El prisionero entornó los ojos ante el ébano amenazador del cielo, a través de la malla de acero que hacía las veces de jaula en la parte de atrás del coche patrulla. Sabía que debería asustarse, pero estaba muerto por dentro. Tenía el corazón ennegrecido. Tan sólo podía limitarse a observar el vendaval que se acercaba y esperar que lo atrajera hacia su centro, que giraba y se agitaba sin parar.
Cinco segundos después, la tormenta empezó a aullar encima de ellos.
—Oh, madre de Dios —chilló la agente que conducía.
Era una novata corpulenta, con unos dedos rechonchos que se agarraban al volante. Gotas de sudor le rodaban por las mejillas desde debajo del pelo oscuro y cortado a lo chico. La furia del viento despegaba del suelo las ruedas delanteras del vehículo, y una lluvia torrencial formaba una capa sobre el parabrisas. La conductora hizo lo único que podía hacer: detenerse ante la falta de visión. El coche se tambaleó y los neumáticos derraparon.
—Sigue adelante —le dijo su compañero.
—¿Estás loco, joder? La tormenta ha virado, estúpido hijo de puta, y viene directa hacia nosotros.
El coche estaba detenido de través en un tramo rural de la carretera. A su alrededor no había más que terrenos de cultivo abandonados. Todos los residentes de aquella zona habían puesto tierra de por medio rumbo al norte, dejando sus casas a merced del agua y el viento.
—Estamos a cuarenta y cinco kilómetros de Holman —dijo el otro policía. Tenía una voz áspera como polvo de cantera—. Tenemos que volver a poner a ese pedazo de mierda entre rejas. Sigue adelante.
Los escombros golpeaban las ventanillas del coche: piedras, ramas de árbol del tamaño de su muslo, trozos de teja, pájaros muertos…
—Ni hablar, tío, ni hablar. Tenemos que ponernos a cubierto ahora mismo.
—Dentro será igual —replicó el otro poli, al que los presos llamaban Deet[1].
A su paso dejaba un rastro dulzón de olor a repelente de insectos como para alejar a todos los mosquitos de Alabama. Pero eso era lo único dulce que había en él. De estatura baja y constitución delgada, Deet era una bestia. Calzaba botas con puntas de acero y le gustaba romper espinillas de un rápido puntapié.
—He visto una granja —dijo la conductora—. Daré marcha atrás.
Se volvió en su asiento mientras retrocedía. El prisionero la miró a los ojos, desaforados por un pánico animal. Quedó tan petrificada que casi se lo hizo encima. El olor del miedo que captó en ella despertó algo familiar y excitante en el interior del preso.
El cemento dio paso a la grava y la agente detuvo el coche.
—¡Ya la veo! —exclamó, cuando un rayo iluminó una granja destartalada.
Deet apuntó al asiento de atrás con el pulgar.
—¿Qué pasa con él?
—No podemos dejarle aquí, en medio de la tormenta.
—No sacaremos a ese tío de la jaula —masculló Deet.
El prisionero se inclinó hacia delante y, con la cara contra la malla, habló a los dos policías.
—Dejadme aquí, me importa una mierda.
Le daba lo mismo. Morir allí era mejor que regresar a Holman.
Había aguardado durante semanas el viaje a Tuscaloosa para poder así inhalar de nuevo el hedor a río del Black Warrior y echar un vistazo a las chicas de la calle ataviadas con sus tops. No había nada que pudieran ofrecerle por testificar; tenía la perpetua. Lo único que quería era saborear el polvo de la ciudad y sentir las vibraciones de la calle. Un bocado más de la vida que le habían arrebatado hacía diez años.
Diez años. Se acordó de aquella zorra petulante observando desde la última fila de la sala del juzgado cuando lo condenaron. Le había seguido la pista por todo el sur y se chivó a los polis de Alabama. Él cayó por matar a un rival, su vida se acabó por un don nadie que se lo tenía merecido, porque se estaba quedando con parte de la mercancía. Deseó haber tenido media hora más con ella para borrarle esa maldita sonrisa como si fuera de arena, antes de que lo enterraran en vida entre aquellas paredes.
Pero el hecho de volver a estar fuera no hacía sino dificultar más el regreso. Los minutos en el juzgado, con traje, sin las esposas o los grilletes, fueron un camelo, como un entrecot para cenar antes de que te metan la inyección. Hacía que los años que le quedaban por delante, en aquella diminuta celda apestosa, viendo cemento gris y acero cada minuto de su vida, se le hicieran insoportables. Que lo engullera la tormenta sería una bendición.
—¿Adónde diablos se va a escapar? —le chilló la mujer a Deet—. ¡Vamos, tenemos que irnos ahora mismo!
Deet maldijo y abrió la puerta de golpe. El viento se la arrancó de la mano y el metal crujió. La tormenta rugía como un tren a toda máquina. Deet sacó la pistola y apuntó con ella a la cabeza del prisionero.
—Si me causas algún problema, eres hombre muerto —gritó al tiempo que quitaba el seguro de la puerta de atrás.
El prisionero se enredó con las cadenas y cayó al suelo mientras intentaba asentar los pies en el terreno. Sintió la mano de Deet en el cuello de su chaqueta, tirando de él. Escupió el barro que tenía en la boca.
—¡Vámonos! —vociferó la mujer, agitó una radio de emergencia y cerró con fuerza el maletero del coche patrulla.
La lluvia azotaba al prisionero como agujas de hielo pinchándole el rostro. Se esforzaba por caminar dando pasos cortos y torpes por un camino que se había convertido en un torrente de agua. Cuando tropezaba, con los pies impedidos por los grilletes, notaba el cañón de la pistola de Deet en el cuello, empujándole a seguir la marcha. Llegaron al porche delantero de la granja de dos pisos, pero la puerta de entrada estaba obstruida con un contrachapado clavado en el marco. La mujer policía dejó la radio en el suelo y tiró de los bordes para arrancarlos hasta que le sangraron los dedos.
Él se preguntó lo lejos que podía llegar si intentaba desaparecer bajo la tormenta. Deet le leyó la mente; observó al prisionero y amartilló su pistola.
—¿Quieres escapar? Adelante. Te ahorraré…
Deet no acabó la frase. Cuando el prisionero entornó los ojos bajo la lluvia torrencial, vio que el agente ya no tenía cabeza, justo encima del cuerpo de Deet, una señal de tráfico amarilla con el borde chorreante de color rojo sangre osciló en un lado de la casa, adonde llegó volando como una guillotina y se quedó atravesada. Algo parecido a un balón de fútbol rodó por el porche hasta que una ráfaga de aire lo alejó hacia otro lado. La cabeza de Deet.
Oyó el grito de la compañera, un sonido espantoso, primario, aterrorizado. El cuerpo de Deet se desplomó hecho una bola, y la sangre aguada que manaba a borbotones se derramaba sobre los escalones de madera como si fuese pintura. El prisionero se lanzó por la pistola, pero la agente también, y era sorprendentemente rápida para su corpulencia. Ella lo echó del porche de una patada y sacó su propia arma. Agarró la pistola de Deet y se la metió en el cinturón y, sin apartar la vista del prisionero que yacía postrado en la sangre y el barro, se agachó y vomitó ante el cadáver de Deet.
—¡Arriba! —gritó, limpiándose la boca.
Logró abrir la puerta de entrada y le hizo un gesto sacudiendo la pistola para que él la precediera. El prisionero simuló cojear. La estructura de la casa emitía un ruido como de latas de aluminio, y las vigas de madera bajo sus pies temblaban como si los clavos estuvieran a punto de saltar. Dentro reinaba la oscuridad y la policía encendió la radio y su luz de emergencia. Una furiosa interferencia crepitaba entre las paredes, y cada dos segundos la habitación se iluminaba con un destello rojo.
—Baja las escaleras —le ordenó, señalando una puerta abierta.
—Quítame las cadenas.
—Y una mierda.
—No puedo bajar escaleras con esto —insistió él, sin dejar que el anhelo se reflejara en sus ojos. «Hazlo, hazlo, hazlo».
—Ni hablar.
—Me romperé el maldito cuello, zorra estúpida. No puedo ver en esta oscuridad.
—Muévete.
—Dispárame si quieres; no iré a ninguna parte así.
Ella blasfemó y le arrojó un juego de llaves a los pies. Él mantuvo una máscara de expresión de fatiga mientras se liberaba y estiraba los miembros entumecidos. Calibró el estado de la agente, que sostenía el arma con manos inseguras. Tenía el uniforme mojado y pegado a la piel, y el pelo le chorreaba. Se agitó con impaciencia.
—Abajo —repitió, con voz entrecortada.
Los peldaños sin revestir chirriaban cada vez que ponía el pie en uno de ellos. Ella estaba justo detrás, pero era joven y se mantenía demasiado cerca, con el arma apuntándole el final de la espalda. Él tropezó y ella se quedó inmóvil. La mano del hombre reptó hacia atrás y, en un instante, tiró de la muñeca de ella, atrayéndola hacia delante y lanzándola escaleras abajo. Ella gritó, dio varias volteretas y aterrizó sobre el suelo de cemento, hecha un amasijo de carne con las piernas y la clavícula rotas. La radio quedó hecha pedazos. Él se plantó de inmediato junto a ella, le quitó las dos armas y la arrastró por el cuello de la chaqueta hasta el centro del sótano.
Ella gimió de dolor y escupió sangre.
—Cabrón.
Su miedo lo alimentó. Verla a sus pies, desesperada e indefensa, le hacía sentirse como un reptil que mudara su vieja e indeseable piel. Tras diez años en el infierno, volvía a nacer como un hombre nuevo.
Con un gran estruendo, la media ventana incrustada en la pared de hormigón estalló hacia dentro y el agua penetró en oleadas. El olor era fétido y mohoso. La agente gritó al ver que el agua sucia empezaba a formar un charco a su alrededor.
—Oh, Dios, el río se ha desbordado. Tenemos que salir de aquí.
Él se rió en su cara.
—¿Tenemos?
En torno a sus pies aumentaba el volumen del agua, y empezaban a formarse pequeños remolinos. Observó cómo la mujer intentaba ponerse en pie y luego volvía a caer de espaldas al ceder sus huesos hechos astillas. Dio una palmada contra el agua y pidió ayuda a gritos, pero su voz era un susurro ante el inminente asalto de la tormenta contra la casa.
—Por favor —le suplicó—. Por favor.
Él se sintió físicamente excitado al observarla. Se frotó a través de los pantalones y escuchó los sonidos de su dolor. Ella quedó sumergida por primera vez cuando el agua le subió hasta los muslos. Pero volvió a emerger, tosiendo y atragantándose. Ahora, cada vez que asomaba gritaba obscenidades, maldiciéndolo porque él controlaba su destino, él tenía el poder absoluto, él era el pétreo instrumento de la vida y la muerte. No había escapatoria.
Entonces, él advirtió que se estaba produciendo una metamorfosis en su interior: ya no veía el rostro de esa policía, sino el de la zorra que lo había estado hostigando como un demonio durante diez años, y supo que ahora tampoco ella tendría escapatoria.
—Es lo que tienen las inundaciones —le dijo a la policía, la última vez que su rostro irrumpió entre las frías aguas del río—. Lavan todos tus pecados.