Serena hundió el anzuelo en el trozo de ropa que le ataba la mano al somier, y aquél penetró en la tela como si fuese mantequilla. Al hacerlo, la ropa se rasgó y crujió. Blue Dog lo oyó y se lanzó con todo su peso hacia el hombro de ella, pero Serena liberó el brazo de un solo movimiento antes de que él pudiera inmovilizarla. Dobló el brazo en torno a la espalda de él, donde aún llevaba la pistola metida en el cinturón, y rozó la culata del revólver. Estaba orientada hacia el lado equivocado, así que buscó a tientas con los dedos, pero entonces le dio la vuelta y la culata se alojó en su palma y su dedo halló el gatillo.
Era diestra, así que se sentía incómoda con el arma en la otra mano, pero encontró el percutor con el pulgar y lo amartilló y disparó a la vez. El arma apuntaba hacia la carne dura y musculosa de la cadera de Blue Dog, pero éste ya se estaba moviendo cuando ella soltó la bala. Él bramó de dolor y se cayó del catre, aterrizando pesadamente y alejándose de ella a rastras. Serena disparó otra vez, pero fue un tiro a ciegas que reventó una de las ventanas traseras de la choza con un estallido de cristales. Un olor a metal quemado y humo colmó el lugar.
Él se tambaleó de una pared a otra, presionándose el costado con la mano. Un hilo delgado de sangre brotaba de entre sus nudillos. Ella le seguía con la pistola, pero no disparó. Sólo le quedaban dos balas y no confiaba en la puntería de su mano izquierda.
—Eres buena —le dijo él.
—Si me sueltas ahora, no dispararé —respondió Serena—. Sólo me iré de este condenado sitio.
—No lo creo.
La cabeza le retumbaba. El punto del cráneo donde la pistola le había dado en la sien le latía con fuerza y hacía que su visión temblara antes de volverse a enfocar. Quiso cerrar los ojos, pero no pudo. Algo caliente le rodaba por la piel, y se dio cuenta de que le salía sangre del hombro, donde él la había apuñalado. También veía su propio vientre, un amasijo pegajoso de rayas rojas, y cuando se movía, los músculos del abdomen le daban ganas de aullar de dolor.
Balanceó el arma adelante y atrás, a derecha e izquierda, hasta marearse. No podía mantener aquello para siempre; él lo sabía, y estaba esperando a que se diera por vencida.
—Suéltala y te prometo que será rápido —dijo Blue Dog.
—Y una mierda. Acércate y te vuelo la cabeza.
—Estás sangrando —le avisó él.
—Tú también.
Serena observó la mirada de él, que se detenía en una estantería de la choza, y allí vio su propia pistola con el cargador al lado.
—Ve por ella —le dijo.
Si se acercaba tanto, sabía que podría acertar.
Él se agachó y recogió una botella de cerveza del suelo. Aún tenía la chapa y estaba llena. La agarró por el cuello y dibujó círculos con la muñeca como si fuese a arrojar un lazo. La espuma siseó y burbujeó bajo la chapa. Serena se aferró más al arma y apuntó a la estantería, consciente de que era allí adonde él quería ir. Blue Dog zigzagueó hacia el otro lado y lanzó la botella contra el catre. Ésta pasó por encima de la cabeza de ella y no la tocó por unos centímetros; cuando se estrelló contra la pared de atrás, una cascada de cerveza y granizo le cayó sobre la piel. Involuntariamente, se estremeció y cerró los ojos. Apenas fue un segundo, pero aun así fue demasiado tiempo, y le oyó lanzarse por la pistola.
No tenía otra opción. Tuvo que disparar. La pistola dio un culatazo y le quemó la piel desnuda. No tocó a Blue Dog, pero éste tuvo que tirarse al suelo antes de poder alcanzar la estantería, y era lo bastante listo como para saber que no tenía tiempo de volver a intentarlo sin aparecer en su campo de visión. Retrocedió escabulléndose como un insecto. Ella mantenía los ojos abiertos, a pesar de que la cerveza se le estaba metiendo en los lagrimales y le resbalaba por la cara. Parte de ella le llegó a los labios, y Serena la lamió con la lengua.
Sam Adams. De la buena.
Ahora, él estaba otra vez en la parte de atrás de la choza, aunque iba más despacio. No podía seguir moviéndose siempre, ni ella podía seguir siempre consciente, y tarde o temprano uno de los dos cedería.
—Una bala —le dijo él—. Sólo tienes una bala.
—Es todo lo que necesito.
Pero ella sabía que tenía las de perder. Miró a su alrededor en busca de otra arma y sus ojos se toparon con el cuchillo que él había usado para torturarla, yaciendo en el suelo justo debajo del catre. Si conseguía liberarse la mano derecha, podría extender el brazo y cogerlo. Sabía que tenía el anzuelo en algún lugar debajo del cuerpo, y sería fácil buscarlo y rasgar la tela que la sujetaba, pero eso significaba dejar la pistola. Y no podía hacer eso.
Él sonrió al ver su dilema.
—Se te está acabando el tiempo.
—Para ti tampoco pinta muy bien.
Él habló con voz despreocupada, como si fuesen dos amigos charlando de los viejos tiempos.
—Allí, en Fénix, yo sabía que a veces te ponía. Un hombre adivina esas cosas.
—Sí, desde luego, realmente me ponías mucho. Estúpido hijo de puta.
—Algunas mujeres se corren con eso. Como Tanjy.
—Se corría con sus fantasías. Te aseguro que no le gustó cuando fue de verdad.
—Es que no tenía que gustarle. Tenía que ser un castigo.
—¿Qué?
Él hizo un movimiento que la cogió por sorpresa. Simuló que iba por la pistola y entonces se lanzó en la otra dirección y cruzó la choza a lo ancho. Sus dedos alcanzaron el interruptor. Antes de que ella pudiese disparar, él lo apretó, volvió a tirarse al suelo y se alejó rodando.
La luz se apagó. Estaba tan oscuro que Serena ni siquiera veía la pistola delante de ella, y lo único que podía hacer era escuchar. ¿Dónde estaba?
La tormenta era estrepitosa, y el viento se colaba por la raja de la cinta aislante y la ventana rota hasta el fondo de la choza. A través del techo seguía goteando agua que caía sobre su piel. Fijó la mirada en la negrura y trató de recordar cómo era con luz, para poder adivinar dónde se había metido y cómo la atacaría. Aguzó el oído en busca de cualquier crujido o chirrido metálico del suelo, pero sólo oyó la ventisca. Él aguardaba en algún sitio. Sin moverse.
Una bala.
Se arriesgó mucho. Si ella no podía verlo, él tampoco podía verla a ella. Dejó el arma encima de su pecho y palpó el catre en silencio, buscando el anzuelo. Al oír un crujido y notar que la choza se balanceaba, agarró otra vez la pistola y apuntó a la nada. Él se acercaba, moviéndose con sigilo. No tenía mucho tiempo. Trató de encontrar el anzuelo, pero comprendió que debía de haberse caído de nuevo al suelo durante el forcejeo con Blue Dog. Con la pistola otra vez sobre el pecho, bajó el brazo y recorrió el suelo de metal con los dedos hasta que encontró el anzuelo. Rápidamente, se lo guardó en la mano. Apartó el arma de su cuerpo para que no le resbalara y entonces se retorció, procurando estirar el brazo izquierdo hasta llegar al trozo de tela que le sujetaba la mano derecha.
El somier rechinó. Esperaba que él no se diera cuenta de lo que estaba haciendo. Su muñeca derecha quedaba más lejos de lo que había pensado, y el cuerpo se le quejaba de tanto forzarlo. El corte del hombro le enviaba oleadas de dolor y calor. Trozos de vidrio de la botella de cerveza se le clavaron en la piel y se esparcieron ruidosamente por el suelo. La cabeza le dio vueltas y la oscuridad se puso boca arriba.
En algún lugar, él dio dos pasos apresurados, muy cerca, y antes de que ella pudiese volver a coger la pistola él se alejó y Serena oyó el escalofriante sonido del cargador introduciéndose en su propia arma.
La voz de él surgió de la noche.
—Adivina lo que tengo.
Tenía que actuar deprisa. Volvió a estirarse, ganando cada centímetro que podía a costa de los músculos de su espalda, y los dedos le temblaron tanto que casi se le cayó el anzuelo. Estiró al máximo la mano derecha en la otra dirección hasta que las ataduras tiraron otra vez de ella. No sabía a cuánta distancia estaba, pero parecían kilómetros. No podía acercarse lo bastante. No podía liberarse.
Blue Dog disparó. El ruido sacudió la choza. La bala le pasó a no más de seis centímetros de la cabeza, y pudo notar su calor al surcar el aire. Fragmentos metálicos rebotaron en la pared que tenía detrás. Recogió la otra pistola y apuntó adonde había visto el destello del cañón, pero pudo oírle moviéndose.
—Tengo un montón de balas —dijo él.
Volvió a disparar, y otra vez se alejó antes de que ella pudiera responder. Esta vez, la bala le abrasó la parte alta del muslo antes de ir a enterrarse en la pared, y ella jadeó sonoramente, como si en su pierna se hubiera prendido fuego y éste se le extendiera por el cuerpo. Él sabía dónde estaba ella. No podía ir a ninguna parte.
El silencio y la espera se dilataron. Ella estaba tensa, pistola en mano.
Blue Dog disparó otras tres veces seguidas, inundando el espacio de una explosión tras otra, y una lluvia de nieve y metal cayó desde lo alto. Antes de que Serena comprendiera que estaba disparando al aire para distraerla, él ya se había lanzado a cubrir la distancia que los separaba. Apareció por su lado derecho como un meteoro, a la velocidad del rayo. El hombro de él topó con su brazo izquierdo, y Serena sintió que todas sus esperanzas se desvanecían cuando la pistola se le cayó de la mano y se alejó deslizándose por el suelo. Él la aplastó con todo su peso, hundiéndole cristales en la piel. Tenía su aliento en la cara, y él le puso la pistola en la frente.
—Has perdido.
No pensaba echarse a llorar.
—Que te jodan.
Rebuscó en el suelo con la mano esperando que el revólver aún estuviera a su alcance, pero no lo encontró. Estuvo a punto de gritar de rabia, sabiendo que muy cerca se escondía una bala con la que perforar esa cabeza de sádico, para hacerle pagar por toda la humillación y el dolor que había sufrido en sus manos. Acabar con las pesadillas y los recuerdos. Pero él estaba en lo cierto: había perdido.
La realidad pudo con ella, y deseó hallar la habitación vacía de su mente a la que poder escapar. Cada sensación hacía mella en su cordura. El peso y el olor de él. Los círculos ardientes de dolor. El mareo. El frío, el vidrio, el metal y el hielo. La oscuridad, como si todo estuviera ocurriendo en la nada, inconexo.
«Bum, bum, bum».
Oyó un ruido sordo y profundo en algún lugar de su conciencia, y por un instante pensó que era el latido frenético de su corazón; pero continuó como un martillo. Era algo real, algo inesperado. Blue Dog retrocedió espantado y dio la vuelta.
Alguien estaba golpeando la puerta. Serena sólo podía imaginarse a una persona. Jonny venía a buscarla.
Blue Dog se arrastró hacia la puerta. El suelo se combó bajo sus pasos. Ella sabía que tenía su pistola firmemente agarrada. Él espero. Hubo una larga pausa, y luego continuaron los golpes, como si algo pesado estuviera impactando contra el armazón.
Oyó una voz:
—¡Billy! ¡Abre la puerta!
A Serena se le cayó el alma a los pies. No era Jonny. Era una voz familiar pero distante, ahogada por la tormenta. No era la policía. No venían a rescatarla. No podía ver a Blue Dog, pero casi sintió cómo se tranquilizaba y sonreía. Abrió la puerta y la empujó hacia fuera, y hasta la noche tenía más luz que la oscuridad interior, y la abertura proyectó un pálido triángulo que dibujó su silueta. El viento y la nieve revolotearon por toda la choza.
Blue Dog empezó a decir algo, pero no llegó a terminar.
Una llama anaranjada estalló y desapareció. La detonación fue tan fuerte que silenció la tormenta por un instante. El humo olía a tostada quemada. Serena notó un rocío cálido en la cara, y se dio cuenta de que esta vez no era nieve. Era la sangre de Blue Dog.