Capítulo 56

Un instante después, la casucha de hojalata se convirtió en una hecatombe.

Serena sintió como si la hubieran proyectado al espacio y se hubiera salido de la órbita de vuelta a la tierra. La explosión partió la choza por la mitad y las paredes emitieron un ruido atormentado al resquebrajarse. Las ventadas en forma de rombo de la pared trasera volaron hacia dentro, y una inmensa llama brotó a través de ellas como si fuesen bocas de dragón. Aparecieron manchas negras en el metal gris, que crepitó y reventó al volverse quebradizo.

La onda expansiva separó a Lauren de Blue Dog. La escopeta impactó contra el suelo, ya vacía e inofensiva. Lauren salió proyectada por los aires, se incrustó contra la puerta y luego la atravesó, emergiendo de la estancia y desapareciendo con un grito. El impacto dio a Blue Dog de lleno en la espalda y lo arrojó al suelo a cuatro patas. Sacudió la cabeza para aclararse el cerebro disperso, y el largo cabello le cayó sobre el rostro como a un perro afgano. Cuando se puso en pie tambaleándose, su silueta se recortaba contra el fuego que tenía detrás. La cabeza casi le llegaba al techo de la choza. Llevaba el brazo izquierdo colgando a un costado, inservible, pero seguía sosteniendo la pistola de Serena con la otra mano.

La alzó y le apuntó a la cabeza. Ella pudo distinguir el blanco de sus ojos y sus dientes al descubierto. Cayó ceniza en la herida de Blue Dog, cosa que le provocó una sacudida.

—¿Quieres que me encargue de que sea rápido? —preguntó.

—Que te jodan.

Las llamas rozaban la espalda de Blue Dog.

—Arder hasta morir es una forma horrible de irse —continuó él. Serena casi deseó que apretase el gatillo—. Te veré en el infierno —le dijo Blue Dog, y entonces dio la vuelta y atravesó el umbral.

Estaba sola y atrapada. Era como si ya estuviese en el infierno, con llamas enormes y el cáustico olor a metal quemado para torturar a los pecadores. El frío invernal se desvaneció y Serena notó el ardor de un sol feroz y sin piedad. La pared trasera estaba quemada casi por completo, y en las demás el fuego jugueteaba con las chapas de madera, empezando a prender y avanzar con rapidez. El humo colmó el espacio. Se cubrió la boca y la nariz con el brazo libre, pero la nube gris encontró el modo de metérsele dentro. Le vinieron arcadas y se le secaron los ojos.

Serena se lanzó con todo su peso hacia la derecha. El catre se balanceó sobre las patas del somier, pero volvió a su posición. Lo intentó otra vez, tratando de volcar para poder colocar las dos manos en el suelo y hacer palanca para impulsarse hacia atrás y salir por la puerta, utilizando el colchón y el somier sobre la espalda para demorar el asalto del fuego. Se balanceó de nuevo, y sintió que el catre se elevaba unos centímetros del suelo antes de caer. Apretó los puños y empujó contra la pared, pero el catre permaneció anclado al suelo.

La choza se estremeció. El extremo opuesto, donde estaba el fuego, se hundió por una esquina, y Serena oyó un siseo como si hubieran atizado un nido de serpientes. Entonces se dio cuenta de que estaba en una caseta de pesca en el lago, y de que el siseo que oía lo creaba el vapor a medida que el fuego se abría paso en la dura capa de hielo. La choza estaba empezando a hundirse, creando una charca fangosa en la que se ahogaría si el fuego no la alcanzaba primero.

La intensidad de las llamas proyectadas a través de las ventanas disminuyó poco a poco mientras la cisterna de gas se deslizaba dentro del agua, pero ahora el fuego se alimentaba de la propia caseta, devorando la madera y el material aislante, reventando botellas vacías y avanzando hacia el catre. La primera lengua de fuego perfiló la puerta abierta de un naranja subido y lanzó una lluvia de chispas que causaron agujeros negros y humeantes en el colchón. Algunas de ellas le cayeron en la piel y la royeron como ratas hambrientas. No pudo evitar gritar. El destino que la aguardaba era terrible: morir así, chamuscándose centímetro a centímetro hasta quedar reducida a huesos y cenizas.

Apoyó el brazo izquierdo en el suelo en un fútil intento por darse impulso y alejarse de la arremetida del fuego. Su mano encontró algo frío y duro y comprendió que era el revólver, que había ido resbalando con todo el tumulto hasta acabar en un punto a su alcance. Lo recogió y se lo quedó mirando.

Una bala. Parecía una broma cruel encontrar el revólver ahora, cuando ya no le servía para nada. O quizá para una sola cosa. Serena observó acercarse las llamas como un ejército inexorable. Danzaron en el techo y fragmentos de metal ardiente cayeron a su alrededor. Se arremolinaron como guirnaldas brillantes en las paredes. Le carbonizaron las puntas de los pies, como si andase sobre ascuas. El humo se volvió denso como la niebla y se concentró alrededor de su rostro hasta cegarla. Intentó tomar aire, pero no se podía respirar otra cosa que gases y cenizas, no se podía ver más que la bruma ni se oía nada aparte de la mortal agonía de la choza al desplomarse; ningún olor salvo el de su propia carne chamuscada.

Aún tenía el arma en la mano. Tenía una bala, y no la desperdiciaría.

Una bala para escapar de una vez por todas del dolor, las llamas y el veneno.

Una bala que la ayudaría a encontrar la habitación de la nada en aquel rincón de su alma al que había huido de niña, y quedarse allí para siempre.

Serena se llevó el arma a la boca.

Stride llegó corriendo a la choza desde el oeste. La mitad estaba completamente inmersa en llamas, y el lago iba abriéndose lentamente a su alrededor y apoderándose de ella. Sentía la oleada de calor desde donde estaba. Ya había visto otras explosiones de gas, y siempre resultaban infalibles y absolutas, reduciendo metal, madera, vidrio y tejidos a unas ruinas informes y humeantes, nada más que un rectángulo negro en el suelo. Nunca tardaba demasiado, nunca más de unos cuantos minutos.

Rodeó la choza y descubrió un sedán cubierto de nieve, con la puerta entreabierta, y el perfil rectangular de una furgoneta aparcada a veinte metros de la puerta de la choza. El viento había disipado la nieve y reconoció el logotipo de Byte Patrol. Era la caricatura de un ganso vestido de policía, con un portátil en una mano y un destornillador en la otra. El dibujo se reía de él.

Alguien se dirigía a la parte frontal de la caravana medio corriendo y medio cojeando. Era alto y robusto, y Stride vio su pelo largo agitarse al viento descontroladamente.

—¡Alto!

El hombre se quedó inmóvil y se volvió a mirar. Los ojos de Blue Dog brillaron al reconocerle a través de la corta distancia que los separaba.

—¿Dónde está ella? —gritó Stride.

El otro señaló con la cabeza la caseta en llamas y sonrió. Stride corrió hacia la puerta, que ya era un anillo de fuego. Con el rabillo del ojo vio alzarse el brazo derecho de Blue Dog y reaccionó por instinto, tirándose al suelo y rodando mientras dos balas rebotaban en el hielo a su alrededor. Stride se retorció en la nieve, sacó la pistola de la chaqueta y devolvió el tiro. Las balas retumbaron contra el costado de la furgoneta. Blue Dog abrió la puerta de ésta y Stride disparó de nuevo, cuatro veces más, apuntando a la cabeza de su adversario y, errando por un centímetro, hizo añicos la ventanilla. Blue Dog se agachó y se alejó de la furgoneta, haciendo eses a través de la ventisca y aprovechando el vehículo para cubrirse mientras se dirigía a los árboles.

Stride le dejó ir. Se puso en pie como pudo y llamó a la pared de la caseta de pesca.

—¡Serena!

El calor y la intensidad del fuego le echaron atrás. Sus botas chapoteaban en medio metro de fría agua del lago allí donde el hielo se estaba derritiendo. Las paredes de la choza empezaban a combarse.

—¡Serena!

Se puso de rodillas, se empapó la cabeza de agua helada y se tumbó en el suelo para tener todo el cuerpo mojado y gélido. Ahora mismo, la hipotermia era la menor de sus preocupaciones; lo único que quería era ralentizar la acción del fuego en su piel. El viento lo picaba, el calor lo quemaba y la bruja gritaba.

Stride observó las fauces del diablo.

Mientras se preparaba para saltar a través del umbral, el corazón se le detuvo al oír un ruido que se elevó por encima de la tormenta y el fuego: el agudo estallido de un solo disparo.