteado trabajar en la seguridad de un casino algún día en verano, pero decidió que no quería vivir en la boca del lobo.
Gerard sonrió fríamente.
—En absoluto. La triste verdad, detective, es que la publicidad tan sólo nos beneficia. Nuestros ingresos crecerán durante semanas debido al asesinato. Si sólo se tratara de eso, yo mismo le habría disparado. No, el señor Lane era cliente habitual, y de los generosos. Le echaremos de menos.
—¿Sabía que el señor Lane estaba en el casino esta noche? —quiso saber Stride.
—Por supuesto. El señor Lane y la señorita Westermark han llegado juntos hacia las diez y han sido escoltados a una sala privada para jugar al blackjack.
—¿Esta sala es visible desde la platea del casino?
—No. Los huéspedes que juegan no desean tener espectadores.
—¿Estaban solamente ellos dos, o había más gente en la misma sala? —preguntó Stride.
—No era infrecuente que MJ se mezclara con la multitud —dijo Gerard—. Pero esta noche estaban solamente ellos dos.
—¿Cuánto tiempo han estado jugando?
—Cerca de dos horas. Hacia medianoche, ambos han salido de la sala para visitar su suite.
—¿Han atravesado el casino para acceder a su habitación? —preguntó Stride.
—No, hay un ascensor privado —respondió Gerard.
—¿Los vigilaban? —inquirió Amanda.
Gerard no pestañeó, y su voz fue como la miel.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que ambos sabemos que tienen una cámara en ese ascensor privado. Así que podemos sentarnos aquí mientras usted encuentra el vídeo, o puede contarnos que recibió una llamada cuando MJ y Karyn se marchaban y les siguió la pista en el ascensor a través de esa hermosa y enorme pantalla de ahí.
Stride no estaba seguro de que Gerard fuera de la clase de hombres que sudan alguna vez, pero creyó ver que se estaba formando una película pegajosa en la nuca de aquel tío. Los tres sabían que Amanda había dado en el blanco.
Gerard inclinó la cabeza levemente, como un político que concede un punto en un debate.
—Estaban juguetones —reconoció.
—Pero su mozo ha dicho que Karyn se ha marchado antes.
—Así es. La señorita Westermark ha dejado su suite al cabo de cinco o diez minutos, sola. El señor Lane lo ha hecho unos minutos después. Parecía inquieto.
—Sabemos que Karyn ha abandonado el casino —dijo Amanda—. ¿Qué ha hecho MJ?
—Ha regresado a la mesa de blackjack y ha jugado otra hora. Estaba bebiendo mucho. Hacia la una de la madrugada, el señor Lane me ha dicho que estaba pensando en dar un paseo. Me he hecho una idea de para qué.
—¿De qué ha hablado MJ después de bajar?
—Ha hablado sobre todo de Walker Lane, su padre. No es ningún secreto para nadie que conozca al señor Lane que él y su padre no consiguen ponerse de acuerdo. Yo tampoco me llevo precisamente bien con el mío.
—¿Ha tenido algún problema inusual con la seguridad del casino últimamente?
Gerard se rió lo suficiente para mostrar un destello en sus dientes.
—Inusual sería el día en que no tuviéramos algo inusual, detective. Los casinos se basan en dinero, alcohol, sexo y emociones. No hace falta que le diga que es una combinación imprevisible.
—Pero ¿nada que implique a MJ? —preguntó Amanda.
—No. Nuestros clientes VIP rara vez nos causan esa clase de problemas. Son más bien como niños que juegan demasiado fuerte. Y a veces sus juguetes se rompen.
—Queremos ver algunas de las cintas que el casino ha grabado esta noche —dijo Stride—. ¿Podemos hacerlo desde aquí?
—Por supuesto. Pero no ha sucedido nada extraño en la sala de blackjack, se lo aseguro. Y no hay sonido en los vídeos.
Stride negó con la cabeza.
—No quiero la sala de blackjack. Quiero la platea del casino. Si alguien estaba siguiendo a MJ, quiero saber si ha estado aquí dentro.
Gerard estaba orgulloso de sus «ojos en el firmamento».
Cuando le dio al botón del ratón, docenas de ventanitas de vídeo del tamaño de uñas de pulgar aparecieron en su pantalla, como cartas repartidas sobre una mesa.
—Fuimos uno de los primeros casinos en digitalizar todo su sistema de cámaras —explicó Gerard—. Todo queda guardado permanentemente. Se acabó lo de cambiar cientos de cintas cada día. Si ganas más de mil dólares de una sentada, tenemos tu cara en el archivo para siempre. Y podemos capturar el rostro de cualquiera que esté en el casino y comparar nuestra base de datos con los archivos de la Metro y de la Junta de Control del Juego en cuestión de segundos. Algunos de nuestros técnicos trabajaron para el Departamento.
Utilizó el ratón para hacer clic sobre una de las uñas, y una imagen de una mujer asiática de mediana edad que jugaba en una máquina de vídeo-póquer Five Play llenó media pantalla. Stride tuvo que admitir que la calidad era rematadamente buena. Con un experimentado movimiento del joystick, Gerard enfocó las manos de la mujer y se acercó con el zoom, hasta ver con toda claridad sus dedos rechonchos eligiendo cada botón.
—La mayor parte de la gente sabe que les estamos observando —dijo Gerard—. Pero no se dan cuenta del poder de la tecnología.
—Veamos la cámara de la puerta principal hacia las diez —dijo Stride—. ¿Puede hacerlo?
Gerard asintió.
—Todas las imágenes indican la hora.
—Quiero ver llegar a MJ y si alguien le está siguiendo —añadió Stride.
Stride se apartó de su silla y él y Amanda se colocaron detrás de Gerard, mirando por encima de su hombro. Éste desplazó su asiento por debajo del escritorio y se sacudió una pelusa imaginaria de la solapa de la chaqueta. Acarició el ratón como un amante mientras deslizaba el cursor por la pantalla a la velocidad de la luz.
—Aquí lo tenemos.
Stride observó a MJ Lane y Karyn Westermark llegar a través de la puerta giratoria. Karyn llevaba una sudadera violeta que le venía demasiado grande, shorts blancos muy cortos y unas botas blancas de tacón alto que le abrazaban las pantorrillas y resaltaban sus largas piernas. MJ llevaba el mismo atuendo grunge (camisa por fuera y shorts holgados) con el que le habían encontrado unas horas más tarde. Totalmente despreocupado. Stride siempre sentía una ligera náusea cuando veía los vídeos de las víctimas poco antes de su muerte. Sus rostros eran inconscientes, ajenos al hecho de que la arena casi se había filtrado por completo en el reloj. El demonio de la capucha negra estaba justo a su espalda, afilando su guadaña, y ellos sonreían y se reían como si la muerte estuviera a años de distancia, y no exhalando en su piel.
—Deje que corran las imágenes —dijo Stride.
Siguieron el desfile de personas que entraban y salían del casino durante otros dos minutos. Y entonces Amanda apuntó con el dedo, tocando casi la pantalla.
—Ahí —dijo—. A la izquierda.
El hombre que aparecía por la puerta de más a la izquierda llevaba una gorra de béisbol azul desvaído y con la visera muy baja. Iba con la cabeza gacha y contemplaba el suelo al caminar. A duras penas pudieron adivinar la mancha oscura de la barba que ensombrecía la mitad inferior de su rostro.
—Militares marrones —dijo Stride—. Cazadora. Creo que es él. El hijo de puta elude las cámaras.
—Diez a uno a que la barba es falsa —dijo Amanda.
—Tenemos que volver a encontrarle —dijo Stride cuando el hombre desapareció del alcance de la cámara—. Parecía que se dirigía hacia el mostrador principal.
Gerard manejó el joystick. Menos de un minuto después, localizó al asesino en una tragaperras. Llevaba la gorra torcida, con un ángulo casual para cualquiera que lo mirase pero estratégicamente colocada para minimizar la visión de la cámara.
—Sabe dónde tenemos las cámaras —observó Gerard, mosqueado.
—¿Dónde está esa máquina? —preguntó Stride.
—Enfrente de la sala VIP.
Stride asintió.
—Así que puede ver cuándo se marcha MJ.
Gerard se acercó con el zoom, pero las nuevas secuencias no les ofrecieron nada nuevo. Al observar la espesa barba, Stride se mostró de acuerdo con Amanda: era falsa. Incluso los pómulos y la nariz daban la impresión de que aquel hombre había utilizado masilla para modificar aún más su aspecto.
—Queremos una copia —le anunció Stride a Gerard—, por lo que nos pueda servir. Y estaría bien que hiciera revisar las demás cámaras para ver si conseguimos un ángulo mejor de ese tipo.
—Por supuesto.
—Veamos lo que queda de material —le pidió Stride—. A ver lo que hace.
Gerard aceleró la imagen, pero los movimientos del asesino eran tan precisos que apenas importaba. Parecía congelado, con toda la actividad del casino apresurándose detrás de él en una mancha borrosa. Cada minuto se jugaba sólo cinco centavos del billete de veinte dólares que había metido en la máquina; lo bastante despacio para poder estar ahí sentado durante horas sin agotar su capital. En ningún momento pareció estar estudiando la entrada a la protegida zona VIP, pero Stride lo reconoció instintivamente como la clase de individuo al que nada se le escapaba. Frío y metódico.
Poco antes de la una en punto, MJ apareció otra vez. Gerard volvió a ralentizar el vídeo. Ahora MJ estaba manifiestamente borracho, y gesticulaba mientras se dirigía hacia la salida. El asesino de la máquina tragaperras estiró los brazos perezosamente, simulando no tener ningún interés; pero se puso en pie, dispuesto a seguirle. Stride pudo imaginarse el bombeo de adrenalina volviendo al hombre hiperconsciente. MJ estaba solo. El asesino estaba cerca. Listo para pisarle los talones a su víctima.
Entonces, el hombre de la máquina hizo algo. Ocurrió tan deprisa que Stride no estaba seguro de haberlo visto realmente.
—Pare, pare —insistió Stride—. Atrás. ¿Qué diablos es eso?
Ni Gerard ni Amanda se habían dado cuenta de nada. Gerard rebobino el vídeo y luego, siguiendo instrucciones de Stride, lo hizo correr hacia delante a poca velocidad, fotograma a fotograma. Mientras MJ desaparecía al fondo, el asesino se levantó, ahora con movimientos entrecortados y poco naturales, como en una película antigua.
Se desperezó. Empujó la silla hacia dentro con el pie. Rozó la máquina al ponerse en marcha para seguir a MJ.
Y alargó la mano hacia atrás.
—Hijo de puta —exclamó Amanda al verlo.
—¡Congélelo! —le ordenó Stride a Gerard.
Al alejarse, el asesino había colocado el pulgar en el centro del cristal de la máquina, como si nada, y había presionado, dejando una huella perfecta.
Stride sintió que se le revolvía el estómago, como si se hubiera subido a un vagón del túnel del amor y en lugar de eso se encontrara en los salvajes rieles de una montaña rusa. Notó el hormigueante escalofrío del miedo en sus terminaciones nerviosas.
—Debe de saber que no está en el banco de datos —murmuró Amanda.
Stride se quedó mirando la imagen congelada en la pantalla.
—Es más que eso —dijo—. Quiere que le demos caza.