Serena detuvo el coche en un aparcamiento vacío bajo el elevado arco del puente Blatnik, que llevaba hasta Wisconsin a través de la bahía Superior. Los soportes de cemento en forma de Y se alineaban como una fila de soldados marchando desde la ciudad para adentrarse en el agua, siguiendo una senda de luces blancas. Cada vez que un coche aceleraba en lo alto, el lecho de acero de la autopista retumbaba como si aporrearan un tambor de hojalata. Cuando Serena salió del coche, miró hacia la gélida sábana del puerto que quedaba a su derecha. En el lado opuesto de la carretera, donde ésta trazaba un círculo de vuelta a la ciudad, se veían los campos oscuros que llevaban a los silos de la terminal portuaria, el motor de la industria de la ciudad durante los meses cálidos: un hervidero de barcos metalíferos que cargaban y descargaban sus vientres. En esta estación el puerto estaba abandonado, cerrado por la nieve a cal y canto a la espera del deshielo primaveral.
Había empezado a nevar, y los copos sobrevolaban las luces del puente como una lluvia de estrellas fugaces. Pestañeó cuando le entraron en los ojos. Llevaba la Glock bien cogida en una mano y una caja de zapatos atada con cinta aislante debajo del brazo, llena de billetes de cien dólares. La carretera, el parque, el agua helada, los edificios del puerto y los campos que cruzaban las vías, todo estaba desierto. Se preguntó dónde estaría él. Tenía los tacones enterrados en dos centímetros y medio de húmeda nieve, y rápidamente se le entumecieron y enfriaron los pies. No había tenido tiempo de cambiarse después de encontrar la nota; sólo había podido ir a recoger el dinero a casa de Dan y dirigirse a la ensenada del puerto. Ahora deseaba haber dejado unas botas de recambio en el coche. Encontró una zona abierta cerca de la torre del puente donde la nieve estaba apelmazada y decidió esperar allí. Se agitaba impaciente, golpeando con los pies en el suelo para sacudirse el frío.
Una vibración retumbó atravesando el cemento cuando un camión con doble remolque pasó como un rayo por el puente, justo encima de ella. El trueno del tambor de hojalata le hizo estremecerse, como si el puente se derrumbara a su alrededor.
El teléfono móvil sonó y dejó la caja de zapatos en la nieve para poder sacar el aparato con la mano libre.
—¿Dónde estás? —preguntó Stride.
Ella miró con cautela el aparcamiento vacío. A medida que nevaba con mayor intensidad era más difícil ver algo.
—Estoy haciendo un trabajo. No puedo hablar.
—¿Es sobre el chantaje a Dan?
Ella titubeó.
—Sí.
—Lárgate de ahí ahora mismo —le ordenó él—. A Brandt también lo estaban chantajeando. Ese tío lo sabe todo sobre el club sexual y las chicas alfa. Puede que sea el criminal.
—Entonces es nuestra oportunidad para atraparle —contestó Serena.
—No tú sola.
—Fui policía durante diez años. Sé cuidar de mí misma.
—Deberías haberme contado lo que estaba pasando con Dan.
—No podía, ya lo sabes.
—¿Dónde diablos estás?
Pensó en no decirle nada, pero comprendió que estaría siendo estúpida y testaruda.
—En Rices Point, debajo del puente.
—¿Te has vuelto completamente loca, joder?
—Él eligió el sitio.
—Sal de ahí ya; puede que vaya a por ti.
—Viene por una caja llena de dinero. Eso es lo que busca.
—Voy a mandar un coche.
—No lo hagas —insistió Serena—. Espantarás a la presa.
—Pues iré yo mismo.
Sonó un pitido en su teléfono, tenía otra llamada. Y sabía quién era.
—No, Jonny, no lo hagas. Aún no, dame media hora. Si no vuelvo a llamarte, envía la caballería.
Colgó dejándole con la palabra en la boca. Cuando dio paso a la otra llamada, oyó la voz del chantajista y percibió algo vagamente familiar en ella. Ojalá supiera por qué, pero era una de esas sensaciones que llegaban cuando llegaban y cuyo recuerdo no podía forzarse. Lo único que sabía con certeza era que iba de la mano de algo tenebroso, y esta vez el escalofrío que le recorrió la columna no se debió al tráfico sobre el puente, sino a un temor repentino.
—¿Te lo has pasado bien esta noche? —preguntó él.
Serena guardó silencio.
—Te he imaginado ahí dentro —continuó el hombre—. ¿Te has desnudado igual que los demás?
—Que te jodan.
—¿Te ha puesto húmeda todo ese sexo? ¿Te has tocado?
—Me voy —dijo Serena—. Con tu dinero.
—No, no te vas. Te quedas justo aquí.
—Mírame.
Serena se agachó para recoger la caja con la esperanza de que él pudiera verla. Hizo una pausa para ver cuál era su siguiente movimiento.
—Dime cómo es —insistió él.
—Parece que tú ya lo sepas.
—¿Quieres ser una chica alfa?
—No, gracias.
—Lástima —dijo—. Podrías ser igual que tu amiga Maggie. O Katrina. Ellas fueron chicas alfa.
Las implicaciones de sus palabras tensaron el cuerpo de Serena. Apretó el arma con más fuerza y no contestó.
—Ahora me tienes miedo —dijo él.
—¿Por qué iba a tenértelo?
—Sabes lo que les hice.
Se quedó allí, petrificada, mientras la nieve pintaba su cuerpo de blanco.
—Sí.
—A ti te voy a hacer lo mismo. Sólo quería que lo supieras antes.
—Eres un bastardo.
—Y algo peor, Serena. Mucho, mucho peor.
Serena colgó. Tropezando, cayéndose y levantándose otra vez, empezó a correr hacia el coche. Volvió la cabeza y miró a su espalda, y su pelo ondeó al viento cuando se puso a girar escudriñándolo todo a su alrededor, segura de que lo vería echársele encima. El tambor de hojalata volvió a retumbar; gritó, pero se mordió la lengua para obligarse a callar y notó el sabor metálico de la sangre. La nieve caía en abundancia, siguiéndola como un enjambre de abejas enfurecidas.
Mientras corría, la caja de zapatos se le resbaló y cayó al suelo. Maldijo y se agachó a recogerla, y cuando volvió a erguirse le cegó el resplandor de un faro blanco que inundaba su cuerpo de luz. Una sirena que conocía bien aulló y paró. Al ver unas luces giratorias en lo alto de un coche de la policía de Duluth se alegró de que Jonny no le hubiera hecho caso.
Paralizada bajo la luz, sintiéndose como un ciervo en la carretera, cayó en la cuenta de que estaba sosteniendo una pistola y una caja con dinero en efectivo.
El agente también lo vio. Utilizó un megáfono y ella captó su acento sureño:
—Tire la pistola.
Obedeció.
—Échese al suelo y mantenga los brazos alejados del cuerpo.
Serena tenía los brazos en alto. Se agachó sobre ambas rodillas y colocó las palmas sobre la nieve al tiempo que extendía todo el cuerpo. Estiró el cuello para ver algo, pero el reflector le apuntaba directamente a los ojos. Oyó que se abría la puerta del coche patrulla, y el agente le gritó a viva voz:
—No se mueva.
Pero ella ya estaba absolutamente quieta, conteniendo el aliento.
—No pasa nada, agente —dijo cuando él se acercó—. Mi nombre es Serena Dial. Soy la compañera del teniente Stride.
—Cállese.
Estaba furioso, y además de furioso probablemente estaba asustado. Ella no dijo nada más, pues no quería irritarlo. Vio una silueta de piernas largas y musculosas, y junto al muslo, en su mano, la pistola, que apuntaba hacia ella. El policía la rodeó por detrás. Ella permanecía tumbada, sin moverse; era como tener a un oso olisqueándola y hacerse la muerta. Él recogió la pistola de la nieve, le quitó el cargador y se la guardó en el bolsillo.
Serena hizo una mueca cuando él le puso una rodilla en el centro de la espalda. Le cogió una muñeca con brusquedad, se la torció para echarla hacia atrás y se la metió en el aro de las esposas. Le cogió también el otro brazo y la sujetó. Cuando le agarró el pescuezo con sus gruesos dedos, ella le olió las manos.
—Arriba.
Aún no había enfundado el arma. Tiró de ella y la puso de rodillas, y luego Serena se levantó sin hacer movimientos bruscos.
—¿Qué hay en la caja? —preguntó él.
—Dinero. Oiga, llame a Stride, él sabe de qué va esto.
—Suba al coche.
Le presionó el cuello con la base de la palma de una mano y la empujó hacia delante. Recogió la caja mientras se dirigían al coche patrulla. Ella caminaba un par de pasos por delante de él y en su interior escuchó la extraña palabra que le repetían sus sentidos: pescado.
Un hedor a pescado estropeó el aroma fresco de la nieve, y se dio cuenta que procedía del agente, allí donde le había tocado bruscamente con los dedos. Las manos le olían a pescado.
El mismo olor que impregnaba el coche cuando se subió a él después de la fiesta. Exactamente igual.
Sus pensamientos se desbordaron por completo, hasta el punto de ver cómo se alejaba su alivio como cenizas de un fuego. Pensó en lo extraño que sería que Jonny no le hiciera caso y mandara a alguien a pesar de todo. Pensó en lo rápido que había llegado ese coche. Pensó en un comentario casual que había hecho Jonny el día antes: «A Pete McKay le han robado un coche patrulla cuando respondía a una llamada en el instituto».
Había cometido un terrible error. El acento en su voz era un disfraz. Detrás de ella no había ningún policía. Era él. Le había dicho lo que pensaba hacerle y ella había dejado que se le acercara, la desarmara y le pusiera las esposas.
Serena no miró atrás ni cambió de actitud, pero sabía que sólo disponía de unos segundos para actuar. Una vez entrara en el coche, estaría perdida. Allá en lo alto, sobre el puente, vio las luces de un camión que se alejaba de la ciudad a toda velocidad, y supo que estaba a punto de aporrear con fuerza el tambor de hojalata.
El lecho de la autopista bramó y el hombre que tenía a su espalda se sobresaltó. Oyó el suave rasgado de su ropa cuando los reflejos le llevaron a mirar por encima del hombro una fracción de segundo. Serena echó a correr. Salió desbocada a través de la nieve, poniendo rumbo a los campos y la hierba crecida que conducían a la terminal portuaria. Tras recuperarse de la sorpresa, su captor la siguió inmediatamente, pero Serena era rápida. Perdió los zapatos por el camino, incluso corrió más deprisa sin ellos, luchando por mantener el equilibrio con los brazos inmovilizados a la espalda. No miró atrás, pero le oyó gruñir tras caerse. Serena alcanzó la carretera, la cruzó como una bala y se lanzó a la maleza, que le llegaba casi hasta el cuello. Cuando se arriesgó a mirar atrás, no le vio.
Abrirse paso entre la nieve era como correr dentro del agua. El esfuerzo la había dejado exhausta, y sólo la sangre que bombeaba frenéticamente por sus venas evitaba que se le congelaran los pies. Pasó bajo unos cables telefónicos encorvados y junto al esqueleto de hormigón de un puente que había sido derribado hacía años, dejando unas ruinas que semejaban los restos bombardeados de una zona de guerra. Podía oírlo otra vez, volvía a tenerlo tras de sí, golpeando la maleza. Serena emergió del campo al cabo de unos cien metros y se encontró en mitad de un sistema de vías cubiertas de nieve que entraba serpenteando en el corazón del puerto. También vio vagones oxidados, abandonados durante la temporada baja. El esfuerzo por correr sin la ayuda de los brazos estaba acabando con sus menguadas fuerzas. Mientras seguía las vías tropezó con un bloque de hielo y se cayó de bruces, y algo duro y afilado le cortó el rostro. Perdió unos segundos preciosos retorciéndose y girando e intentando levantarse otra vez; entonces le vio: una sombra violenta que irrumpió desde el campo cubierto de hierba y se dirigía hacia ella, ganando terreno.
Serena no sabía cuánto tiempo había pasado, y rezó para que Jonny llenara aquello de agentes muy pronto. Las vías la guiaron al puerto, donde se encontró en un universo habitado por gigantes durmientes. Las grúas planeaban en lo alto, y los ganchos colgaban de cables de acero como hombres ahorcados. Se vio diminuta junto a montañas de basura, material de desguace y taconita, tapizadas todas ellas de nieve, y de depósitos de hormigón que se alzaban más de treinta metros sobre la tierra llana, intentó perderse en el laberinto inmenso y silencioso, roto únicamente por el silbar de la ventisca. Observó y escuchó, pero el hombre se había metido en el puerto siguiendo su estela y se había esfumado. Podía estar en cualquier parte.
Le costaba caminar. Sus pies dejaban un reguero de sangre y apenas los sentía o podía mover los dedos. Cortes y cardenales le escocían en la cara y notaba el sabor de la sangre en los labios. Las esposas le estaban dejando las muñecas en carne viva. No podía dar un paso más. Se detuvo frente a una grieta causada por la erosión en una pirámide de tierra y se introdujo por ella como pudo, maldiciendo por no poder ver el exterior y esperando que él no pasara por delante. Se agachó, encogiéndose al máximo, pero se tambaleó sobre sus pies congelados y perdió el equilibrio hacia delante, quedando expuesta. La nieve seguía cayendo en una lluvia blanca que la helaba y la envolvía. Trató de erguirse, pero apenas le quedaban fuerzas para quedarse allí, con la única esperanza de que los gigantes la protegieran.
El teléfono móvil empezó a sonar. Estaba a un volumen tremendamente alto. Al tener las manos atadas, se limitó a escuchar cómo emitía un reclamo para su perseguidor. Oyó el crujir lento y seguro de las pisadas de éste cuando la encontró, y vislumbró su sombra cerniéndose sobre ella; ni siquiera le importó. Él rompió a reír mientras observaba su cuerpo tendido, y la levantó del suelo cogiéndola de la ropa. Llevaba el revólver colgado de la mano, con la culata mirando afuera. Serena desistió de ofrecer resistencia.
—Es hora de pasar cuentas —dijo él.
El arma se movió arriba y abajo y, en algún lugar, Serena vio la luz naranja del sol que se acercaba y le quemaba los ojos hasta dejarla ciega.