Echaron la puerta abajo con arietes a las dos de la madrugada, aunque Stride sabía que no iba a estar allí; y no estaba.
Utilizaba el nombre de William Deed, y la gente que lo conocía lo llamaba Billy. Tanto Mitchell Brandt como Sonia Bezac confirmaron que Billy Deed era el técnico de Byte Patrol que había manejado sus ordenadores. El propietario de la tienda, que ahora estaba sentado al ordenador en el apartamento de Deed, comprobó sus registros y le dijo a Stride que éste se había encargado del sistema de cortafuegos de Tanjy Powell.
No constaba ningún William Deed en la base de datos de criminales del estado, y el número de la seguridad social que había proporcionado en su solicitud de empleo era falso.
Stride se pasó ambas manos por el pelo ondulado y trató de mantener el control. Le subió la adrenalina, maldiciendo a través de su flujo sanguíneo como si se hubiera tragado media docena de tazas de café. El corazón le dio un vuelco y sentía sus trompicones cada minuto. Además de la adrenalina, un nudo de terror le comprimía el estómago, y éste despedía un ácido que le subía hasta quemarle la garganta. Ahora no podía pensar en Serena. Si lo hacía, se volvería loco. Sólo podía pensar en William Deed y en cómo encontrarle.
Max Guppo emergió del dormitorio de éste. Era un detective flatulento de ciento cincuenta kilos y cincuenta años, con la calva peor disimulada con cuatro pelos de todo el Medio Oeste, y también era el mejor técnico de pruebas de Stride. Llevaban trabajando juntos desde que Stride se unió al cuerpo. Nadie quería estar encerrado en una furgoneta con Guppo durante una vigilancia, pero ese hombre era un mago con las huellas latentes y los mapas de indicios, y sabía moverse por los ordenadores tan bien como cualquiera de Byte Patrol.
—Está infestado de huellas —le dijo a Stride. Tenía una línea de sudor en el labio superior—. Me he llevado las mejores. Me voy a la comisaría a escanearlas.
—Llama al oficial de servicio del BCA[16] en Saint Paulo, y que alguien del laboratorio nos compruebe la base de datos ahora mismo. Si no hay nada que concuerde, mándalas al FBI con la etiqueta de urgente.
—Ya lo he hecho —replicó Guppo—. He despertado a un colega que es el mejor del laboratorio del BCA, y ya va hacia el centro. Ha dicho que se encargaría personalmente.
—Eres magnífico.
—No se preocupe, señor; volveré a estar con usted en menos de una hora, aunque tenga que despertar al agente especial al cargo.
Guppo salió corriendo del apartamento, y cuando Guppo corría, el suelo temblaba. Stride sabía que tanto él como el resto del equipo doblarían su turno al trabajar toda la noche en este caso. Lo habrían hecho con cualquier rapto, pero éste era personal. Su lealtad era el único consuelo que tenía ahora mismo.
Teitscher llegó al apartamento unos minutos después, y sus ojos de sabueso encontraron a Stride junto a la ventana. Su gabardina estaba mojada por la nieve.
—¿Hay algo? —preguntó Stride.
Al ver el rostro de Abel supo que eran malas noticias. El corazón le falló de nuevo. Abel frunció el bigote.
—Hemos encontrado el coche patrulla de Pete McKay en la rampa de un aparcamiento del centro.
—¿Lo habéis registrado?
—Sí. Teniente, no puedo suavizarlo. Hemos encontrado manchas de sangre en el maletero. Pero no estoy hablando de mucha sangre, nadie se ha desangrado allí, ¿vale?
Stride necesitaba un cigarrillo más que nunca. Tenía los nervios a flor de piel y los dedos le temblaban. Volvió a recordarse que no debía pensar en Serena ni dar vueltas a qué le podía estar pasando. Pensar en Deed. Resolver el caso.
—O sea que crees que ha cambiado de coche —dijo Stride.
—Sí. Y también pienso que Serena está viva.
Teitscher no se explicó, pero Stride sabía a qué se refería: de haber estado muerta, Deed habría dejado el cuerpo en el maletero del coche.
—¿Había alguna cámara en la rampa? —preguntó Stride.
—No, pero el tipo tiene una de esas furgonetas púrpura de Byte Patrol a su cargo, y no la hemos encontrado. Estamos llamando a todo el mundo con un aviso de búsqueda urgente para la furgoneta. Tenemos a la patrulla de carreteras recorriendo las tres arterias de norte a sur: la 35, la 61 y la 169. Por si ese tío intenta ir a las Gemelas. La frontera canadiense también está avisada.
—¿Y Wisconsin?
—Sí, tenemos la Wisconsin 35 cubierta. K-2 ha metido a personal que no tenía turno, y estamos cubriendo toda la ciudad. La prensa también está en ello. Sé que no servirá de mucho hasta el noticiario de la mañana, pero entonces tendremos a todo el mundo alerta. Fletaremos helicópteros cuando deje de nevar.
Stride no podía evitar la sensación de que mañana sería demasiado tarde.
—A lo mejor tiene otro vehículo —dijo.
—A lo mejor.
Stride llamó a gritos al dueño de la tienda, que estaba filtrando material del ordenador de Deed. Craig, que no pasaba de los treinta, llevaba pantalones grises de chándal, una sudadera roja de la Universidad de Duluth y unas zapatillas de deporte raídas. Parecía medio dormido. Era alto y delgado, con el pelo crespo, voluminoso y pelirrojo y barba de leñador.
—¡Eh! —gritó Stride—. ¿Sabes si ese Deed tiene otro coche? ¿Alguna vez le has visto conduciendo algo aparte de la furgoneta? Craig se frotó los ojos.
—No, casi siempre se la quedaba por la noche.
—Esconderse a plena vista —dijo Teitscher—. Esas furgonetas se ven tanto que ya nadie se fija.
—Tal vez tengamos suerte y siga en ella —replicó Stride—. Mantenme informado. Llama cada media hora.
—Lo haré. Oye, teniente, sé que esto no significa una mierda viniendo de mí, pero lo siento mucho.
—Gracias, Abel.
—No digo que me equivocara con Maggie, pero esto parece más complicado de lo que pensé.
—Actuaste como yo lo habría hecho en tu lugar —le dijo Stride.
—Maggie me ha llamado para preguntarme si podía participar en la búsqueda. Seguramente no debería haberlo hecho, pero le he dicho que sí.
Stride se encogió de hombros.
—Se habría metido de todos modos.
—Lo sé.
—Será mejor que tengas cuidado, Abel, la gente empezará a decir que te estás ablandando.
—Sí. No creo que falte mucho.
Teitscher se fue, y Stride siguió examinando el apartamento de Deed, buscando pistas que le condujeran hasta él. El edificio era una torre insulsa cerca de las tiendas de empeños y comercios de armas del extremo sur de la calle Superior. A través de la ventana del sexto piso, Stride bajó la mirada al rompecabezas de pasos elevados sobre la carretera, donde la autovía se escindía para adentrarse en la ciudad. Era barata, anónima y a unos segundos de una evasión rápida.
Dentro del apartamento de un solo dormitorio había poca cosa que caracterizara a ese hombre. Comía pollo de microondas, tacos, patatas fritas y trozos de pescado congelado envueltos en papel de aluminio. La cocina apestaba a pescado. El apartamento venía amueblado y Deed le había añadido poca cosa aparte de un PC de gama alta. No encontraron revistas ni comprobantes de banco ni recetas. Lo único que tenían era la descripción del tipo: alto, pesado, robusto, de cuarenta y pocos, con el pelo negro y largo, ojos oscuros y nariz aguileña. Cuando no llevaba la camisa púrpura de Byte Patrol, vestía pantalones y camisa vaqueros.
Había algo en el apartamento que preocupaba a Stride, pero fuera lo que fuese estaba aguardando como un barco en la niebla y se negaba a mostrarse. Y cuanto más intentaba concentrar sus sentidos, más confusa se volvía la sensación, como si fueran imaginaciones suyas. Aquí no había nada que ver ni nada que buscar.
Stride acercó una silla de cocina al dueño de la tienda, Craig, que estaba introduciendo las claves para acceder al sistema y observando la pantalla con ojos adormilados.
—¿Qué has conseguido? —preguntó Stride.
—Lo suficiente para cerrarme el negocio —replicó Craig—. Ese capullo puso puertas traseras y programas espía en cada maldito ordenador que tocó a través de la empresa.
—¿Y eso qué significa?
—Que podía usar las conexiones de internet para entrar en sus sistemas, manosear sus discos duros y conocer cada jodida pulsación en los teclados. Lo sabía todo.
—Voy a necesitar nombres.
—Sí, claro; le imprimiré una lista. Van a demandarme todos.
—¿Qué más? —quiso saber Stride.
—¿Qué más está buscando?
—Cualquier cosa que pueda ayudarnos a encontrarle. Adónde va, dónde compra, qué hace. Debe de tener un escondite en alguna parte.
—Lo que he encontrado no servirá de mucho. La mayoría es porno duro. Cosas repugnantes, con mucho sadomaso.
—¿Y páginas web locales? Gente, sitios, negocios de Duluth… ¿Blogs, páginas de MySpace, algo de eso?
—No he visto nada.
—¿Alguna vez visitó un blog llamado «La dama que hay en mí»? ¿O mencionó a una mujer llamada Helen Danning?
Craig tecleó unos segundos.
—No lo parece.
—¿Y archivos de banco online?
—No. —Craig bostezó.
—¿Sigues aquí conmigo? —le preguntó Stride.
—Son las tres de la mañana, tío. Tendría que estar durmiendo.
—Sí, las cosas están feas para todos. He despertado a una juez en plena noche para conseguir una orden de registro y te puedo asegurar que tampoco está muy contenta conmigo. Realmente es mala suerte que te haya sacado de la cama sólo porque el hijo de puta al que contrataste ha raptado a una mujer a la que tal vez ya ha violado y asesinado. Así que sigue buscando y encuentra algo.
—Sí, vale, vale, lo siento. —Craig encorvó los hombros y volvió al teclado.
Cuando el móvil de Stride se puso a sonar, el tono lo hostigó. Tenía prisa y sabía por qué. Se levantó y caminó de nuevo a la ventana mientras respondía a la llamada.
—Negativo en la base de datos estatal —dijo Guppo—. No es de por aquí.
—¿Y el FBI?
—Están trabajando en ello. Han prometido que sería máxima prioridad.
—Gracias.
Stride colgó.
Se sentó a horcajadas en una silla y escrutó otra vez el apartamento. ¿Qué diablos era? Había algo allí, algo obvio que no encajaba, y se le estaba escapando. Se puso en pie y volvió a comprobar la basura. Examinó los trozos de envoltorios de alimentos. Un paquete de bacón. Una caja de huevos vacía y cascaras de huevos rotos. El envoltorio de un paquete de carne, comprado en la carnicería de una tienda de la zona de veinticuatro horas. Ya había enviado a alguien allí para averiguar si algún empleado recordaba algo de Deed. Adónde iba, qué conducía o con quién estaba.
Se le seguía escapando algo.
—Eh, teniente —gritó Craig—. Creo que debería ver esto.
Stride se asomó por encima del hombro del tipo.
—¿Qué es?
—Fotos. Montones de ellas. La mayoría de la misma mujer.
Craig arrastró el ratón e hizo clic sobre un icono minúsculo, y una retahíla de imágenes como la uña de un pulgar se desplegaron por toda la pantalla.
—Puedo ir abriéndolas todas en exposición —propuso Craig.
—Hazlo.
La primera imagen se abrió a tamaño completo. A Stride se le cayó el alma a los pies. Era Serena. Reconoció la zona: el centro de Saint Paul, en Rice Park, cerca del Ordway. Apareció otra foto en la pantalla, también de ella. Cerca de los juzgados de Duluth. Se obligó a mirar toda la colección. Casi todas las imágenes, más de sesenta, eran de Serena. Fotografías furtivas, sacadas a distancia. Algunas eran cerca de su propia casa, desde la playa, a través de sus ventanas.
Ese tío llevaba mucho tiempo tras Serena.
Stride señaló una imagen por el centro, apenas un destello de luz blanca.
—¿Qué es eso?
—Un error —dijo Craig—. Seguramente se le disparó la cámara por accidente.
—Vuelve a ponerla delante.
Craig restableció la imagen en la pantalla y Stride se inclinó, escudriñando la foto. Era evidente que la mancha de luz la había causado el flash, pero también se podía distinguir algo que parecían manchas marrones y líneas oscuras y ondulantes.
—¿Qué es eso? —preguntó Stride.
Craig miró más de cerca.
—No estoy seguro.
—Creo que es madera.
—Demasiado liso.
—Me refiero a contrachapado de madera. Material barato.
Stride barrió el lugar con la mirada y no vio contrachapado de madera en ningún sitio. Comprobó el dormitorio y el cuarto de baño y no halló ningún panel que encajara con la foto.
—¿Hay paneles de madera en el interior de vuestras furgonetas? —preguntó.
Craig negó con la cabeza.
—¿Y dónde la sacó? —interrogó Stride.
Pero estaba hablando consigo mismo. Con el aire. Pensando que, allí donde estuviera el panel, estaría Serena ahora. Aquél era el escondrijo de Deed.
Mientras repasaba mentalmente una lista de lugares que tuvieran revestimientos falsos de madera, Guppo llamó otra vez.
—Dime que lo tienes —respondió Stride.
—Sí, pero hay un problema.
—¿Cuál?
—Concuerda perfectamente —le explicó Guppo—. Está fichado en Arizona, Texas y Alabama. Drogas, asesinato, extorsión y dos acusaciones de violación que se retiraron cuando a las mujeres les entró miedo.
—Parece nuestro tipo —observó Stride—. ¿Qué problema hay?
—El problema es que está muerto.
—¿Cómo dices?
—Las autoridades de Alabama aseguran que está muerto. Fue testigo en un juicio por narcóticos y dos agentes lo estaban escoltando de vuelta al correccional de Holman. Un huracán los pilló de pleno y murieron los tres.
—¿Has dicho un huracán? —repitió Stride, esperando que Guppo se hubiera equivocado y consciente de que no era así.
—Sí.
El temor que ya sentía mudó y se multiplicó. Stride sabía adónde iba a parar todo eso. Él había estado presente cuando Serena recibió una llamada de la policía de Alabama, y recordaba la expresión de alivio en su rostro. Se sintió liberada. A salvo.
—Encontraron a los dos policías —continuó Guppo—. Y también el coche, convertido en chatarra. No había señales de que fuera juego sucio. Supusieron que el prisionero había acabado en el mar.
Ésa era la conclusión lógica, y a todas luces errónea. No había acabado en el mar. Escapó y se dirigió al norte como un rayo. Stride recordaba cómo describió Serena a aquel hombre muerto que la había torturado en su pasado: brillante, implacable y calculador. Exactamente la clase de araña a la que le encantaría jugar con su presa para luego comérsela. Un vendedor de droga. Un chantajista. Un violador. Un asesino.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó Stride, aunque ya lo sabía.
—Hay para elegir —respondió Guppo—. William Deed, alias Billy Deed, alias B. D. Henry, alias Billy «Dog» Ketcher, alias Blue Dog.