Capítulo 49

Serena sabía que estaba despierta por el dolor. Sentía el cráneo como si se lo hubieran abierto como una cascara de huevo. Al girar el cuello, un pinchazo le sacudió la columna y la hizo temblar de arriba abajo. Abrió los ojos; a su alrededor sólo había oscuridad y todo le daba vueltas. Intentó mover las manos, pero las tenía atadas. Igual que los pies. Estaba clavada, como una mariposa capturada por un coleccionista. El colchón que tenía debajo parecía de arpillera y le rascaba la piel. Olía a moho y sangre. El aire transportó un hedor a pescado destripado con las huevas, los huesos y los órganos fuera. Trató de hablar, gritar, llorar y chillar, pero estaba amordazada y un sabor a algodón húmedo le agriaba la boca. De su garganta brotó un sonido tan lamentable que el viento se rió de él.

La ventisca era como un monstruo a sólo unos centímetros de distancia, ruidosa y feroz. El acero se estremecía y vibraba cada vez que una ráfaga asaltaba las paredes metálicas. Oía un siseo como de mil serpientes: era el azote del viento, rabioso como un tornado. Estuviera donde estuviese, era como estar a la intemperie, porque aquello no servía como protección del viento y el frío que arremetía contra las paredes. El aire gélido que se le metía en la piel le dijo que estaba desnuda. Su carne descubierta se frunció, los dedos de los pies se encresparon y sus puños se apretaron. Una gota de agua le cayó encima atravesando el techo, dibujando un rastro helado muslo abajo.

Se maldijo a sí misma por haber sido tan estúpida. Por no decírselo a Jonny. Por no cubrirse las espaldas. Ahora estaba prisionera y no se hacía ilusiones de que la rescataran, y sabía que iba a pasar algo malo. La clase de cosas que te hacían darte cuenta de que no había un Dios que intercediera por ti. La clase de cosas por las que ya había pasado antes.

Él también estaba en la habitación. Cada tantos segundos, Serena oía un chirrido de madera y clavos que se separaban cada vez que él se movía en una mecedora. Aunque no lo veía, sentía su mirada. Quería que dijera algo. Quería que aquello empezara para poder acabar, pero durante lo que pareció una eternidad él la dejó sufriendo en su universo frío y ciego, como consciente de que la espera era lo peor de todo. Se sintió como una niña haciendo cola para entrar en la casa del terror, con el estómago hecho un ovillo por el miedo.

Se dijo a sí misma que no le importaba. Sólo era dolor. Mucho tiempo atrás había aprendido por sí sola a sumergirse en el interior de su cerebro para esconderse de ese dolor. Desconectar de sus emociones hasta no sentir nada. Ni daño ni rabia ni amor. Intentó recordar cómo lo hacía entonces, cómo seguir esa senda otra vez, cómo encontrar aquel sitio. Y aun ahora se resistía, pues no quería volver atrás. La nada era una tortura en sí misma, una habitación vacía en la que se había pasado décadas para tratar de escapar.

Forcejeó con sus ataduras, y notó cómo se zarandeaba la cama al intentar liberarse, consciente de que estaba malgastando sus fuerzas. Él se rió; era el primer sonido real que emitía, y entonces le oyó levantarse. Olió cómo se acercaba. Quiso escabullirse hacia atrás, pero no había ningún lugar al que ir. El hombre se agachó sobre ella. Tenía su aliento en la cara. Serena la apartó, pero él le cogió la mandíbula con dedos como tenazas y se la volvió a girar.

—He esperado mucho tiempo para esto —dijo. Serena trató de sofocar esa voz y los extraños ecos de terror que despertaba en ella. Se concentró en la tormenta, imaginando el manto de nieve al otro lado de la pared, preguntándose si el viento no la cogería para llevársela lejos.

Él le pasó algo frío y cortante por la piel, empezando por el cuello y trazando una línea por su garganta con lo que notó que era la punta de un cuchillo. Apretó lo bastante para ponerle los pelos de punta, pero no como para rasgarle la carne. El cuchillo la exploró como un animal curioso. Perfiló un círculo alrededor de sus pechos y de las aureolas, y luego le pinchó el centro de un pezón, una punzada que la hizo estremecer y dibujó una gota húmeda y cálida de sangre.

Las lágrimas le brotaron espontáneamente por las mejillas.

El cuchillo descendió arañándole el ombligo, desviándose en los muslos, escondiéndose debajo de las rodillas, recorriéndole las plantas de los pies, subiendo otra vez y apuntando entre las piernas. El hombre giró el arma y depositó la parte roma de la fría hoja sobre su montículo. Serena se tensó persiguiendo aquel sitio lejano, la habitación de la nada, pero lo había perdido y no sabía cómo encontrarlo.

—Tengo que firmar mi obra —dijo él—. Así, cuando Stride te encuentre sabrá quién fue.

Ella echó la cabeza adelante y atrás con violencia, ignorando el dolor en el cráneo, e impulsó su cuerpo para levantarlo de la cama. Otro grito murió en el algodón húmedo de su boca. Él aguardó a que se quedase sin fuerzas y se derrumbara otra vez, agotada y mareada.

Su gran mano buscó el llano del estómago de ella y empujó hacia abajo expulsando el aire, que salió por la nariz. Tensó la piel con sus dedos hasta que quedó tirante como un lienzo.

«¡No!», chilló ella, pero no salió ningún sonido; lo único que se oía era la tormenta en el exterior. Las quejas, los ruegos y las súplicas estaban sólo en su cabeza.

La punta del cuchillo la penetró. El tejido se separó célula a célula. La sangre manó. Él empezó a tallar.

En algún punto del proceso, Serena se desmayó. Cuando volvió en sí, tenía el estómago frío y caliente, irritado y helado, todo al mismo tiempo. La sangre se había convertido en hielo, dura como azúcar candi. La tormenta seguía bramando detrás de la pared. Los olores y ruidos eran los mismos, pero notaba algo distinto, y cayó en la cuenta de que ya no tenía el trapo metido en la boca. Podía mover los músculos de la mandíbula y respirar ese aire rancio.

Serena gritó, y descubrió que estaba en un espacio pequeño porque el sonido rebotó entre las paredes, insoportablemente alto y metálico. Sin embargo, en el exterior era un murmullo enfrentándose al rugir del viento. Siguió gritando hasta que se quedó ronca y se le irritó la garganta, y cuando paró no había pasado nada de nada. Nadie corrió a rescatarla. La ventisca no le prestaba atención.

—Grita si quieres, pero nadie te oirá —dijo él.

Ella no respondió.

—Aléjate un metro en el exterior y no oirás nada. Créeme, no te gustaría salir ahora. No durarías ni treinta segundos.

A ella le sonaron como treinta segundos de paraíso. Treinta segundos de congelación y luego estaría caliente y dormida, alejada del dolor.

—¿Por qué yo? —preguntó Serena.

—Es a ti a quien quería desde el principio —contestó él.

—¿Por qué? —repitió.

—¿No lo has adivinado?

Algo en su forma de decirlo le hizo caer en la cuenta por primera vez de que no había sido una cuestión de azar. No era que se hubiera cruzado en el camino de un violador y hubiera acabado accidentalmente en su punto de mira. Esto tenía que ver con él y ella, y había sido así siempre. Era algo personal.

—¿Quién eres? —le preguntó.

—Creo que ya lo sabes.

Tenía razón. Le conocía. Cuando lo pensaba de este modo, se daba cuenta de que había algo familiar en él, algo en su voz que le traía recuerdos. Rebuscó en su pasado, pero había tantos nombres… Era lo que pasaba cuando se era policía: los nombres se confundían entre sí. La mayoría de las veces no importaba, porque ¿cuántos criminales se fijaban si les echaba el guante un poli gordo de cincuenta y tantos? Pero cuando eras mujer, eras guapa y eras de Las Vegas, de algún modo el pasado planeaba sobre ti y no te dejaba ir nunca.

Su mala suerte.

Lo supo allí y en aquel momento. Mala suerte. Tommy Luck[15].

Tommy Luck, el que había marcado a su novia con la punta de un cuchillo. Tommy Luck, el que tenía esa pared horrible en su apartamento con docenas de fotografías furtivas de Serena, imágenes torturadas con ojos que faltaban, su cuello acuchillado, su cuerpo cubierto de pintura roja, agujeros donde él había apuñalado las fotos repetidamente con un punzón… Oh, Dios, Dios, ¿por qué no le había seguido la pista? Había entrado para veinte años, pero cuanta más gente llegaba a las cárceles más rápido salían otros.

Ahora estaba fuera. Había vuelto. Tommy Luck. Debería haber hecho lo que pensó en hacer años atrás, cuando salió de la cárcel la primera vez: seguirle y matarlo. Podría haberlo borrado a él y borrar todo el dolor de aquéllos que se cruzaban en su camino. Maggie. Tanjy. Eric. Todos los demás.

Era culpa suya. Debería haberlo matado cuando tuvo la oportunidad.

—Ya lo sabes, ¿verdad? —le preguntó él.

Ella guardó silencio.

—Quiero que me veas para lo que viene ahora. Quiero que me mires a los ojos. Te los sostendré abiertos con cinta si es necesario. Vas a mirar lo que te hago.

Ella volvió a sentir el cuchillo, esta vez en el rostro, magullándole la mejilla mientras él le cortaba la venda que la cegaba. No pudo evitarlo: abrió los ojos aunque su mente le repetía que los mantuviera cerrados. Había una sola bombilla iluminando el espacio, pero de todos modos era luz después de tanta oscuridad, y tuvo que entornar los ojos y volver la cabeza. Él se le acercó, enorme y fuerte, interponiéndose entre ella y la luz, como una silueta del mal.