Elonda oteó Flamingo Road con la mirada experta de un ave de rapiña, acechando con pereza el paisaje desértico en busca de una presa. La detectó a media manzana del casino Oasis y la evaluó.
Alto y bronceado, como un surfero aspirado por la ciudad, el cabello rubio y ondulado le caía por detrás de las orejas y llevaba gafas con cristal curvado de espejo. Joven, veintidós años quizá. Llevaba una camisa chillona de manga corta por fuera del pantalón y con los botones mal abrochados, unos shorts blancos y holgados, y zapatillas de deporte sucias, sin calcetines. Sus andares de gallito le delataban que tenía dinero. Llevaba gafas de sol aun siendo de noche, y supo que detrás de los espejos su mirada también estaba a la caza, igual que la de ella.
El chico giró la cabeza en su dirección, la vio y sonrió.
Su radar para policías aún funcionaba. Los polis no andaban: llamaban a las chicas desde el interior de su sedán camuflado y con aire acondicionado. Sólo las nuevas caían.
Elonda atravesó decidida la ancha calle, alzando las manos para detener a los coches y deslumbrando a los conductores con sus dientes blancos y el bailoteo de sus senos. Había mucho tráfico a la una de la madrugada. La ciudad se regía por las normas de la jungla: alimentarse bajo el fresco manto de la oscuridad y buscar algo de sombra donde dormir y pasar los tórridos días.
Ya en la acera opuesta, se ocultó en el umbral de una tienda de magia. Sacó una botella de K-Y[1] del bolsillo de atrás y se echó en los dedos. Escondió tripa, deslizó una mano dentro de sus ajustados pantalones y se lubricó. Con una pequeña danza se frotó bien. Trucos del gremio. «Oh, estoy tan húmeda, cariño». Aunque en esa época la mayoría de los tíos no pretendían metérsela: les asustaba demasiado el sida o eran muy torpes para penetrarla estando de pie, así que se dedicaban al tema oral.
Con la grasa entre las piernas, Elonda se echó el pelo hacia atrás y escuchó el tintineo de las cuentas multicolores que salpicaban sus trencitas afro, tiró de su ceñido top rosa con plumas hasta que se le transparentaron las lunas oscuras de sus pezones y se puso un caramelo de menta encima de la lengua. Otro truquito; a los tíos les encantaba el ardor de la menta en su boca cálida.
Volvió a salir a la acera y echó un vistazo a la calle, buscando competidoras. Pero no vio a nadie; el chico y ella estaban solos. Las luces del Strip brillaban como fuego a través de la autopista. A este lado de la carretera I-15, donde los casinos se extendían desde Las Vegas Boulevard como una rebosante bolsa de palomitas, el Gold Coast y el Río resplandecían en el lado norte de la calle, y la torre del Oasis sobresalía una manzana más allá. Pero en el lugar donde se encontraba ella, la calle Flamingo estaba a oscuras; no había más que un aparcamiento vacío y el viejo edificio de la tienda de magia irrumpiendo en la calle.
Elonda apoyó los hombros en el escaparate de la tienda, sacó las caderas y se mordisqueó una uña pintada con aire distraído. Dejó que una lenta sonrisa aflorase a su rostro, volvió la cabeza y devoró al chico con la mirada. Éste se dirigía directamente hacia ella, pisando los folletos con chicas desnudas que cubrían el suelo. Sin vacilar. No era su primera vez.
Mientras se acercaba, ella entornó los ojos. Él le sonaba, aunque no pudo ubicarlo. No era un habitual, pues no se lo había trabajado antes, pero empezó a pensar que reconocía su cara, tal vez de algún periódico. Resultaba difícil decirlo entre las sombras. Elonda lo estudió largo y tendido, porque un famoso que paga por sexo a una prostituta de Las Vegas podía valer una considerable cantidad de dinero para según quién.
Se paró al lado de ella.
—Hola.
Tenía una voz juvenil y despreocupada. Aburrida. Gangosa.
—Hola. —Elonda extendió la mano y metió un dedo dentro de su camisa, dibujando un círculo en su pecho—. ¿Te conozco de algo, cariño?
—¿Has estado alguna vez en Iowa? —preguntó él.
Un campesino con un rostro familiar. Mierda.
—Está lleno de vacas y maíz, ¿verdad? Y mierda en los zapatos. No, gracias.
Elonda echó un vistazo a derecha e izquierda de la calle, en busca de coches de la Metro[2]. El tráfico iba de aquí para allá —todoterrenos, limusinas, camionetas, coches familiares—, pero nadie la estorbaba. Una manzana más allá, cerca del Oasis, divisó a un hombre esperando junto a una parada de autobús, con aspecto de aburrimiento y consultando su reloj. En la otra dirección, nada de nada. El panorama estaba despejado.
—¿Mamada o follar? —preguntó ella.
Él no respondió, sino que sacó la lengua y la agitó para ella. Elonda olió la ginebra que emanaba de su boca. Le dijo un precio y él se sacó dos billetes arrugados del bolsillo. Ella posó la palma en su pecho y lo empujó suavemente hacia el umbral de la tienda de magia; luego se arrodilló y le bajó la cremallera. Miró hacia arriba. Él tenía los ojos cerrados, y vio la barba amarillenta de un par de días en su barbilla.
Empezó a contar mentalmente. Era su pequeño juego, algo para hacer pasar el tiempo, como los oficinistas con sus iPods mientras teclean todo el día. Uno, dos, tres, cuatro. Ningún tío había aguantado nunca hasta cien. La mayoría no llegaba ni a diez.
Le llevó unos segundos que se le pusiera dura. Ella supuso que era por la ginebra; pero aplicó su magia y el cuerpo de su cliente respondió. Oyó el suave ronquido en su garganta, un ronroneo de placer. Cuando levantó la vista de lo que tenía entre manos, vio que él tenía la boca abierta.
Treinta y dos, treinta y tres, treinta y cuatro.
Ya estaba muy cerca. Ella notó el movimiento de sus caderas, que empezaba a dar estocadas, y chupó con más fuerza y movió la cabeza más deprisa.
Treinta y nueve.
Elonda oyó como un ruido de cascos por allí cerca: el sonido de unas botas pesadas sobre la acera. Alguien venía en su dirección desde el casino. Volvió a mirar hacia arriba, pero el granjero ya estaba en otro planeta y no oía nada. Clip, clap, clip, clap.
La verdad es que a ella no le importaba. La espiaban todo el tiempo y oía los cuchicheos sorprendidos de hombres que secretamente deseaban tenerla de rodillas delante de ellos. Si miraba a donde estaban, que disfrutara del espectáculo.
Cuarenta y cinco, cuarenta y seis. El granjero estaba a punto de estallar.
Las pisadas de bota llegaron detrás de ella y entonces se detuvieron. Elonda oyó un rumor de tela y un extraño clic metálico. El putero seguía con los ojos cerrados y gimió en voz alta.
Era asqueroso tener a ese hombre detrás de ella, observando. Tuvo una mala sensación; el vello de la nuca se le erizó y supo que él aún seguía ahí, aunque no podía siquiera oírle respirar. Sentía sus ojos. Una nube amenazadora la envolvió; era la clase de sexto sentido adquirido después de pasar un tiempo en la calle.
Elonda dejó caer la verga del hombre de su boca. Se mordió el labio y miró hacia arriba, pero no miraría hacia atrás por nada del mundo. De inmediato, los ojos de su cliente se abrieron de golpe y sus labios se retorcieron en una mueca de enojo. Luego, lo observó mientras él detectaba al extraño que tenía a su espalda.
—Pero ¿qué…?
Su enojo se transformó en un asombro que le tensó la mandíbula, sus ojos se abrieron como platos y Elonda vio la incredulidad reflejada en su rostro. Y luego ya no tuvo rostro alguno.
El ruido más fuerte que Elonda hubiera oído nunca detonó en sus oídos como si un volcán entrara en erupción. Al granjero le salió un tercer ojo y su cabeza cayó hacia delante, de modo que a Elonda le quedó justo enfrente y pudo mirar por el agujero que horadaba su cráneo y del que brotaba un río de color rojo. Mientras lo contemplaba, él se doblegó y se desmoronó encima de ella, inmovilizándola contra el suelo. La sangre fluía sobre Elonda, ondeaba como gusanos por su piel y empapaba su ropa. Olió a orina y a mierda cuando los intestinos del hombre se vaciaron.
Finalmente, Elonda se acordó de gritar. Cerró los ojos y soltó un alarido que duró y duró hasta que se quedó sin aliento. Nadie pareció oírla; ningún coche se paró. Lo único que oyó fue el sonido de los pasos otra vez, ahora alejándose en dirección al otro lado de la calle con la misma naturalidad con que habían llegado. Clip, clap, clip, clap.