Capítulo 65

Abel Teitscher ensartó una gamba de un grasiento plato de plástico, donde estaba nadando en una salsa rojo caramelo. Estaba correosa, pero su lengua se deleitó con el fuerte sabor agridulce, aunque supiera a quemado. Cogió arroz frito con el tenedor y lo hizo bajar todo con un sorbo de té verde. Se recostó contra el rígido armazón de su viejo sofá y observó a un grupo de peces tetra limón que recorrían su pecera dibujando rayas de un azul brillante.

Sinatra cantaba suavemente en el estéreo. Ring-a-ding-ding.

Era un lunes como cualquier otro, y también como muchos martes y miércoles. «El Palacio del Rollito —viejas canciones, burbujas aflorando en la pecera—… Tienes que salir más, papá», le había dicho su hija al llamarle desde San Diego, pero eso era muy fácil de decir si vivías en California.

Aunque tenía razón: estaba muy solo. Aún no hacía suficiente calor para que la ola criminal de primavera inundara la ciudad, así que no tenía que pasarse las noches encerrado en su cubículo de la oficina central. En ocasiones era más sencillo eso que quedarse en casa.

Le sorprendió oír el timbre. Se estiró y, al mirar por la ventana de la sala, vio un Ford Taurus sucio que no reconoció aparcado bajo la farola. Se levantó, reparando en su arrugada camisa blanca de vestir. Los pantalones grises que llevaba le venían anchos, porque la cadera había adelgazado un par de centímetros en el último año y no se había molestado en comprarse ropa nueva. Se limitó a estrecharse el cinturón.

Abrió la puerta.

—Hola, Abel —dijo Nicole Castro.

Se quedaron mirando el uno al otro a través del umbral. Él se sintió cohibido ahí de pie, preguntándose si tendría salsa roja en la boca. Se limpió la cara.

—Hola.

—¿Puedo entrar? No te preocupes, no voy a matarte.

—Muy graciosa.

Abrió más la puerta y Nicole entró en la sala de estar. Iba vestida con un jersey de los Minnesota Vikings y vaqueros, y llevaba un par de Nikes nuevas. Su pelo gris aún era corto, al estilo de la cárcel. Tenía las manos en los bolsillos. Se la veía tan incómoda como lo estaba él.

—Me enteré de que habías salido —dijo Abel—. Me alegro mucho por ti.

—Sí. Libre como un pájaro, ésa soy yo.

Se quedó de pie en medio de la habitación, mordiéndose el labio inferior.

—¿Quieres comida china? —le ofreció él.

—No, estoy bien. Parece vómito rojo, Abel.

—Ya, no es nada del otro mundo, pero para mí es una especie de rutina.

—Ajá.

Se atusó los cuatro pelos grises de la calva e intentó pensar en algo que decir.

—Oye, Nicole, lo siento. No sé qué puedo decirte. No confié en ti y me equivoqué.

—En realidad, he venido para disculparme.

—¿Por qué diablos tendrías que hacerlo?

—Por pasarme todos estos años pensando que tú me habías tendido una trampa.

—Yo nunca haría eso —dijo Abel.

—Sí, bueno, ahora ya lo sé. Supongo que necesitaba culpar a alguien, ¿sabes? Y tú eras un buen blanco.

Abel se sentó en el sofá y apoyó las manos en las rodillas.

—No supe enfocarlo con perspectiva. Vi la prueba y eso fue todo. La prueba decía que tú eras culpable, así que lo eras. Y lo mismo con Maggie.

—No puede decirse que fueras el único.

—¿Quieres sentarte? —le ofreció.

Nicole negó con la cabeza.

—No puedo quedarme. Voy hacia el sur, mi hijo y mi madre están en Knoxville y me mudo con ellos.

—¿Te reincorporarás al cuerpo?

—Ni hablar, eso no es para mí. Ni pensarlo. No quiero meter a nadie en la cárcel nunca más, ¿entiendes qué quiero decir? No podría. No soportaría la idea de estar equivocándome. No, mamá tiene un restaurante y seguramente trabajaré allí.

—¿Qué clase de restaurante? ¿Chino?

Nicole se rió.

—Muy buena. Me había olvidado de que puedes ser gracioso.

—Creo que yo también.

Ella miró la sala a su alrededor y frunció el ceño.

—¿Por qué demonios sigues aquí, Abel? ¿No va siendo hora de que hagas tu vida? Esa zorra con la que te casaste se marchó hace mucho, así que deja de darle vueltas.

Abel esbozó una mueca de dolor, aunque ella estaba en lo cierto. Su ex mujer le había atizado una buena, y él seguía ahí sentado tratando de recuperar el aliento.

—Me hundí en un pozo, y me quedé atrapado tanto tiempo que imaginé que me gustaba estar ahí —explicó.

—Pues acude a un almuerzo de la parroquia y consíguete una chica.

Abel resopló.

—Hace unos cuarenta años que olvidé lo que es una cita.

—No estoy hablando de tener citas, sino de darte una fiesta.

Sonrió. Tenía los dientes amarillentos. Era diez años más joven que él, pero podrían haber pasado por ser de la misma edad. Abel se sintió responsable.

—No vas a creerlo, pero echo de menos tenerte como compañera —dijo Abel.

—Porque yo era la única que aguantaba tu mierda.

Él asintió.

—Sí, en eso tienes razón.

—¿Y si tiras ese vómito chino y tú y yo vamos a cenar a algún sitio, eh? Antes de que me vaya. Por los viejos tiempos.

—Invito yo —contestó él.

—Por supuesto que invitas tú.

Maggie se llevó a los labios la botella de cerveza importada y apuró el último tercio, y luego la tiró a la pila de cascos vacíos sobre la arena.

—Habría pagado una buena cantidad por ver una cosa. ¿Sabéis cuál?

Stride y Serena alzaron la vista a la vez, y el resplandor naranja de la hoguera se reflejó en su piel.

—¿Cuál? —preguntó Stride.

Maggie soltó una risita.

—Me habría encantado ver tu cara cuando tu querido Bronco se hundió en el fondo del lago.

Serena se rió también.

—Oye —protestó Stride—, no tiene ninguna gracia.

Las dos mujeres se rieron tan fuerte que tuvieron que apoyarse la una en la otra para no caerse de espaldas sobre los fragmentos de madera traídos por la marea.

—¿Estás de broma? —continuó Maggie—. No puedo creer que no te tirases al agua después de todo.

—Ese coche era un clásico.

—Vamos, Jonny, era un pedazo de chatarra —dijo Serena—. Tenía como un millón de kilómetros a sus espaldas.

—Sólo doscientos sesenta mil —contestó él. Se acabó su cerveza y sacó la salchicha que se estaba chamuscando en una brocheta, goteando grasa con un sonoro crepitar sobre el círculo de llamas. Sopló, mordió un extremo y suspiró—. Qué bueno está esto.

Era de madrugada. Los tres llevaban horas en la playa detrás de la casa de Stride, alimentando la hoguera, contemplando las estrellas y escuchando el oleaje del lago a unos metros de distancia. Era una fresca noche de marzo y aún había parches de nieve sobre la arena, pero el invierno había dejado de apretar, dando al mar un tono azul como respuesta al cielo gris. El aire tenía un agradable aroma a primavera. Era la época del año en que la gente del norte de Minnesota sabe que todavía no está a salvo de que un tardío arrebato de furia helada caiga sobre la punta de flecha[21], pero también que el tiempo juega a su favor.

—No te he enseñado mi nuevo truco —le dijo Serena a Maggie.

—A ver.

Serena inspiró despacio por la nariz, hinchándose el pecho hasta llenarse por completo los pulmones de aire. Se había pasado semanas incapaz de respirar hondo sin que le diera un ataque de tos. Ahora, era capaz de aguantar la respiración durante quince segundos, luego treinta y luego cuarenta y cinco.

—Cielo, es estupendo —dijo Maggie, y añadió—: ¿Cómo tienes las piernas?

Stride vio que Serena le lanzaba una mirada antes de responder. Era un terreno delicado: él estaba tan acostumbrado a pensar en Serena como una persona dura que le había cogido por sorpresa verla deshecha en lágrimas por su aspecto físico. Le había explicado una y otra vez que debía ser paciente y que, pasara lo que pasase, para él no tenía ninguna importancia. Pero no servía de nada. A ella sí que le importaba.

—Creo que este verano no voy a lucir bañadores —dijo Serena, en tono algo áspero. Stride pensó que la fina capa de hielo que la sostenía iba a ceder otra vez, pero ella volvió a respirar hondo—. Aunque voy mejorando. Desde la última operación me escuece al andar, pero remitirá en unos días. Ya no me siento con piel de lagarto.

El día anterior se había detenido frente a un espejo. Llevaba mucho tiempo sin hacerlo.

—¿Y tú? —se interesó Serena.

—Por mí no te preocupes —respondió Maggie, alzando los brazos por encima de su cabeza—. Estamos en primavera, mi época preferida del año. Los lagos se derriten y todos los cuerpos salen a la superficie. Me siento como un guardián entre el centeno.

—Lo que pasa es que te alegras de haber vuelto —añadió Stride—. Y estás borracha.

—Sí, un poquito, y estoy de vuelta en el trabajo, y soy lo bastante rica como para compraros y venderos a los dos, así que sed buenos conmigo.

—Nos gustaría saber cuánto dinero tienes ahora —comentó Serena.

—No, no os gustaría. De verdad que no. Pero no es quejéis, porque he chaído las saltrichas. Quiero decir que he traído las salchichas. Lo que sea.

—Sí, pero yo he traído la cerveza —dijo Stride—. Y ya vas por la quinta.

Maggie rió otra vez, feliz y achispada, olvidándose del resto del universo.

—Hablando del deshielo primaveral… —comenzó a decir Stride con calma.

También él estaba bebido, pero a él, cuando bebía, le daba por barruntar. Llevaba todo el día tratando de no pensar en las malas noticias, y ahora le brotaban de dentro. Nunca podía escapar del todo. Era como vivir en el Point, a la sombra del lago. Había largos y magníficos días de verano, frescas brisas primaverales, una acuarela multicolor de hojas caídas y mañanas de invierno en que cada ramita de cada árbol desnudo estaba cubierta por una envoltura plateada de hielo. Cada instante era hermoso y fugaz, pero acechando detrás de ellos estaba la mole del lago, que se llevaba vidas y no las devolvía, que era como la brumosa mortaja del mal aglomerándose siempre tras él. Imposible darle esquinazo.

Serena, que no bebía nada más que agua mineral, captó la tristeza en su tono.

—¿Qué ha pasado?

—Tony dejó una tarjeta de visita —dijo.

—Oh, Dios —murmuró Maggie—. ¿Qué hizo?

—Me ha llamado la policía de Hassman —explicó Stride—. Al fundirse esta semana la nieve en el arcén de la carretera, han encontrado el cadáver de una mujer.

Maggie y Serena asimilaron la información en silencio. El viento eligió ese momento para soplar desde el agua.

—¿Saben quién es? —preguntó Serena.

—Eso creen. Una mujer llamada Evelyn Kozlak llevaba semanas desaparecida en Little Falls. Resulta que era la compañera de cuarto de Helen Danning en la universidad y su mejor amiga. Así fue como Tony localizó a Helen: las conoció a las dos cuando estudiaba.

—Mierda —exclamó Maggie, y añadió—: ¿Sabes qué es lo que más me jode? Que Tony realmente me caía bien. Me está costando asumir esto.

—A mí también —dijo Serena—. A ambas nos ayudó.

—Os ayudasteis vosotras mismas —les recordó Stride—. Y resulta que Tony sólo estaba en la habitación.

—Por la que me siento mal de verdad es por Helen —comentó Maggie—. Ella no formaba parte de esto, sólo quería vivir su vida y que la dejaran tranquila. Y en lugar de eso, a su amiga y a ella las arrolló un huracán. Me hace sentir bastante impotente.

—No estamos para prevenir —afirmó Stride—, sino para curar.

Maggie se levantó y se sacudió la arena de los vaqueros.

—Tras la guinda de esta observación, chicos y chicas, me iré a casa a dormir un par de horas. Vosotros podéis hacer lo que sea que hagáis en esa cama vuestra.

—No deberías conducir —le advirtió Serena—. Duerme en la cama de invitados.

—Gracias, pero últimamente lo he hecho demasiado a menudo. Tengo una casa, ¿sabes? Al menos hasta que venda ese apestoso mausoleo y me busque mi propio sitio. Además, no estoy tan zumbada como parece. Hablar de cadáveres me despeja. No te preocupes, iré despacio.

—Te acompaño —dijo Stride.

Mientras se alejaban del círculo de fuego, Stride sintió que los restos del viento invernal se le metían por debajo de la ropa. A Maggie no parecía afectarle, con su chaqueta roja de piel colgando sobre el hombro. Llevaba desabrochados los dos últimos botones de su blusa rosa. Stride llevaba una linterna, cuya luz los guió a lo largo del camino entre los árboles. Pasaron de largo la casa y el polvoriento Ford Expedition negro del camino de entrada y salieron a la avenida Minnesota. La carretera que cruzaba el Point estaba desierta. El nuevo y flamante Avalanche de Maggie, pintado de amarillo chillón, estaba aparcado junto a la acera.

—Me alegro de que hayas vuelto, Maggs —dijo él cuando se apoyaron en la camioneta.

Sus dedos ansiaban un cigarrillo, pero lo había dejado otra vez, y esperaba que para siempre. Ahora Serena no soportaba el humo.

—Gracias.

—Ya no necesitas el dinero. ¿Por qué vuelves a un trabajo como éste? —le preguntó.

Maggie se encogió de hombros.

—Es a lo que me dedico.

—¿Has llegado a alguna conclusión sobre lo de adoptar a un niño?

—Sigo pensando en ello —admitió—. Primero tengo que rehacer mi vida y luego ya veremos. Paso a paso.

—Sería un crío afortunado —le dijo Stride.

Maggie se puso de puntillas, le acarició el pelo ondulado, atrajo su cabeza hacia ella y lo besó. Él sintió el suave tacto de sus labios al moverse sobre los de Maggie, y la rodeó con sus brazos y la atrajo hacia sí. El beso continuó, largo y profundo, la clase de beso que nunca se hubiera imaginado que compartiría con ella.

Maggie se apartó y le dedicó una sonrisa.

—No te ofendas, pero he decidido dejar de quererte.

—Vale. —Como si fuera así de fácil.

—Tengo otras cosas que hacer con mi vida y tú estás enamorado de Serena. Aunque ha estado bien saber que he tenido una oportunidad. —Le dedicó una de esas miradas sarcásticas, sabihondas e irritantes que llevaba diez años dedicándole—. Porque ahora mismo he tenido una oportunidad, ¿verdad?

—Sí, así es —contestó él, sorprendiéndose a sí mismo.

—Déjalos con ganas de más, ése es mi lema.

—Vete ya.

—Nos vemos mañana, jefe.

Maggie jugueteó con las llaves mientras rodeaba el coche hacia la puerta del conductor. Él la oyó silbar. Se quedó largo rato donde estaba, porque aún sentía los labios de ella y el olor de su perfume, y eso lo desorientaba. Cuando regresó al lago por el sendero nevado y se sentó delante del fuego junto a Serena, seguía callado. Se sentía culpable.

Serena le echó un vistazo, lo sorprendió sonriendo y posó la mirada en el lago.

—Así que te ha besado, ¿eh? —dijo ella.

—¿Sabes leer la mente?

—No, pero ése no es tu tono de pintalabios.

Stride maldijo y se limpió la cara.

—Lo siento.

—No pasa nada.

Contemplaron la danza de las llamas. La nudosa madera de pino crujió y chisporroteó.

—Pero dejemos las cosas claras —añadió Serena—, si volvéis a hacerlo otra vez, me veré obligada a mataros a los dos.

—No te preocupes, tú eres mi chica alfa.

—Será mejor que te lo creas.

Serena se deslizó sobre la arena y se sentó con las piernas tocando las de él. Jonny le posó la mano cuidadosamente en el muslo y le acarició la piel a través de la tela de los pantalones de deporte, sin apretar demasiado. Ella no le detuvo: su cuerpo no se encogió de dolor y su alma no se replegó. Cuando él la miró, vio que tenía los ojos cerrados, y que estaba sonriendo.

—¿Qué tal así? —le preguntó.

—Maravilloso.

Se quedaron ahí sentados en silencio mientras el fuego se reducía a cenizas, y cuando no quedó más que un débil resplandor rojizo sobre la arena, lo enterraron con nieve y ascendieron la pendiente cubierta de hierba que llevaba a su casa.