Era como un déjá vu. Stride no podía creerlo.
El cadáver se encontraba exactamente donde habían hallado a la adolescente negra y anónima una década antes. Había examinado ese lugar tantas veces que era capaz de precisar cuánto habían crecido los árboles que se alineaban junto a esa calle del campo de golf y la cantidad de pasos que separaban aquel punto de la carretera. El cuerpo estaba de espaldas, con las piernas y los brazos separados como en un dibujo de Da Vinci. Se encontraba en un valle invisible desde la carretera y guarecido de los golfistas que pasaban por allí directamente hacia el green. A la chica de entonces, la que encontraron en agosto, la que acechaba sus sueños desde entonces, la localizaron gracias al tiro errante de un doctor.
—Dos esquiadores de fondo se han tropezado con ella —dijo Guppo.
La nieve les llegaba a la pantorrilla, y Guppo miraba la pendiente que conducía a la carretera como preguntándose si sobreviviría a la ascensión. Era media tarde. Ya no nevaba y hacía sol, aunque era incapaz de dar más que un débil resplandor.
Stride asintió. Tenía los labios apretados y fríos.
—¿Alguna idea de cuánto lleva aquí?
—Está congelada, así que no será fácil de determinar —explicó Guppo—. Pero uno de los esquiadores dice que siguió la misma ruta hace dos días y que no había ningún cadáver.
—¿Está seguro de que pasó por el mismo punto?
Guppo asintió.
—Dice que es su ruta favorita.
—¿La han matado aquí? —preguntó Teitscher.
—No. No hay suficiente sangre —contestó Guppo.
Stride examinó a la víctima, o lo que quedaba de ella. Igual que la chica de hacía diez años, este nuevo cadáver estaba sin manos ni cabeza. En la parte del cuello que se mantenía intacta, vio unas marcas de ligaduras que sugerían que la habían estrangulado. Estaba desnuda, y vio contusiones en la zona pélvica. En estos aspectos, era indudable que el crimen lo había cometido el mismo asesino.
Pero había algunos detalles diferentes. Aquello fue en verano y ahora era invierno. La víctima original era negra y esta mujer era blanca. La chica de entonces era joven, no tendría más de diecisiete años; pero por el estado de la piel de esta víctima era fácil adivinar que era mayor, de treinta o cuarenta y tantos.
—No confíes mucho en el ADN esta vez —dijo Guppo.
Stride asintió. Tenía la sensación de que el autor era demasiado listo como para volver a dejar su tarjeta de visita.
—¿Qué más tenemos?
—No mucho. Violet se encarga del cuerpo. Ahora está en su camioneta. Estamos peinando la zona, pero ya te digo que creo que el autor sólo la tiró aquí.
—¿Y las huellas? Tuvo que venir hasta este punto.
Guppo señaló una franja estrecha de nieve apelmazada que descendía la pendiente.
—Sí, al parecer la arrastró. Hemos encontrado manchas de sangre y pelos a lo largo de todo el camino de vuelta a la carretera. Pero debió de coger una pala para remover la nieve. Y en los dos últimos días ha caído otro centímetro más o menos.
—¿Y las marcas de neumáticos?
—En la carretera no hay nada.
Teitscher alzó la mirada al oír el ruido atronador de un helicóptero cerniéndose sobre sus cabezas.
—¿Quién demonios se lo ha chivado a los medios? Esto parece un maldito circo.
—A mí no me mires —lanzó Guppo—. Uno de los esquiadores llamó a su mujer y resulta que era secretaria de la KBJR[18]. Han sido los primeros en sacarlo, y los demás se han sumado a la fiesta. Ahí arriba también hay periodistas de las Gemelas. Todos se huelen un asesino en serie. Todo el mundo pregunta por el primer caso de la chica de Enger Park y si tiene alguna relación con éste.
—Es más probable que algún imitador nos esté dando falsas pistas —dijo Teitscher.
Guppo se encogió de hombros.
—Todos hablan de esto como si estuviera sacado de la próxima novela de John Sandford.
—No podemos descartar nada —dijo Stride—. Ha transcurrido mucho tiempo entre los dos crímenes si estamos hablando del mismo autor, pero nunca se sabe. Y si se trata de un imitador, la cosa es igual de grave.
—¿Tenemos alguna idea de quién es esta mujer? —preguntó Teitscher—. ¿Hay alguna denuncia de personas desaparecidas que encaje con el perfil?
—La única candidata probable es Lauren Erickson.
Stride negó con la cabeza.
—No es ella, demasiado alta.
Suponía que Lauren estaba en algún lugar del fondo del Lago del Infierno, y que la encontrarían en primavera.
Sonó su teléfono móvil, y se alejó unos pasos en la nieve profunda para contestar. Oyó la voz de Maggie.
—Estoy viendo las noticias —dijo ésta—. Estás saliendo en directo, ¿lo sabías?
—Fantástico.
—Tienes una cosa verde en los dientes.
—Ja, ja.
—Dime que se equivocan —pidió Maggie—. Dime que no es una repetición de lo de la chica de Enger Park.
—Es el mismo modus operandi, Maggie. La escena es prácticamente idéntica.
—Mierda.
Stride no pudo evitar pensar en Maggie, diez años atrás, de pie en ese mismo lugar aquella calurosa noche de agosto. Por entonces sólo llevaban juntos un año. Maggie era joven y lista e iba saliendo poco a poco del cascarón; era una muchacha más que una mujer.
—¿Has hablado con Blue Dog? —quiso saber.
—Sí.
—¿Lo has matado?
—No me faltaban ganas.
—¿Qué te ha dicho?
—Que no tuvo nada que ver con a muerte de Eric —explicó Stride.
—¿Le crees?
—Por desgracia, sí. Tiene una coartada.
—O sea que vuelven a pasarme la pelota.
—Vamos, tú ya te has librado, Mags. Ni siquiera Abel quiere presentar cargos.
—¿Porque no pueden condenarme o porque soy inocente?
Stride guardó silencio.
—Me lo imaginaba —continuó Maggie—. Oye, eso no es suficiente, jefe, y tú lo sabes. No puedo volver al trabajo si todo el mudo sigue pensando que soy una asesina.
—Aún no ha terminado, Maggie.
—¿No? Abel piensa que fui yo pero no puede demostrarlo. No creo que invierta mucha energía en resolver el caso.
—Dame tiempo.
—Quiero volver —insistió ella—. Quiero estar contigo en la escena de ese crimen ahora mismo. Merezco estar en este caso.
—Lo sé.
Maggie suspiró al teléfono.
—Oye, lo siento, sé que no es culpa tuya. Tienes trabajo que hacer. Iré a ver a Serena, ¿vale?
—Gracias.
—Seguramente te estará viendo en la tele, así que ¿por qué no le enseñas el trasero a la cámara?
—Adiós, Maggs.
Colgó el teléfono y volvió a unirse a Guppo y Teitscher, que estaban rígidos y de pie a medio metro el uno del otro. No se soportaban: Guppo era de los que más se habían quejado durante el breve período en que Teitscher fue teniente, y éste lo sabía. Tampoco ayudaba el hecho de que Guppo tuviera, además, una larga y estrecha relación con Stride.
—Quiero revisar el expediente del primer caso de la chica de Enger Park —dijo Stride—. ¿Quién lo tiene ahora?
Teitscher palideció.
—Creo que está en mi escritorio.
—¿Y qué hay?
—¿Que qué hay? Nada. Ya sabes lo que pasa con los casos fríos, teniente… cada tantos meses los sacas del cajón y les das un repaso, por si se te ocurre algo nuevo. No es que tenga mucho tiempo para dedicar a un expediente de hace diez años.
—Sobre todo si la víctima sólo es una adolescente negra, ¿no? —dijo Guppo.
—Aguarda un minuto —explotó Teitscher—. Eso es una chorrada y lo sabes.
Stride alzó las manos.
—Dejadlo correr los dos. No vamos a entrar ahora en esto.
—No tiene nada que ver con blancos y negros —insistió Abel, apuntando a Guppo con un dedo—. Tiene que ver con que es un caso congelado.
—Tienes razón —afirmó Stride—, yo nunca he dicho que no se hubiera enfriado. Callaos los dos y sigamos adelante. ¿Quién fue la última persona que intervino realmente en el caso?
—¿Aparte de tú y Maggie? —preguntó Guppo—. Nicole.
Stride lo miró sorprendido.
—¿Nicole?
—Claro. Cuando volvió después de lo del tiroteo en el puente, tú le diste media docena de casos fríos en lugar de ponerla otra vez en la calle. El caso de Enger Park era uno de ellos.
—No recuerdo ver apuntes de Nicole en el expediente del caso —objetó Teitscher.
—¿Y eso te sorprende? —respondió Guppo.
Nicole siempre llevaba meses de retraso con el papeleo.
—Pues si trabajó en ello, tendríamos que averiguar si pilló algo que se nos escapara a nosotros —dijo Stride—. Abel, quiero que vayas a hablar con ella.
La frente de Teitscher dibujó un amasijo de arrugas.
—Me tomas el pelo.
—No. Ve mañana. Tenemos que actuar deprisa.
—Fue hace seis años. ¿Qué diablos va a recordar?
—No lo sabrás si no se lo preguntas.
—Yo soy la última persona con la que ella hablaría —aseguró Teitscher—. Envía a Guppo, Nicole y él eran uña y carne.
—Necesitamos a Guppo aquí para las pruebas. Y prefiero que te encargues tú, Abel, así que tendrás que tragar con ello.
Abel negó con la cabeza con furia.
—Esto es jodidamente increíble.
Se dio la vuelta y se alejó indignado, ascendiendo por la ladera nevada rumbo a Hank Jensen Road. Su gabardina ondeaba detrás de él como si fuese a echarse a volar, y sus zancadas eran largas y contundentes.
—Lo que pagaría por verles a Nicole y a él juntos —comentó Guppo.
Stride sonrió.
—Sí.
Ambos levantaron la mirada cuando la investigadora forense les hizo una seña.
—¡Eh, detectives!
Violet Gabor era una mujer baja y rechoncha de treinta y pocos que llevaba una gorra de béisbol con la visera en la parte de atrás. Estaba inclinada sobre el cadáver y enfocaba el tobillo de la víctima con una lupa.
—Aquí hay algo —les dijo.
Stride se agachó. Enseguida se le mojaron las rodillas con la nieve. Entornó los ojos hacia donde apuntaba Violet.
—No lo veo, ¿qué es?
—Vaya, sí que estás viejo —observó ella.
—Estoy curtido, Violet.
—Es el cuero lo que se curte —replicó la forense—, tú sólo estás viejo. Es un tatuaje muy pequeño, detrás del tobillo.
Stride ya lo veía. El tatuaje se encontraba en el tobillo de la víctima y parecía una serie de letras trazadas con un estilo antiguo, la clase de caracteres que uno esperaría encontrar en un pergamino. Era fácil que la minúscula marca pasara por alto a quien no la buscara o no supiera que estaba allí.
—¿Qué dice?
—Por lo que puedo ver, pone LDHM —le dijo Violet—. Sea lo que sea eso.
—¿LDHM? ¿Estás segura?
—Sí, está en tinta de color púrpura y cuesta un poco de leer, pero estoy segura de que eso es lo que pone. ¿Por qué? ¿Te dice algo?
—Sí, así es —Stride se puso en pie y se sacudió la nieve, luego añadió en voz muy baja—: Maldita sea.
Se sentía como si la hubieran matado ellos por haberla metido en eso. Por no encontrarla antes cuando estaba ahí fuera, cuando era un blanco sin protección. Lo único que lo salvaba era que, esta vez, el asesino había cometido un error al no fijarse en el tatuaje. Al desconocer que la víctima tenía una identidad secreta.
Stride sabía de quién era ese cuerpo mutilado que yacía en la nieve, y eso significaba que no había sido en absoluto un crimen aleatorio: de algún modo, estaba relacionado con la muerte de Eric.
LDHM.
La dama que hay en mí.
Se trataba de Helen Danning.