Capítulo 63

Abel Teitscher se agitaba inquieto en la silla de una sala de entrevistas privadas, en la cárcel de mujeres de Shakopee. Sostenía un vaso blanco de papel con ambas manos y observaba el negro café sin beber. Llevaba un traje gris planchado, la clase de atuendo que llevaría a la iglesia si fuera alguna vez. Su gabardina estaba cuidadosamente doblada en la silla de al lado. Había dado brillo a sus zapatos negros. Daba mucha importancia a su aspecto cuando visitaba un correccional, como si el traje y la corbata fuesen otra barrera entre él y los prisioneros retenidos allí.

No veía a Nicole Castro desde hacía seis años, cuando se la llevaron de los juzgados del condado de Saint Louis tras ser condenada. Entonces le lanzó una mirada asesina y, cuando él se la devolvió, le pareció ver a una extraña. No sentía ninguna curiosidad morbosa por saber qué aspecto tendría Nicole ahora, y lo único que deseaba era olvidarla. Él nunca quiso verla otra vez y odiaba estar allí, sombrero en mano, esperándola para sacar información. Sabía la clase de reacción que podía causarle.

La puerta se abrió ruidosamente y un guardia introdujo a la rea en la estancia. Abel no levantó la mirada, pero sintió la de ella al verle, y el aire cálido y rancio de la habitación se volvió helado. En lugar de escupir o gritar, Nicole se dirigió al guardia.

—Quiero largarme de aquí.

—Sé buena —replicó el guardia, con una voz grave que retumbó en la pequeña sala, pues él solo ocupaba casi todo el umbral.

—No quiero verle. Llévame de vuelta.

—Es un agente de policía, así que sé educada, pon tu culo en la silla y escucha lo que tenga que decir.

Nicole se arrastró hacia una silla al otro lado de la mesa de reuniones y se dejó caer. Fijó la mirada en Abel como una serpiente y clavó la uña en las muescas de la madera. Él no alzó los ojos del café. El guarda cerró la puerta y echó el cerrojo. La habitación estaba en un silencio absoluto, y permanecieron dos o tres minutos sentados sin decir nada. Nicole irradiaba desprecio desde la otra punta de la mesa, y él se quedó ahí sentado y sufriente, dejando que aquello le lloviera encima y deseando poder largarse de allí.

—Tienes un aspecto de mierda —dijo Nicole al fin—. Dime que te estás muriendo o algo así.

Abel apartó la mirada del café humeante y se centró en ella. No era la joven policía que recordaba.

—Mira quién habla.

—He oído que te divorciaste. Que te encontraste a tu mujer tirándose a un semental.

—Has oído bien.

—¿Y ahora qué haces? ¿Te sientas en ese sofá viejo que tienes y te pasas la noche mirando tus peces?

Abel detestaba que hubiera dado en el clavo.

—Corro.

—Ah, ¿sí? Tienes mucho de lo que salir corriendo, Abel. Una montaña de cosas. La verdad es que también fracasaste como teniente. La gente te odiaba tanto que tuvieron que volver a traer a Stride, o todos se hubieran largado.

Abel se encogió de hombros.

—¿Has terminado?

—No he hecho más que empezar.

—Puedes culparme todo lo que quieras, pero yo no soy la razón por la que estás aquí. La cagaste, Nicole. Yo no podía ayudarte.

—Sí, claro, como si tu ayuda valiese una mierda. Me ayudaste a que me cayeran veinte años. Mi hijo tuvo que crecer sin su madre.

—Yo no maté a esa gente. Fuiste tú.

—Sabes que eso no es verdad.

Abel negó con la cabeza. La misma canción de siempre.

—Por favor.

—A mí no me sacudas así la cabeza. No después de amañar la escena del crimen para hacérmelo pagar.

—¿Ésta sigue siendo tu mejor baza? ¿Que yo te tendí una trampa? Creía que después de seis años probarías con otro cuento.

—Que te jodan, me largo de aquí.

Se levantó y aporreó la puerta cerrada. La cara cuadrada el guarda asomó detrás de la ventana e, ignorándola a ella, miró interrogante a Abel, que negó con la cabeza. La puerta se quedó sin abrir. Nicole maldijo con rabia, se sentó pesadamente de nuevo y cruzó los brazos.

—¿Y qué coño quieres? —preguntó—. ¿Por qué estás aquí?

—Estoy aquí porque Stride me ha pedido que hable contigo.

—¿Sí? ¿Sobre qué?

—Sobre el caso de la chica de Enger Park.

Nicole inclinó la cabeza, sorprendida.

—¿Cómo dices?

—Ya me has oído.

—¿Quieres que os ayude en un caso? ¿Me tomas el pelo?

—Quiero saber si averiguaste algo cuando trabajaste en ese caso una vez enfriado. En el expediente no hay nada.

—Sí, bueno, el papeleo nunca fue lo mío.

—Y entretanto, el caso acumula polvo en mi despacho.

—Tú no me preguntaste. Nadie lo hizo. En seis años, nadie me preguntó por ello. Yo tenía una buena teoría.

Nicole siempre presumía de ser una super policía. La mayoría de las veces, sus pistas llevaban a callejones sin salida.

—Te estoy preguntando ahora —dijo él a regañadientes.

—¿Y por qué coño iba a decirte algo ahora? Investiga tú mismo. No puede decirse que yo siga en mi puesto exactamente.

—Otra mujer ha sido asesinada y abandonada en el parque —le explicó Abel.

Nicole guardó silencio. Agitaba las piernas, nerviosa.

—¿El mismo modus operandi? ¿Le han cortado la cabeza y las manos?

Abel asintió.

—Mierda. Otra cría.

—No, ésta era mayor. Creemos que se llama Helen Danning. ¿Alguna vez te topaste con ese nombre?

Nicole negó con la cabeza. Estaba contenida.

—No.

—¿Cuál era tu teoría?

—¿Pensáis que es el mismo autor? —quiso saber Nicole—. ¿Después de tanto tiempo?

—Puede, o tal vez se trate de un imitador. En cualquier caso, estamos intentando averiguar si hay alguna relación entre los dos casos. Si supieras algo, de verdad que nos ayudaría. —Soltó las palabras lo más deprisa que pudo, antes de atragantarse con ellas.

—¿Por qué Stride te manda a ti?

—Yo no lo he elegido —admitió Abel.

—¿Entonces? ¿Eres una especie de virgen que Stride me entrega en sacrificio? ¿Me da una oportunidad de burlarme de ti para que a cambio te diga lo que sé?

—Algo así. Ahora, el caso es técnicamente mío.

—Técnicamente, lo que significa que no haces una mierda.

—Pues sí, tienes razón; no tengo tiempo que perder en casos que no van a ninguna parte, porque cada día llegan a mi mesa un montón de expedientes nuevos.

—Te refieres a casos en que las víctimas son blancas.

—No me vengas con esa gilipollez. Ya hemos hablado de eso. Guppo cree que soy un racista, pero tú sabes que no es verdad.

—Sí, claro, te sorprendiste mucho cuando arrestaron a tu compañera negra por asesinato. Las manzanas de color no caen lejos del árbol, ¿no?

—Oye, si no luché más por ti no fue porque eras negra, sino porque eras culpable.

—Es lo mismo que dice tu informe, Abel. La misma maldita excusa.

—¿Vas a ayudarme o he perdido el tiempo viniendo aquí?

—¿Qué te hace pensar que recuerdo algún detalle de ese jodido caso seis años después?

Abel le había dicho lo mismo a Stride, pero al mirarla ahora a los ojos supo que así era: lo recordaba todo. En algún lugar muy profundo, seguía siendo una policía.

—Que tienes un hijo —dijo él—. Y que no querrías que acabara como esa chica del parque.

La ira de Nicole se hizo añicos.

—Sí.

—¿Cómo está tu chico? —preguntó Abel suavemente.

—Muy lejos. Está muy lejos, y mejor para él. Ahora va al instituto en el sur.

—Eso está bien.

Nicole examinó sus manos llenas de callos como si pertenecieran a otra persona.

—Aerosmith —dijo—. Ésa era mi teoría.

—¿Cómo?

—La chica de Enger Park estaba llena de tatuajes de videojuegos y heavy metal, ¿recuerdas?

—Stride y Maggie siguieron esa pista, ellos hablaron con las bandas, yo no fui a ninguna parte.

Nicole sonrió.

—Ya, eso fue antes de toda la movida de internet, ¿verdad? Cuando no había chats ni mierdas de ésas. Yo me pasé horas chateando con fans de los grupos. Bon Jovi, Barenaked Ladies, Aerosmith… Pensé que, si la chica era una fan incondicional, alguien tendría que recordar a una grupi que no se dejaba ver desde el verano del 97.

—Eso es una aguja en un pajar. Los adolescentes revolotean alrededor de los grupos sin parar.

—Ya, pero no podía hacer muchas más cosas, ¿sabes?

—¿Y qué encontraste?

Nicole se inclinó hacia delante. Volvía a estar emocionada y se había olvidado de dónde estaba.

—Una chica de Chicago me habló de esa chica negra con la que fue a un puñado de conciertos de Aerosmith durante su gira «Nine Lives» del verano del 97. La chica negra se llamaba Teena.

—¿Quién era la chica de Chicago?

—Nunca me dijo su nombre. Cuando le expliqué que era una policía que investigaba un asesinato, le entró el pánico, se dio de baja y nunca volví a encontrarla.

—¿Y?

—Dijo que había quedado otra vez con Teena en el concierto de Chicago, pero que no acudió.

Abel frunció el ceño.

—Eso no es una gran pista, que digamos.

—No, pero escucha esto: esa chica vio a Teena por última vez en el concierto que dio el grupo en Kansas City el 26 de agosto de 1997. La vio meterse en un coche con un tío mayor y blanco. Nunca volvió a cruzarse con ella.

—¿El 26 de agosto? —repitió Abel, que ahora sí veía la relación.

—Exacto, dos días antes de que encontraran a la chica de Enger Park. Vale, a lo mejor no es nada, pero es muchísimo más que lo que teníamos antes. Pensaba ir a Kansas City y empezar a comprobar las listas de ventas de entradas de aquel entonces, a ver si encontraba a Teena o a algún comprador relacionado con Duluth o a alguien con antecedentes. También quería seguir el rastro de personas que hubieran estado en el concierto y averiguar si alguien más podía hablarme de la chica o del tío con el que se marchó.

—Eso es mucho trabajo.

—Sí, bueno, ya te he dicho que me sobraba tiempo, y tenía ciertas cosas que demostrar a mucha gente.

Abel se recostó en su silla.

—¿Y por qué lo dejaste?

Nicole frunció el ceño y señaló las paredes.

—Me retuvieron otros asuntos, ¿sabes?

—Claro, perdón.

—Lo que te estoy diciendo es que pienso que esa tal Teena es la chica de Enger Park; un tío la recogió en el concierto, la violó, la mató y se deshizo de ella en Duluth.

—Ojalá le hubieras hablado a alguien de esto —observó Abel.

—Como ya he dicho, me surgieron ciertos problemas.

—No estoy seguro de cuánto de todo esto tiene que ver con el asesinato de Helen Danning.

—A lo mejor también era fan de los Aerosmith.

Abel negó con la cabeza.

—Esa mujer era acomodadora en un teatro de Broadway; no suena a fanática del rock duro.

—Mira, tú sabrás lo que tienes en ese nuevo caso —dijo Nicole—. Quizá no hay ninguna relación. Pero hazme un favor, ¿vale? No lo dejes correr. Quiero decir que puede que aún encuentres algo en Kansas City. O puedes volver a buscar a esa chica de Chicago.

—Sí, me paso mucho tiempo en los chats de heavy metal —replicó Abel—. Seguro que no desentono.

—Esos fanáticos son incondicionales. Si a la chica le gustaba Aerosmith en 1997, le seguirá gustando ahora.

—¿Y cómo la encontraste hace seis años?

—Hablé con mi loquero —contestó Nicole.

Abel se la quedó mirando.

—¿Qué?

—Conoces a Tony Wells, ¿no? Es un fan absoluto de Aerosmith. Él me dio varias páginas web, así es como la encontré.

—¿Estabas viendo a Tony? —preguntó Abel.

—Sí. Estaba destrozada, ya lo sabes.

Seguramente no era nada. Abel lo sabía: nada de nada. Tony Wells visitaba a medio cuerpo de detectives. Era su trabajo.

Salvo que lo era todo. Para ser un hombre que no confiaba en nada que no pudiera ver, tocar y oler, Abel se encontró de pronto siguiendo una corazonada. Viendo toda la película. Se quedó mirando a Nicole y sintió un pozo de dolor tan profundo que podría haberse caído por el agujero sin llegar a impactar contra el agua fría en un kilómetro y medio.

—¿Sabía Tony para qué querías la información? —le preguntó.

—Al principio no. Se lo conté luego, cuando encontré la pista sobre Teena.

—¿Qué le dijiste exactamente?

Nicole escudriñó su ceño fruncido y abrió los ojos, curiosos y duros.

—Lo mismo que a ti, que pensaba que tenía algo sobre el caso de Enger Park. Ya sabes que nos asesoraba en ese caso. Él trazó el perfil.

—Sí —dijo Abel—. Ya me acuerdo.

—Teniente, será mejor que vea esto —lo llamó Guppo.

Stride tiró de la anilla de una lata de Coca-Cola, que se abrió con un siseo efervescente.

—Ya voy.

Se encontraban en la oficina central y eran las siete de la tarde. La mitad de los fluorescentes del techo estaban apagados. Guppo ocupaba un cubículo con unas paredes que parecían de arpillera gris, y tres ordenadores brillaban ante él. El primero era una unidad estándar propiedad del departamento de detectives; los otros dos los habían traído de la casa y el despacho de Eric.

Stride aguardó en la puerta del cubículo con la mirada puesta en Guppo, que sobresalía de una pequeña silla con ruedas. No se acercó más. Guppo estaba mascando unos aperitivos de guacamole con salsa, lo que en su caso constituía un arma letal.

—¿Tienes algo? —quiso saber Stride.

—Oh, sí.

Stride se frotó los ojos y observó cómo los gruesos dedos de Guppo tecleaban en el moderno portátil que habían cogido de la oficina central de la empresa de Eric. El olor a moho del sótano se la había metido en la nariz. Se sintió extrañamente en casa entre las sombras de la noche.

—Yo buscaba a «La dama que hay en mí» —explicó Guppo—, pero era un callejón sin salida. Ella eliminó el blog y no encontré ninguna página oculta que pudiera decirnos algo. Pero el tatuaje me ha dado la clave y he vuelto a revisar las páginas web que visitó Eric. Sólo que ahora he buscado el acrónimo LDHM.

—¿Y?

—Voilà —dijo Guppo, hizo clic en la entrada de un blog y maximizó la ventana en la pantalla.

—¿Es la página de Helen? —preguntó Stride.

Guppo negó con la cabeza y se llevó un puñado de aperitivos a la boca.

—He recuperado una página para víctimas de violación del Medio Este —explicó—. Necesitas una contraseña para entrar.

—¿Y tú cómo has accedido?

—He encontrado la contraseña de Eric —dijo Guppo.

—¿Cómo entró él?

—Parece ser que se apuntó a la lista. Los familiares de las víctimas también pueden formar parte de la comunidad. Su apodo era Nadador. No era difícil de adivinar.

—¿Y qué has averiguado?

—Hay un hilo de hace unos dieciocho meses. Una estudiante fue violada en la Universidad de Minnesota y habló de ello en la red. Entonces se metió una mujer que contó su propia historia de principios de los noventa.

—¿LDHM?

—Así es. Helen Danning.

—¿Qué decía? —quiso saber Stride.

—Compruébalo tú mismo.

Stride se inclinó junto a Guppo y olió cebollas y pimientos en el cálido aliento del detective. Leyó la entrada del blog en la pantalla:

Lo mismo me pasó a mí en la universidad a principios de los noventa. Salí con un chico que ya se había licenciado y bebí demasiado. Entonces no me pareció tanto, y no fue hasta mucho, mucho después cuando me di cuenta de que seguramente me echó algo en la bebida. Chicas, debéis ir con cuidado con esa mierda. Ahí fuera hay criminales. Ese tío iba a matarme pero, gracias a Dios, un guarda de seguridad nos encontró en el parque. La policía dijo que fue culpa mía (¡!) debido al alcohol. Ni siquiera acusaron a ese animal. LDHM.

—Las fechas encajan —comentó Stride—, pero esto no pudo bastarle a Eric para ver una relación.

—Hay algo más —continuó Guppo—. Esto sólo es el principio. Helen cuenta que dejó los estudios y fue saltando de un trabajo a otro. Nunca lo superó. Entonces la otra chica le pide consejo.

Hizo clic en otras entradas y se apartó para dejar ver a Stride.

¿Consejos? ¡Mira por dónde, lo que más me repatea es que el cabrón que me hizo eso ahora se dedica a aconsejar a víctimas de violaciones! ¡Es psiquiatra en Duluth! LDHM.

—Maldita sea —murmuró Stride—. Abel tenía razón con lo de Tony. Todo este tiempo nos ha estado asesorando a nosotros sobre patologías sexuales.

—Sí, es un experto —observó Guppo amargamente.

—¿Podemos demostrar que Eric llegó a ver esto?

—Vaya si lo vio. —Guppo hizo clic en una nueva entrada.

LDHM, creo que ese tío sigue en sus trece. Creo que violó a mi mujer. ¿Cómo se llama? Nadador.

—¿Qué respondió Helen? —preguntó Stride.

—No hubo respuesta. LDHM no volvió a escribir.

—Así que Eric fue a buscarla —concluyó Stride.

Y supo que fue en aquel punto donde empezaron a caer todas las piezas del dominó.