Se había equivocado. Se había equivocado por completo. No era Tommy Luck el que estaba junto a ella. No era nadie de su época de Las Vegas. Era infinitamente peor. Era un fantasma de años atrás, de su infancia, un fantasma salido del infierno.
—Estás muerto —dijo Serena entrecortadamente.
Blue Dog sonrió.
—Sí, soy como el hombre invisible, no existo.
—Me llamó la policía de Alabama —insistió ella, aunque tenía la prueba ante sí—. Dijeron que te había matado una tormenta.
—No conoces el sistema carcelario del sur. Hay tantos cuerpos hacinados en una celda que uno menos ahí dentro es motivo de celebración. Seguro que pensaron que la tormenta les había hecho un favor.
Los recuerdos afluyeron a la mente de Serena. Imágenes que había aislado hacía mucho en un rincón oscuro de su cerebro y que irrumpieron como ratas saliendo de sus jaulas en tropel. Volvía a estar en el apartamento de Blue Dog en Phoenix. Tenía quince años. La canícula veraniega era infernal, y tenía la piel tan agrietada que se hacía sangre al rascarse. Las cucarachas la observaban desde las paredes. Igual que su madre, que no era mejor que esos bichos, con la mirada ávida y salvaje por la coca. Los ojos de Blue Dog eran negros y despejados: él nunca consumía drogas, sólo las vendía. Sonreía al poseerla, al penetrarla como un clavo violando una madera. La misma sonrisa que tenía ahora.
Él se dio cuenta de que Serena estaba recordando.
—Fueron buenos tiempos, ¿eh?
—Que te jodan.
—Oh, sí, ése es el plan. Me he pasado los últimos diez años pensando en ti. La idea de hacértelo pagar era lo único que me mantenía con vida ahí dentro.
—Ya he pagado un alto precio durante toda mi vida por lo que me hiciste —le respondió Serena—. Estamos en paz.
—Puede, pero tendrías que haberlo dejado correr y no lo hiciste —dijo Blue Dog—. Viniste a por mí.
Era verdad. Serena recordaba ese verano de hacía diez años. Había ido a Phoenix en busca de antecedentes para un caso en el que estaba trabajando en Las Vegas. Cuando llegó allí, sus recuerdos de adolescencia volvieron a aflorar, y acabó pasando tres días seguidos bebiendo en un antro al sur de la ciudad y despertando en un motel cerca del aeropuerto junto a un hombre al que no conocía. Ahí también había cucarachas en las paredes. Fue a un loquero que le dijo que no tenía resuelto el asunto de su madre y Blue Dog, lo que era como pagar cien pavos para oír que vas a mojarte si sales con lluvia. Era el mismo terapeuta que le preguntó si había tenido algún orgasmo con Blue Dog. Hijo de puta.
Así que buscó su propia terapia. Solicitó un mes de permiso y siguió el rastro de Blue Dog desde Arizona a Texas y luego a Alabama, donde le encontró haciendo lo de siempre: dirigiendo un imperio de crack y extorsión y durmiendo con una chica negra que no tendría más de dieciséis años. Contactó con la policía de Alabama, y fueron testigos de cómo Blue Dog liquidaba a un camello que se estaba quedando parte del producto. Le disparó en la cabeza, delante de sus ojos, antes de que pudieran salir de los coches de vigilancia y arrestarlo.
Serena lo examinó. Estaba más viejo, se le veía en la cara y en los mechones grises de su pelo largo. Pero era el de siempre. Alto, casi dos metros, y ancho como un oso pardo. Y con el mismo ego. Seguía necesitando controlar el mundo, tener a las mujeres a sus pies, demostrar que era más listo y más duro que nadie.
Ésa era la única ventaja con que contaba Serena. Le conocía y sabía cómo pensaba. No era un extraño.
Lo primero que tenía que hacer era entretenerle. Hacerle hablar. Serena sabía que a estas alturas media ciudad estaría en alerta y que Jonny la estaría buscando por todas partes. Cuanto más tiempo le diera para encontrarla, más aumentarían sus posibilidades de escapar con vida. Aunque era realista y sabía que seguramente estaba a punto de morir.
—¿Dónde estamos? —le preguntó.
Se daba cuenta de que el pequeño recinto era algún tipo de chabola con una bombilla en el techo que proyectaba sombras. Vio paneles baratos de madera, un fregadero, un mini frigorífico y botellas vacías de cerveza tiradas por ahí. Era angosto: debía de medir dos metros de ancho por tres y medio de largo. Vio dos ventanas en la pared más lejana, tapadas con cinta aislante gris. La puerta, a su izquierda, tenía una ventana en forma de rombo, tapada también. Cuando el viento soplaba, toda la estructura temblaba.
—¿Aún esperas que alguien te encuentre? No cuentes con ello.
Su mirada la recorría. Se estaba excitando ante su cuerpo desnudo. Acercó una silla a la mesa, se inclinó sobre ella y se puso a jugar otra vez con el cuchillo en su piel. Ella se erizó al tenerle cerca. Aún sentía mucho frío y odiaba que eso le mantuviera los pezones duros, lo que provocaba en él una mirada lasciva. Blue Dog les dio un pinchacito con el filo y luego se agachó y los chupó, limpiando la sangre.
«Haz que hable», pensó Serena.
—Si esto era entre tú y yo, ¿por qué has metido a tanta gente en medio?
Blue Dog se encogió de hombros.
—¿Te refieres a capullos como Dan Erickson y Mitch Brandt? Ya te he dicho que ésos no son distintos a mí. Todos tienen secretos.
—¿Cómo los descubriste?
Se hizo una idea de cómo estaba atada. Estaba en un catre bajo, a no más de medio metro por encima del suelo. Tenía las piernas separadas, colgando de la cama y atadas con cinta aislante a las patas metálicas del somier. Su cuerpo ocupaba dos terceras partes de la longitud del catre. Los brazos también le colgaban a cada lado de la cama y, al tirar de ellos, se dio cuenta de que los tenía atados con ropa, no con cinta. Una tela elástica, como una camiseta de algodón, le rodeaba las muñecas con un fuerte nudo y luego iba hasta a las patas del cabezal del somier, unos centímetros detrás de ella, donde se sujetaba con otro nudo. Los brazos le daban cierto juego: si bajaba la mano, podía apoyar la palma en el suelo. Lo hizo y notó un frío metálico.
—En Holman había un chico joven que era pirata informático —le explicó Blue Dog—. Estaba ahí por molestar a niños, el muy enfermo.
Lo dijo sin la menor ironía.
—Un tipo como ése no dura mucho sin protección —continuó—. Me aseguré de que nadie se metiera con él.
—Vaya, eres un santo —comentó Serena.
Blue Dog se rió.
—Joder, iba a acabar haciendo mamadas de todos modos, así que mejor que fuera mi polla la que chupara.
—No me había dado cuenta de que eras marica.
La sonrisa de Blue Dog se evaporó, y puso el cuchillo de punta y lo hundió un centímetro en la carne del hombro derecho de Serena. Ella gritó y se sacudió. El somier se balanceó. Él extrajo el cuchillo y limpió la sangre en el colchón. A Serena la invadió una oleada de dolor.
—Harías bien en ser educada, o será una noche muy larga.
—Como si no fuera a serlo de todos modos.
—Sí, es verdad. Pero hay noches largas y noches largas.
Serena cerró los ojos. Volvió a tantear el suelo con la mano izquierda: la cama se había movido. Exploró el terreno con la mano, en busca de algo afilado que pudiera utilizar para rasgarla tela que sujetaba la muñeca al somier. Palpó migas y charcos de agua helada que había goteado del techo, pero nada que pudiera cortar.
—¿Y qué hizo ese tío? —preguntó. «Haz que hable».
—Me enseñó todo lo que sabía sobre ordenadores. Me di cuenta de que se podía ganar mucho más dinero online del que había ganado nunca en la calle. El dinero de verdad está en todo aquello que la gente quiere ocultar.
—Chantaje.
—Exacto. Vine aquí y empecé a vigilarte. Pero uno tiene que ganarse la vida. No tenía prisa. Encontré otros modos de desahogarme.
—Entonces ¿por qué has venido a por mí ahora?
—Ya es hora de dejar la ciudad —dijo Blue Dog—. Los polis se estaban acercando demasiado. Pero tú y yo tenemos asuntos que resolver.
Fuera de su vista, bajo la cama, Serena separó los dedos de la mano izquierda y los extendió cuanto pudo. Rozó el extremo de una pieza de metal, pero ésta rodó fuera de su alcance al tocarla.
Blue Dog buscó algo en su espalda y sacó un revólver. Era un Smith Wesson Airweight de pequeño tamaño. Parecía un juguete en sus manos. Serena evaluó el arma mentalmente. Ligera y fácil de disimular. Cinco balas. Se preguntaba si seguiría con vida para ver las últimas cuatro.
—He pensado mucho en cómo hacer esto —le dijo él. Le apoyó el cañón en lo alto de la rodilla—. ¿Sabes lo que es que te disparen justo aquí? Desearías morir. Pensé en hacértelo en las dos rodillas y metértela después.
Serena se retorció e intentó mover la cama.
—Luego pensé que si hacía eso no me notarías dentro de ti. No quiero que estés tan agonizante que no sientas cómo es.
Le puso la pistola en la frente. El cañón estaba caliente después de llevarlo dentro del pantalón.
—También pensé en hacer que me chuparas la polla.
—Méteme algo en la boca y no lo volverás a recuperar —dijo Serena.
Blue Dog se rió.
—No, soy un tío práctico.
—Nunca saldrás de ésta.
—Eso ya lo veremos. ¿Crees que seguimos en el planeta tierra? Deja que te enseñe lo equivocada que estás.
Alejó el revólver de su cabeza, apuntó al techo y, sin vacilar, apretó el gatillo. Serena sintió la onda expansiva dentro del cráneo. Polvo y pintura cayeron en una nube y, a través del agujero que se había abierto en lo alto, un chorro de agua le fue a parar encima del pecho como una cascada de montaña. El eco retumbó en sus oídos. La cabeza le zumbó como si se hubiera colocado dos cables con corriente en las sienes.
Nadie vino corriendo. Afuera no había otro sonido que el rugir constante y agudo de la ventisca. Serena se estremeció a medida que caía el agua, empapándole la piel.
—¿Lo ves? —continuó él—. Sólo estamos tú y yo. —Blue Dog se levantó. Recogió del suelo una corbata pasada de moda y la balanceó delante de su cara. Era ancha, a rayas inclinadas negras y amarillas—. ¿Verdad que es fea? La encontré en la granja donde me escondí durante el huracán.
La colgó alrededor del cuello de Serena y empezó a tirar con fuerza de los extremos.
Blue Dog se bajó la bragueta.
—¿Te acuerdas de éste?
Serena sabía que se le acababa el tiempo. Extendió otra vez la mano en busca de la pieza de metal que había en el suelo, pero no la encontró. Ni siquiera sabía qué era ni si la ayudaría a cortar la tela que la sujetaba a la cama.
Blue Dog se subió al catre por los pies y los muelles gruñeron bajo el peso de los dos cuerpos a la vez. La cama se movió una fracción de centímetro. Se inclinó sobre ella y la camisa se le humedeció al friccionar el pecho mojado de Serena. Cogió con las manos los dos extremos de la corbata y se puso a tirar de ellos en direcciones opuestas, estrechando el lazo alrededor del cuello de Serena. Más abajo, entre sus piernas separadas, ésta notó cómo intentaba invadirla.
—Me encantará mirarte a los ojos —dijo él.
La arena se apilaba al fondo del reloj.
Puso los dedos planos en el suelo. Volvió a extenderlos y, esta vez, sintió que la pieza metálica se deslizaba bajo su palma, donde la acurrucó cerrando la mano antes de rezar.
Era un anzuelo de pesca. Nada más afilado que eso.