Stride bajaba como una bala por un cortafuego que serpenteaba bosque a través rumbo al Lago del Infierno. Las ruedas del Bronco devoraban la nieve. Ramas finas de árboles abrazaban ambos lados de la senda y las copas de los pinos se doblegaban en lo alto, convirtiendo el camino en un túnel oscuro. Sabía que estaba cerca del lago, y entonces la espesura se abrió, como si emergiera por la puerta de una iglesia al aire libre. El cielo era una bóveda gris y furiosa que escupía cortinas de nieve. El Bronco pasó ruidosamente del camino de tierra a la gruesa capa de hielo del lago, dejando el cobijo de los árboles tras de sí. Lo aguardaban unas ráfagas de ochenta kilómetros por hora que casi levantaron el todoterreno en vertical. Aquí, la ventisca era como un espíritu maligno, como una bruja vestida de blanco remontándose hacia el cielo y clamando por los muertos.
Las casetas de pesca formaban una ciudad fantasma de sombras que aparecían y desaparecían ante sus faros. Tuvo que aminorar para no estrellarse contra ellas. Las había de todas las formas y tamaños, algunas apenas mayores que un contenedor y otras grandes como caravanas, lo bastante para poder vivir y dormir allí si alguien quería aislarse completamente del mundo. Esa noche estaban a oscuras. Trazó un círculo alrededor de cada una y no vio ningún coche aparcado cerca, porque nadie quería verse atrapado en la tormenta si el depósito de propano se acababa o el viento destrozaba una ventana. Stride se sintió minúsculo allí, y el mundo le pareció inmenso y violento.
El lago tenía la forma de una ameba extendida bajo el microscopio, con dedos redondeados de tierra que penetraban el agua, con penínsulas boscosas y un centro llano y abierto donde corrientes subterráneas creaban zonas de fino hielo que engullían a los intrusos. Tenía kilómetros de extensión, pero desde donde él estaba sólo se veía una fracción de su superficie, y en plena tormenta menos todavía. Le parecía avanzar a paso de tortuga, empujando el Bronco al pasar por cada montículo en el que se escondía una caseta de pesca.
Sonó el teléfono.
—Estoy en el lago —le dijo a Maggie—. He llegado por el cortafuego desde el suroeste.
—Yo estoy llegando por el este —respondió ella—. Seguiré la costa y vendré hacia ti.
—Este sitio es una pesadilla. Ten cuidado con las zonas peligrosas.
—Tú también. ¿Está llegando la caballería?
—Sí, tengo a media docena de coches en camino.
—¿Podemos delimitar la búsqueda de algún modo? —preguntó Maggie.
—El cuerpo de Tanjy apareció en la orilla sur, así que espero que ella también esté en algún lugar de por aquí.
—Mantenme informada.
Stride tiró el teléfono móvil al asiento del copiloto. Salió como un bólido hacia la franja abierta de hielo, pegándose a la orilla y siguiendo la línea de tierra a medida que rodeaba la próxima ensenada. La nieve lo cegaba, pero cuando una ráfaga ascendente alzó la cortina por un instante, vio otro grupo de chozas medio kilómetro más allá. Se dirigió hacia allí y, en medio de la oscuridad, pudo distinguir un diamante amarillo de luz. Había alguien en casa.
La luz salía de la puerta de una autocaravana, aparcada como una solitaria ballena embarrancada, con la que el propietario podía moverse por encima del hielo a voluntad. Stride aparcó al lado y salió de su todoterreno pistola en mano. En un instante se convirtió en un muñeco de nieve, con una capa húmeda y blanca pegada al cabello, la piel y la ropa. Corrió bajo la polvareda hasta la puerta del vehículo y escuchó, aunque no consiguió oír nada a causa del viento que bramaba a su alrededor.
Llamó con el puño.
—¡Policía!
Unos segundos después, la puerta se abrió con un crujido y él apuntó a la abertura con el arma, pero la retiro rápidamente al ver a un anciano que lo observaba con ojos sorprendidos y asustados. El hombre llevaba una gruesa camisa a cuadros rojos, vaqueros anchos y zapatillas raídas. Su pelo gris y descuidado le caía sobre la frente.
—¿Quién diablos es usted?
—Policía, señor —gritó Stride, porque era la única forma de hacerse oír.
—No pienso irme del lago.
—¿Puedo entrar un minuto?
—¿Y si me enseña su placa?
—Hay tormenta, señor, ¿puede darme un respiro?
—Vale, vale, entre. Se está colando la nieve.
Empujó la puerta y Stride subió los peldaños metálicos. El interior de la autocaravana estaba sembrado de latas de comida, cervezas e instrumentos de pesca. Un televisor en blanco y negro, encaramado a una estantería, emitía una película de los cincuenta entre rayas zigzagueantes. El aire era gélido y Stride veía su propio aliento.
El viejo medía poco más de metro y medio.
—No pienso salir del lago —rezongó—. Me da lo mismo que haya tormenta. He visto otras peores.
—No he venido para echarle, aunque es de locos quedarse aquí en una noche como ésta.
—Muy bien, pues estoy loco. ¿Qué es lo que quiere?
—Estoy buscando a un hombre que tal vez tenga una caseta de pesca en el lago. Es enorme, de unos dos metros de estatura, y con una constitución como la de un jugador de rugby. Pelo muy largo y negro.
El viejo asintió. Sorbió y se aclaró la garganta como si fuese a regurgitar una bola de pelo.
—Lo he visto. Cuesta no fijarse en ese tipo.
Stride se puso fuera de sí.
—¿Dónde? ¿Dónde está su choza?
—No lo sé exactamente. No es en esta parte del lago. He visto esa furgoneta púrpura que tiene rodeando la península hacia el noreste.
—¿Sin salir de la orilla sur? —precisó Stride.
—Sí, supongo. No tiene mucho sentido que alguien conduzca por aquí si acampa en el lado norte. Hay un largo camino hasta allí, a menos que uno quiera cruzar por en medio del lago y nadar. —Se rió entre dientes.
—Gracias —le dijo Stride—. Vaya con cuidado.
—No puede decirse que vaya a morir joven.
Stride salió volando de la autocaravana y volvió al Bronco. Llamó al 911, dio la posición de su localizador GPS, dijo adónde iba y pidió que pusieran en marcha a todo el que estuviera disponible. Cuando obtuvo la confirmación de la operadora, lanzó otra vez el teléfono al asiento del copiloto y se concentró en el lago. Abandonó el resto de las casetas de pesca de esa ensenada y aceleró para volver a la superficie abierta de hielo. Los neumáticos escupían cortinas de nieve en dos estelas, como si estuvieran partiendo el mar. Intentaba no perder de vista la mancha oscura de tierra al este, pero la tormenta arreció más si cabe, reduciendo su universo a unos pocos metros por delante del todoterreno. Aun así, aceleró el Bronco hasta apoyar el pie en el suelo y hasta que el chasis vibró y se tambaleó sobre el hielo irregular. Demasiado rápido.
Perdió el control. El todoterreno giró. Dio vueltas y más vueltas en una extraña y grácil pirueta, los neumáticos se despegaron y el vehículo amenazó con volcar. Se encontró flotando en una esquina, deslizándose, pero entonces el Bronco volvió a tambalearse y se enderezó, posándose de nuevo sobre sus ruedas, con una sacudida que le machacó los riñones, y se detuvo de golpe. Volvió a pisar el acelerador y el todoterreno tosió, se agarró a la nieve y se precipitó.
Ahora estaba perdido. No veía nada y no tenía ni idea de dónde se encontraba o en qué dirección iba. Bajó la ventanilla y asomó la cabeza sin dejar de conducir, pero el viento y la nieve eran como cuchillos en su rostro. El lago, el cielo y los bosques, todo se confundía. Le pareció distinguir la mancha oscura del siguiente brazo de tierra que emergía por el este y giró hacia allí, pero lo desorientó el enjambre plateado que no dejaba de soplar por todas partes alrededor del todoterreno. La visión de la tierra se esfumó, como si hubiese sido una ilusión desde el principio.
Se estaba adentrando, y ya se había alejado demasiado cuando se dio cuenta de que había ido en la dirección equivocada y se apartaba de la orilla. Algo cambió bajo sus neumáticos. Lo que había sido un metro de hielo impenetrable ya no resultaba sólido y robusto, sino que el suelo temblaba y se desplazaba mientras él conducía. Sabía que tenía que parar, dar la vuelta y salir de allí. Se estaba deslizando sobre una de esas zonas más cálidas, como si intentase andar sobre el agua, y cuando giró el volante el primer crujido agudo fue como si un rifle se disparase bajo sus pies.
El hielo se estaba rompiendo.
El todoterreno daba bandazos.
La sacudida propulsó a Stride hacia delante. El morro del todoterreno se estremeció y bajó en picado. Él buscó a tientas el cinturón de seguridad, abrió la puerta de un empujón y se arrojó al exterior, donde impactó contra el frío hielo y empezó a rodar. Avanzó a rastras, mientras oía el hielo crujir a su alrededor y detrás de él. Se extendió cuan largo era y prácticamente nadó a través de la nieve hacia la seguridad de una plataforma de hielo más gruesa. Desde donde estaba ahora veía banderas rojas, balizas de advertencia que se había pasado de largo conduciendo, sin darse cuenta debido a la tormenta.
Se puso en pie. El hielo era lo bastante resistente para soportarlo.
Veinte metros más allá, Stride vio desaparecer su Ford Bronco de diez años, llevándose consigo su pasado y su teléfono móvil. Grietas como telas de araña se abrieron y se ensancharon formando fisuras. Las ruedas delanteras sorbieron el agua del lago, que se liberó de su cárcel como un monstruo marino y envolvió el todoterreno. El Bronco se sacudió, luchó y flotó, aunque no por mucho tiempo. Un agua helada penetró en su cuerpo, y el vapor salió silbando al anegarse el motor. El extremo frontal se sumergió y el trasero le fue a la zaga; entonces el todoterreno escoró a un lado, salpicó levemente al hundirse entre las macizas placas de hielo y fue engullido hasta desaparecer.
La tormenta arreció.
Estaba solo en medio del lago.