Capítulo 2

Un pez fuera del agua.

Jonathan Stride intentaba concentrarse en Elonda, que estaba desplomada en la acera con el cuerpo y la ropa teñidos de sangre seca. Hablaba a mil por hora y él trataba de seguirla, aunque los ojos se le desviaban por encima de la cabeza de ella, hacia el escaparate de la tienda de magia. Dentro había una caja negra con una pecera redonda de cristal en una mitad, llena de agua. En la otra mitad de la caja, un pez naranja nadaba de un lado a otro. Fuera de la pecera. Aparentemente en el aire.

Era un truco espléndido, y Stride se preguntaba cuánto tiempo podía sobrevivir un pez en esas condiciones.

Intentó apaciguar a Elonda.

—Cálmate, ¿de acuerdo? Necesitamos tu ayuda.

—¡Coged a ese bastardo! —chilló Elonda agitando los brazos, y las cuentas de sus trencitas tintinearon como bolitas en un ábaco—. Seguro que el muy hijo de puta me ha dejado sorda. Ha sonado como si estallara una bomba.

Stride se puso de cuclillas para que sus ojos quedaran a la misma altura que los de Elonda, y agarró firmemente una de sus muñecas desaforadas.

—Ahora vendrás conmigo. Vamos a lavarte, te pondremos ropa nueva y podrás comer hasta reventar en el bufé del Rio, todo cortesía de la Metro. ¿Vale? ¿Te parece un buen trato? Pero antes necesito que me des algo de información.

—Me gusta más el bufé del Harrah’s —soltó Elonda.

—Muy bien, pues que sea en el Harrah’s. Y ahora, ¿estás lista para hablar conmigo?

Elonda hizo un mohín con sus gruesos labios y se rodeó las rodillas desnudas con los brazos. Stride se dejó caer al suelo y sacó un cuaderno y un bolígrafo del bolsillo interior de su blazer azul marino. Llevaba el abrigo sobre una camisa de vestir de color hueso y cuello abotonado, y unos vaqueros nuevos, negros y crujientes. Serena había insistido en que empezara su nuevo empleo estrenando pantalones, y finalmente él había transigido, aunque odiaba tener que abandonar el desgastado par que se había adaptado a su cuerpo como un viejo amigo durante los últimos diez años en Minnesota. La tela almidonada era rígida como el carbón, y así es como se sentía aquí, en Las Vegas. Un pez fuera del agua. Era otro universo comparado con el medio oeste donde había pasado toda su vida.

—La víctima; ¿has visto de dónde salía?

—Del Oasis —dijo Elonda.

Stride echó un vistazo al casino y a su torre delgada y fálica. El hotel era el escenario de un pase de la colección de Victoria’s Secret, y una provocativa modelo de treinta pisos de altura miraba imperiosamente hacia atrás desde un inmenso cartel vertical que se extendía casi hasta el tejado del Oasis. Llevaba alas blancas, como si pudiera echar a volar y atemorizar a la ciudad. Un King Kong con sostén de talla grande.

—¿Estaba solo? —preguntó Stride.

Elonda asintió.

—Sí. Ha venido hacia mí como un jodido rayo láser.

—¿Te ha dicho algo sobre sí mismo? ¿Te ha dicho quién era?

—Pues claro, cielo, hemos tenido una agradable conversación. La gente me conoce y le entran ganas de hablar —gruñó Elonda. Después añadió—: Ha dicho que era de Iowa.

Stride sacudió la cabeza.

—No lo era. En su carné pone que es de Vancouver.

—¿El cabrón me ha mentido? Vaya, Dios lo castigará por eso. —Sonrió a Stride.

—¿Había alguien más en la calle? —preguntó él.

—Nadie.

Stride observó el área circundante a la tienda de magia. Era una calle abierta y ancha, y se podía ver varias manzanas más allá. No creía que el asesino hubiera aparecido de la nada como en uno de los trucos del escaparate.

—Me has contado que has oído al asesino caminar hacia ti. ¿De dónde ha salido?

—No lo sé, tío. No había un alma. —Se mordía una uña y se rascó la entrepierna sin darse cuenta—. Espera, espera, un momento. Había alguien en esa parada de autobús de ahí.

Stride se dio unos golpecitos con el bolígrafo en sus dientes frontales y bizqueó mientras escudriñaba la parada de autobús, que estaba cerca del camino de entrada del Oasis, a unos treinta metros de donde se encontraban ellos. No había donde resguardarse, sólo una señal y una muesca en el pavimento para que el autobús despejara la calzada.

—¿Qué aspecto tenía? —preguntó Stride.

Elonda se encogió de hombros.

—Como no era poli, no me he fijado.

—¿Alto? ¿Bajo?

—Joder, no lo sé.

Stride se pasó la mano por su despeinado cabello entrecano. Era ondulado, rebelde y con más canas y menos cabello oscuro cada día que pasaba. Se mordió el labio al imaginar la calle vacía, sin rastro de actividad policial; sólo Elonda y el canadiense cachondo.

Y un hombre esperando el autobús.

—¿Has oído algún autobús? —preguntó él—. Lo habrías notado si hubiera pasado uno justo a tu espalda.

Elonda recapituló.

—No, ninguno.

—¿Cuánto tiempo habéis estado en el portal antes del crimen?

—Unos cuarenta y cinco segundos —respondió Elonda.

—Pareces muy segura.

—Cuento —dijo ella, y le dedicó un ostentoso guiño.

Stride podía ver la escena. Ningún autobús y menos de un minuto antes del disparo. Llamó con un gesto a uno de los agentes uniformados que estaban por allí, un chaval corpulento con el pelo rubio, peinado moderno y perilla incipiente.

—Ve a esa parada de autobús —le pidió Stride—. Luego cronometra cuánto tardas en volver aquí. Sin prisas. Sólo eres un peatón que camina por la calle, ¿de acuerdo?

El policía asintió. No le llevó mucho. Cuando regresó frente a la tienda de magia, apretó un botón de su reloj deportivo y anunció:

—Treinta y dos segundos.

Stride volvió a agacharse delante de Elonda.

—Voy a necesitar que hagas un esfuerzo y pienses en el hombre de la parada de autobús.

—Ha sido ese tío, ¿verdad? —dijo Elonda—. Mierda, ya te he dicho que no me acuerdo de él.

—Hagamos una prueba —empezó Stride.

Se detuvo al oír una bocina de coche que mugió de pronto detrás de él, y luego oyó el caro ronroneo de un coche deportivo arrancar cerca de allí, justo al otro lado de la cinta que delimitaba la escena del crimen. La puerta se abrió y Stride vio al policía de la perilla, que aún rondaba por allí, mascullar alguna grosería entre dientes. Stride miró tras de sí a tiempo para ver un Maserati Spyder amarillo despegar rumbo al Strip.

—¿Quién es esa chula? —preguntó Elonda mirando por encima del hombro de Stride.

El Spyder había dejado a una mujer que ahora estaba de pie inspeccionando la escena, con los brazos plegados sobre un pecho generoso y con un pie en el bordillo. Llevaba el pelo corto y en punta, de un rubio oscuro con mechas negras. Era alta, probablemente sólo unos centímetros menos que el metro ochenta de Stride, y se la veía fuerte y bien torneada, con unos brazos que llenaban las mangas de su apretada camiseta blanca. En el brazo derecho lucía un tatuaje con una cabeza de lobo. Una placa dorada de policía colgaba del cinturón de sus vaqueros azules.

—No te preocupes por eso —le dijo Stride a Elonda—. Ahora mismo, lo que quiero es que cierres los ojos. Relájate y piensa otra vez en cuándo has descubierto a tu cliente por primera vez.

—¿Estás intentando hipnotizarme? —preguntó Elonda—. ¿Puedes hacer que deje de morderme las uñas?

Stride sonrió.

—No, sólo quiero que hagas memoria. Imagínatelo en tu mente, ¿vale? Acabas de ver a tu objetivo. Estás cruzando la calle. ¿El otro hombre ya está esperando el autobús?

Elonda empezó a canturrear. Meneaba la cabeza adelante y atrás siguiendo cierto ritmo. Luego, de repente, abrió los ojos de par en par.

—No, no estaba allí. ¡Oye, esto está muy bien!

—Vuelve a cerrar los ojos. Sigue reproduciéndolo.

—Sí, ahora el tío está detrás de él en la parada de autobús. Le veo. ¿De dónde coño ha salido?

—¿Qué está haciendo?

—Consultar su reloj. Mirar a un lado y a otro de la calle. Esto está pero que muy bien.

—¿Qué lleva puesto? —preguntó Stride. Pensó en un modo de estimular la memoria de la chica, y añadió—: Cuando consulta su reloj, ¿ves si su brazo está desnudo?

Elonda frunció la boca, como si estuviera a punto de dar un beso. Se le arrugó la frente.

—¡Un abrigo! —dijo, alegremente—. Lleva una cazadora… marrón, creo. Y pantalones marrones también, militares, quizá.

—Lo estás haciendo muy bien. ¿Es un tipo grande?

—No es muy alto. Ni realmente grande. Pero parece, no sé… duro. Un tío chungo.

—¿Y el color de su pelo?

—Oscuro —dijo Elonda—. Corto. Y barba también. Lleva barba.

—Elonda, eres estupenda —dijo Stride, y observó a la chica, que estaba radiante de orgullo.

Se pasó diez minutos más recreando el resto de la escena, pero cuanto más se acercaba al asesino, más en blanco se quedaba su mente. Una vez terminado, Stride volvió a llamar al perillas y le dijo con voz susurrante lo que tenía que hacer.

—¿El Harrah’s? —preguntó el policía, incrédulo—. Me toma el pelo. Sawhill flipará si pido el reembolso de algo así.

Stride se metió una mano en el bolsillo y se sacó dos billetes de veinte de la cartera.

—Toma, coge esto, y pide algo tú también. Se te ve muy delgado.

El policía se frotó su cuello descomunal y sonrió.

—Como usted diga.

—Pero mantén las manos apartadas de la chica —añadió Stride.

Cuando Elonda estuvo a salvo en el asiento de atrás de un coche patrulla, Stride buscó a su nuevo compañero.

Era raro trabajar otra vez en las calles; un detective en plena acción. Había sido teniente en Duluth, un pez grande en un estanque pequeño, y ahora sólo era un investigador más en el departamento de homicidios de la Metro, en Las Vegas. Lo más cerca que había estado nunca de un compañero fue con Maggie Bei, la sargento primera de su división. Stride y Maggie habían trabajado juntos durante más de una década, y aquella menuda policía china con su lengua afilada y sarcástica se había convertido en su mejor amiga. Pero Maggie seguía en Minnesota, con un marido que no pertenecía al cuerpo y un bebé en camino. Y Stride estaba en Sin City[3], el último lugar donde hubiera imaginado que estaría.

Gracias a Serena.

Había conocido a Serena Dial durante el verano, cuando ambos investigaban un asesinato en Las Vegas cuyas raíces llegaban hasta una adolescente desaparecida en Minnesota unos años atrás[4]. La investigación había puesto punto final a su vida en Duluth y destrozado su segundo matrimonio, que él sabía equivocado desde el principio. Maggie rara vez desperdiciaba la ocasión de recordarle que ella había visto el divorcio acechándolo como un tren descarrilado, aunque Stride había ignorado sus advertencias.

Pero lo viejo termina y empieza lo nuevo. Conocer a Serena lo había cambiado todo. Era hermosa, lista y divertida, a pesar de las afiladas aristas debidas a su turbulento pasado. Se enamoró de ella, mucho y deprisa. Al terminar la investigación había seguido a Serena hasta aquí, a este universo salvaje, y volvió a acabar en la calle.

Ahora tendría otra compañera, a quien no parecía hacerle ninguna gracia hacer de segundona de un recién llegado a Las Vegas.

—Amanda Gillen —anunció bruscamente cuando él se aproximaba, como si esperara un desafío.

Tenía una voz ronca. O a lo mejor sólo estaba medio dormida, igual que Stride, después de que una llamada telefónica lo apartara de su cama, y de los brazos de Serena, en mitad de la noche. Su primer caso de asesinato en Las Vegas. Un cadáver en la calle, en Flamingo.

—Yo soy Stride —anunció él.

Amanda asintió y empezó a tamborilear nerviosamente con el pie. Su labio inferior sobresalía, y miró a su alrededor para asegurarse de que nadie les oía. Tenía el rostro tenso y triste.

—Mira, a todo el mundo le concedo un chiste antes de cabrearme, así que, ¿quieres hacerlo ahora o prefieres guardártelo para un día lluvioso?

Stride ladeó la cabeza.

—¿Qué?

—Ya lo sabes —dijo ella con acritud.

—No te sigo, Amanda.

Ella entornó los ojos al comprobar la confusión que mostraba él. Las arrugas de su frente se esfumaron y su mandíbula se aflojó. Le dedicó una extraña y chispeante sonrisa que, de pronto, resultó amistosa y nada distante.

—Está bien, tal vez no lo sepas. Olvídalo, no es nada. Son las dos de la madrugada y estoy de mal humor.

—Ya somos dos.

—Has estado bien con la prostituta. El modo en que has conseguido que hablara. Eres bueno.

—Gracias —respondió Stride. Y luego—: Me gusta el coche de tu novio.

Amanda soltó una sonrisita.

—Ah, el Spyder. La verdad es que es mío. Habíamos salido a bailar cuando recibí el aviso. Le he dicho que si le hace una sola abolladura, yo le abollo a él la polla.

—Vaya, es un buen incentivo —dijo Stride—. ¿Lo ganaste en las tragaperras?

—Algo por el estilo.

Stride vio que tragaba saliva y el rubor se propagaba por sus mejillas. Tenía una cara alargada que se afilaba en una barbilla algo prominente. Tenía los labios gruesos y de color rosa pálido, y las cejas finas y negras. Se había tomado su tiempo para aplicarse el maquillaje con una atención considerable. Su look de sábado por la noche, supuso Stride. A pesar de sus fanfarronadas de tía dura, era bonita cuando sonreía y parecía vulnerable cuando se ponía nerviosa. Stride calculó que tendría unos treinta años.

—¿Has encontrado el carné de la víctima? —preguntó Amanda.

Stride asintió.

—Permiso de conducir canadiense. Seguramente un turista al que se le acabó la suerte. El nombre es Michael Johnson Lane.

Amanda tardó en reaccionar.

—¿MJ Lane?

—Así es.

Silbó y sacudió la cabeza.

—Oh, mierda.

—¿Le conoces?

—Revisa de vez en cuando tu carpeta de correo basura, Stride —le aconsejó Amanda—. Su culo desnudo sale en la mitad de los mensajes. Por no hablar de cada número de la revista Us.

—Mi suscripción ha caducado —contestó Stride.

Amanda estudió su rostro el tiempo suficiente para darse cuenta de que estaba bromeando, y una sonrisa curvó sus labios rollizos.

—En fin, ahora estás en Las Vegas —replicó—. Por aquí, People, Us y el Enquirer son lecturas más importantes que una circular de la DEA[5].

Amanda avanzó hacia el cadáver. Llevaba unos tacones ridículamente altos, y Stride advirtió que era unos centímetros más baja de lo que había pensado nada más verla. Notó que un miembro del cuerpo forense la miraba nervioso y se apartaba para dejarle espacio. Amanda no le prestó ninguna atención. Dobló la cintura hasta que sus manos quedaron llanas sobre la acera y giró la cabeza a un lado para observar los ojos sin vida de la víctima. Stride se sorprendió reparando en sus atractivas y musculosas nalgas y en sus piernas firmes, ceñidas por los vaqueros. Rápidamente apartó la mirada cuando ella se enderezó y anunció:

—Sí, es MJ.

—Muy bien. ¿Y quién es MJ Lane?

—Un joven heredero —contestó Amanda—. Su padre es Walker Lane. Ya sabes, el productor millonario de Vancouver.

—Y aparte del dinero de papá, ¿a qué debe su fama?

—Se codea con la gente adecuada. Contactos en Hollywood. Pasaba desapercibido hasta que el año pasado filmó una cinta repugnante con una joven actriz de culebrones. Alguien robó la cinta y la colgó en internet. Manos atadas, sexo anal… algo de lo más pervertido.

—Ha nacido una estrella.

—Exacto. Será todo un bombazo que se lo hayan cargado. Tu foto aparecerá en toda la prensa sensacionalista.

—Procuraré blanquearme los dientes —dijo Stride.

—¿Y bien? ¿Qué opinas? ¿Crees que alguien estaba acechando a MJ?

—Parece un crimen profesional —respondió Stride.

—Pero no mató a la chica —señaló Amanda—. Un profesional liquidaría a la testigo.

—Sí, es cierto. También dejó el casquillo de la bala. A.357.

—Así que tal vez no sea un profesional.

—Tal vez no —admitió Stride—. Pero lo había planeado bien. Frío y rápido. La pregunta es: ¿iba ese tío detrás de Lane concretamente, o estamos ante alguna clase de cruzada moralista para eliminar el problema de la prostitución de las calles de la ciudad?

—Quizás ambas cosas —dijo Amanda—. MJ no es el primer famoso que se deja lamer el cucurucho por aquí. El responsable de esto podría haber estado vigilando el casino con la intención de armarla gorda y conseguir varios titulares por el golpe.

Stride asintió.

—Salvo que, por lo que cuentas de MJ, podría haber un montón de razones para que alguien quisiera verle muerto.