Capítulo 62

Maggie encontró a Serena en la cama del hospital, mirando con aire ausente el televisor suspendido del techo. Al verla, Serena apago la pantalla con el mando a distancia y dibujó una débil sonrisa. Tenía el hombro vendado. Un tubo claro le llegaba por detrás de las orejas y se extendía sobre su rostro pálido y hermoso, proporcionando oxígeno a los pulmones. Llevaba el pelo negro echado hacia atrás y recogido detrás de la cabeza. Una manta le cubría el cuerpo, pero Maggie vio que sus brazos desnudos estaban salpicados de quemaduras rojo cereza.

Serena vio cómo la observaba.

—Éstas son las pequeñas —dijo.

—Lo sé.

Maggie acercó una silla a la cama y se sentó. Se mordió el labio superior y lo mantuvo sujeto entre los dientes. Hacía un calor incómodo. Su mirada se detuvo en el fluido ámbar de la bolsa intravenosa y luego en la reproducción de una acuarela de Canal Park, colgada en la pared lisa de color azul cielo.

—No sé muy bien qué decir: todo suena tan estúpido. Cómo estás, si estás bien, cosas así…

Serena echó una ojeada a la caja rosa que Maggie sujetaba.

—¿Es para mí?

Maggie bajó la vista.

—Ah, sí, casi me olvidaba. Donuts. ¿Quieres uno? He traído de los clásicos, con chocolate y un par de rellenos, de los que chorrean cuando los muerdes.

Serena se rió, lo que le costó unas dolorosas punzadas.

—Un clásico, por favor.

—¿Quieres que te lo dé yo?

—No, el brazo izquierdo no lo tengo tan mal. Puedo hacerlo yo.

Maggie abrió la caja rajando la cinta adhesiva con la uña y le tendió un donut. Serena lo engulló en tres mordiscos y se limpió las migas de los labios. Maggie cogió uno de chocolate para ella y dejó el resto en la caja sobre la mesita de Serena.

—¿Por qué no te inyectan morfina? —preguntó Maggie.

—Les pedí que me la quitaran.

—¿Por qué? Las quemaduras son lo peor.

—Lo instalan de tal manera que puedes apretar un botón para darte un chute cada vez que lo necesitas —explicó Serena—. Ya me conoces, tengo una personalidad adictiva. No quiero salir de aquí enganchada a los calmantes.

—Pero necesitas algo para el dolor —le dijo Maggie.

—Cuando me duele tanto que desearía cortarme las piernas, llamo a la enfermera y ella me da el chute.

—¿Cuándo ha sido el último?

—Hace demasiado —admitió Serena.

—No te hagas la mártir.

Serena lanzó una mirada al botón para llamar a la enfermera que pendía a su derecha, pero no hizo ademán de cogerlo.

—He visto las noticias —dijo—. Lo de Enger Park.

—Stride cree que se trata del cadáver de Helen Danning.

Serena arqueó las cejas.

—Entonces ¿está relacionado con el asesinato de Eric?

—Es posible.

—Eso es bueno para ti.

Maggie se encogió de hombros y mordisqueó el donut. Se lamió el chocolate de los dedos.

—Siempre que no piensen que fui yo. Aunque decapitar no es mi estilo. Odio toda esa sangre. Prefiero un golpe en la cabeza.

—Qué fina —observó Serena.

—Odio pensar otra vez en el caso de Enger Park. Ya llevé ese peso durante mucho tiempo.

—Todos tenemos un caso como ése.

Maggie sabía que era cierto, pero la chica de Enger Park era distinta. Había algo desgarrador en esa chica negra y solitaria sobre la hierba mojada; ya ni siquiera era una chica, sólo un cuerpo mutilado abandonado a su suerte para pudrirse. Una humillación final después de la agonía, la violación y la muerte. Deseaba poder darle un nombre y hacerle algo de justicia para que recuperara su condición de ser humano. Tampoco le dijo a Serena que fue entonces cuando sus sentimientos por Stride se convirtieron en algo más, porque de repente trabajar con él ya no era sólo resolver crímenes, sino sufrir juntos por los fracasos.

—Gracias por pillar a Blue Dog —dijo Serena—. No sé si podría soportar todo esto sabiendo que él sigue ahí fuera.

—También fue una compensación para mí —le recordó Maggie—. Ya no nos molestará a ninguna.

—Eso pensé yo la otra vez.

—Creo que incluso Alabama puede mantener a un asesino con un solo brazo entre rejas —concluyó Maggie.

Por su expresión, Serena estaba muy lejos, y Maggie desconocía dónde.

—¿Te hizo…? —preguntó con suavidad, y añadió—: No tienes por qué contármelo.

—No tuvo oportunidad —contestó Serena.

—Qué alivio. Es decir, un peso menos con que cargar.

Serena se mordió el labio.

—Desde luego.

—¿Estás bien?

—Sólo quiero que esto termine. Quiero salir de aquí.

—No corras tanto. Tienes que curarte. Al menos te pondrás bien.

—Sí, eso dicen.

Maggie observó cómo afloraba la vulnerabilidad al rostro de Serena. La voz se le quebró, le tembló el mentón y los ojos se le humedecieron, asustados.

—Eh… —murmuró Maggie. Se acercó y acarició el pelo de Serena.

—Lo siento —dijo Serena—. Qué dura, ¿eh?

—Tienes todo el derecho.

—Debería estar agradecida, estoy aquí y saldré de ésta. Pero entonces toso y es como si me ardieran los pulmones, y me pregunto si alguna vez podré volver a respirar sin acordarme. Me pregunto si volveré a correr. Joder, hasta me pregunto si podré andar otra vez.

Ahora, las lágrimas le brotaron de los ojos. Maggie se sintió furiosa e impotente.

—También me he mirado el cuerpo —continuó Serena—. Me dijeron que no lo hiciera, pero lo he hecho. Oh, Dios mío, Maggie. Dios mío…

—No te hagas esto.

—Será estúpido y vanidoso, pero no quiero que Jonny vuelva a verme nunca. No así.

—Te curarás. Superarás esto. —Serena negó con la cabeza. Maggie susurró—: Vamos, no es sólo tu cuerpo el que necesita tiempo. También es tu cabeza. ¿Te acuerdas de lo que me dijiste? Tenías razón, me engañaba a mí misma. Necesito ayuda, y tú también. Mañana iré a ver a Tony otra vez; haz tú lo mismo. Siempre que necesites a alguien, me tendrás a mí. Y a Stride también, ya lo sabes.

—Duele —le explicó Serena—. Duele mucho. Cuando pienso en ello duele aún más. Me parece que no parará nunca.

Maggie extendió el brazo y presionó el botón de llamada. Serena no protestó. Tenía la boca abierta de dolor y tensaba la piel, empeorándolo, mientras sacudía las piernas bajo la manta.

—Nada volverá a ser igual —murmuró Serena—. Nada volverá a estar bien.

—Chis. No hables.

—Dile a Jonny que no venga. Dile que no venga.

La enfermera entró corriendo y ya con una epidérmica de morfina en la mano: sabía lo que Serena necesitaba cuando sonaba el timbre y sabía que lo necesitaba deprisa. Maggie la observó limpiar el hombro izquierdo de la paciente, introducir luego la aguja y apretar el émbolo. El narcótico empezó a actuar casi de inmediato. La mirada de Serena se desenfocó y se relajó. Su cuerpo se recostó suavemente en el colchón. Maggie y la enfermera se quedaron hasta que a Serena le remitió el dolor y se durmió.

—¿Cómo está realmente? —quiso saber Maggie.

—Éste es el peor momento —respondió la enfermera—, el dolor te debilita mucho emocionalmente. Pero no se preocupe, la piel se le está empezando a curar. Hoy tiene los pulmones más limpios y respira mejor. Ya verá como dentro de unos días, no podrá creer lo bien que se ha puesto.

«Al menos por fuera», pensó Maggie.

La sala estaba a oscuras cuando Stride llegó al hospital. Era pasada la medianoche. Las luces eran tenues en las habitaciones que iba pasando de largo, y vio a pacientes tumbados en sus camas y a varios enfermeros cansados bebiendo café. Olió los desinfectantes que se usaban para fregar los suelos. Allí había niños y adultos, hombres y mujeres. Algunos estaban mejorando, otros se estaban poniendo peor. Viviendo y muriendo. Era complicado decirse que Serena iba a estar bien, porque ése era el mismo hospital en el que Cindy finalmente había sucumbido al cáncer. Estar allí dentro, andar otra vez por esos pasillos, hacía que los recuerdos fueran casi demasiado vividos para soportarlos.

Encontró la habitación de Serena y se detuvo a los pies de la cama, observando cómo su pecho subía y bajaba reposadamente mientras dormía. Hizo lo mismo que había hecho tantas veces años atrás: quitarse la chaqueta de piel, colgarla en el respaldo de la silla y sentarse en la penumbra a contemplar a la mujer que amaba. En aquel entonces, Cindy estaba cada vez peor, y cada vez que la veía él sentía como si una rata le royera un pedazo más de corazón. No podía creer que la mujer de la cama fuese su preciosa y radiante esposa, la que una vez fuera aquella chica de diecisiete años que cambió su vida en el transcurso de un verano increíble.

Se había ido demasiado pronto, y nada fue como él había planeado.

Ahora no podía creer que le hubieran dado una segunda oportunidad, e hizo algo que no recordaba haber hecho en años: rezar. En esa época también había rezado, y cuando Dios ignoró sus plegarias, cerró su corazón en banda y decidió que no tenía sentido volver a desear nunca nada. Hasta ahora. Hasta que esta mujer entró en su vida; alguien por quien literalmente se arrojaría a las llamas para salvarla. Estaba agradecido de que estuviera viva y desesperado por verla recuperarse.

Sin levantarse de la silla, Stride extendió el brazo y suavemente enlazó sus dedos con los de Serena encima de la cama. Procuró no despertarla, pero sintió que ella le devolvía un débil apretón. Abrió los ojos despacio, como si los párpados le pesaran toneladas. Estaba aturdida y drogada. Al verle se le animó la cara, y él hizo lo que pudo por no derrumbarse. Cindy también hacía eso: se iluminaba como un árbol de Navidad cuando le veía, incluso cuando ya le quedaba poco tiempo.

Serena masculló algo que él no oyó. Al repetirlo, sonó importante y profundo.

—No podía ir —le dijo.

Él se inclinó, pero siguió sin entenderla.

—¿Qué?

—Lo intenté —murmuró ella con voz desmayada—. No podía ir.

Stride sonrió como si supiera qué trataba de decirle.

—Por ti —continuó ella.

—No hables —respondió—. Duérmete.

—Aún sigo aquí —dijo Serena, y sus ojos se cerraron.

Stride la observó un rato más, hasta que sus propios párpados le pesaron como si unos lastres de plomo tirasen de ellos, y se durmió y soñó con un antiguo verano en el Point.