Había dos coches aparcados en la nieve, en el arcén de la carretera de curvas que rodeaba la base de la colina de Enger Park. Uno era el Porsche de Brandt; el otro, el Mercedes de Sonia.
Stride aparcó la Bronco detrás de los dos vehículos, bloqueándolos. Abrió la guantera, cogió la Ruger y salió del coche. En lo alto, una luna con forma de coma salía y se escondía tras las veloces nubes, perfilando la torre de cinco pisos que coronaba la cima de la colina. Olió la nieve concentrándose en el oeste. Cuando disminuía la intensidad del viento, podía alcanzar a oír a alguien moviéndose a lo lejos, pero el ruido revoloteaba y él tenía que esforzarse por ubicar su procedencia.
Enger Park era el punto más elevado de la ciudad, hermoso y sereno, y lo odiaba. Las pendientes del campo de golf se encontraban al otro lado de la calle, cubiertas de nieve y surcadas por huellas de esquí. Pero para Stride nunca era invierno en Enger Park. Siempre era agosto de hacía diez años, bajo una canícula que le hizo sentir como si el estado entero se hubiera derretido y se escurriera por el Mississippi para ir a derramarse en el aire húmedo del Golfo. Incluso a las dos de aquella madrugada de verano, de pie en uno de los greens con Maggie, tenía la camisa empapada en sudor. A sus pies estaba la chica, con la piel de color chocolate, tatuada, mutilada y sin nombre. Mirarla le hacía sentirse furioso, y esa ira no hizo más que aumentar a medida que pasaban los meses y la investigación se congelaba como los lagos. A pesar del tiempo transcurrido, fuera la estación que fuera, la chica seguía allí, habitando el parque para siempre. Aún hoy la veía en sueños. Y lo mismo le pasaba a Maggie.
Escudriñó el campo de golf largo y tendido, prestando atención al menor ruido. Brandt y Lassiter no estaban allí. Se sacó una linterna del bolsillo e iluminó la nieve en torno a los dos coches, aparcados uno al lado del otro. Las huellas eran como un libro abierto. Brandt había rodeado su Porsche por detrás con zancadas largas y furiosas. Lassiter estaba de pie junto a la puerta del conductor del coche de Sonia. Forcejearon y las huellas se volvieron confusas. Había la marca enorme de un cuerpo donde uno de los dos había caído y manchas de sangre color cereza en el barro.
Las huellas de ella corrían colina arriba. Los zapatos de Brandt las seguían. Stride, pistola en mano, siguió las pisadas a lo largo del camino que serpenteaba en dirección a la torre. La nieve pisoteada era una maraña de ruedas de neumáticos y marcas de botas. Iba siguiendo el fino haz de su linterna, al acecho de las pisadas frescas. Grupos de árboles jóvenes se cernían sobre él a ambos lados. Las líneas de alta tensión se encorvaban en lo alto, y oía la electricidad chasqueando a través de los cables como beicon frito.
Más arriba, se oyó gritar a una mujer:
—¡No!
Y luego:
—¡Basta! ¡Socorro!
Stride salió del camino y se metió en la espesura que conducía directamente a la cima. La nieve se le aferraba a los muslos mientras se abría camino a través de las ramas alargadas, que se le enganchaban a la ropa y le herían el rostro. Era un bosque claustrofóbico. Sólo podía ver la telaraña de árboles que le obstruían el paso; el crujir de las ramas partidas y su propia respiración fatigosa rompían el estremecedor silencio del lugar. Llevaba cinco minutos afanándose para subir la colina. Luego diez. Estaba tardando demasiado. Cuando irrumpió desde los árboles en un pequeño claro, tuvo que detenerse y apoyar las manos en las rodillas para recuperar el aliento.
Juró para sí que no volvería a fumar.
Vio dos cuerpos moviéndose, corriendo, cerca de la torre. Aún estaban lejos. «¡Socorro!», gritó la mujer otra vez.
Stride apuntó al aire con la pistola y apretó el gatillo. El estallido atronó en la noche y luego produjo un eco desaforado, rebotando a un lado y otro de la ladera. Vio que la sombra más alta se paralizaba. Stride echó a correr de nuevo.
Encontró un sendero agreste y avanzó más deprisa, ya que éste rodeaba los grupos de árboles, ascendiendo de forma constante. Las botas le resbalaron, le escocieron las rodillas y el pecho le dolía, pero la torre se agigantaba a medida que él se acercaba a la cima. Oyó unas pisadas cerca de allí, pero cuando enfocó la luz de su linterna hacia la izquierda, sólo vislumbró un ciervo en pleno salto, con sus astas de color hueso, buscando con gracilidad la protección de los bosques. Unos metros más allá, el terreno se niveló bajo sus pies.
Se detuvo, a la espera de recuperar el aliento y de que remitiera el mareo; entonces avanzó en silencio desde los árboles. Había llegado a los jardines en hibernación que rodeaban la torre conmemorativa. El monolito de piedra se alzaba casi veinte metros por encima de su cabeza, y la luna brillaba sobre la piedra veteada y los oscuros cuadrados de las ventanas como sobre un tablero de ajedrez. Ahí donde la pendiente caía se veía la ciudad rodeando el lago negro. Dio toda la vuelta sin dejar de escudriñar el vacío del parque. Árboles desnudos, mesas de picnic, barbacoas cubiertas de nieve, huellas de ciervo y pisadas. Brandt y Lassiter parecían haberse esfumado. Escuchó por sí percibía algún movimiento pero no oyó nada. Lassiter ya no gritaba. Debía de estar escondida, o con la mano de Brandt cerrándole la boca, o muerta.
En su recuerdo vio otra vez a la chica de Enger Park. Mutilada y anónima. También ella guardaba silencio.
—No seas idiota, Brandt —gritó.
El viento recogió sus palabras y se las llevó. Avanzó hacia la base de la torre y rozó la piedra con los dedos. Apagó la linterna para que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad, y entonces emprendió una lenta marcha alrededor de la circunferencia, protegiéndose la espalda y apuntando a los árboles con la pistola. En cada esquina de la forma octagonal, hacía una pausa antes de dar otro paso.
Muy por debajo, oyó el ulular de las sirenas aproximándose. Brandt también tenía que oírlas.
Casi tropezó con el cuerpo de Kathy Lassiter, desplomado junto a la piedra del flanco norte de la torre. Tenía el cabello castaño enmarañado sobre el rostro, y una mancha oscura de sangre caía en tres surcos por encima de una oreja hasta bañarle la mejilla.
Stride se agachó y presionó con dos dedos la piel caliente del cuello. La mujer estaba semiinconsciente y con vida. Al darle la vuelta para tumbarla de espaldas, ella gimió y se agitó. Sacudió las extremidades y abrió los ojos de golpe. Como no podía verle con claridad, gritó al percibir aquella sombra encima de ella y le golpeó el pecho con los puños. Stride le agarró las muñecas mientras intentaba calmarla.
—Está bien, está bien.
—¡No!
Demasiado tarde, se dio cuenta de que no lo estaba mirando a él, sino a su espalda.
Una fría correa se le ciñó al cuello y lo asfixió. Se sintió arrastrado hacia atrás, mientras el cuero se le clavaba en la piel y le oprimía la nuez. La pistola se le cayó en la nieve. Cuando quiso respirar, sus pulmones no hallaron aire y su cuerpo fue presa del pánico. Se agarró el cuello, tratando de meter los dedos por debajo del borde del cinturón, pero Brandt lo tenía bien cogido. Se hizo sangre con las uñas en su propia garganta. Parte de su mente sentía indiferencia, como alguien que fuera espectador en su propio funeral, y no notaba ningún dolor. Le pareció raro. Ningún dolor.
Sus pies encontraron un trozo de suelo sólido y se impulsó hacia atrás, impactando contra el pecho de Brandt y haciendo que ambos perdieran el equilibrio. Aterrizaron pesadamente, un cuerpo encima del otro. Sintió que la presión en su cuello aflojaba cuando la muñeca de Brandt perdió firmeza. Al respirar, el pecho se le hinchó, y él cogió el cinturón y se lo arrancó, lanzándolo por los aires. Brandt maldijo y se lo quitó de encima con un violento empujón. Se puso en pie, pero Stride le inmovilizó el tobillo cuando ya emprendía la carrera y le hizo caer de cara.
Brandt era rápido. Stride quiso sacar los puños y coger la mano derecha de Brandt al mismo tiempo, pero antes de que pudiera hacer alguna de las dos cosas, éste giró y le golpeó de costado. La fuerza del golpe dejó mareado a Stride, que se aferró con el puño al abrigo de Brandt y lo sostuvo mientras éste se daba impulso de rodillas.
Un destello de luz los cegó y ensordeció a ambos. Cerca, demasiado cerca, una bala levantó una nube de húmeda nieve. Tanto Brandt como Stride se agacharon y pusieron cuerpo a tierra. Cuando Stride miró hacia atrás vio a Kathy Lassiter, de pie y tambaleándose, sosteniendo su pistola con manos inseguras. Mientras observaba horrorizado el balanceo del cañón del arma, abrió fuego otra vez; la onda sonora le rasgó los oídos, y pudo sentir el calor de la bala al pasarle como un rayo por delante del pecho para ir a dar contra la pata metálica de un banco de picnic. Un par de centímetros más y le hubiera perforado el ojo.
—¡No dispare! —le gritó.
Pensó que estaba apuntando a Brandt, pero se dio cuenta de que quizá los estuviera apuntando a los dos.
La mujer volvió a disparar. Esta vez no apuntó a nada, sólo al aire. Se tambaleó un poco, cerró los ojos y el arma se le cayó de las manos. Se desplomó de rodillas y luego de bruces. La herida en su cabeza sangraba profusamente.
Brandt se levantó, corriendo y resbalando en el lodo. Stride saltó a por él, pero se le escapó y acabó con un puñado de fría nieve en la boca. La escupió y fue a su caza, pero Brandt contaba con diez metros y diez años de ventaja, y vio cómo aumentaba la distancia entre ellos. Brandt se metió entre los árboles colina abajo, ganando velocidad. Ahora, las sirenas sonaban muy cerca, y Stride vio las luces de dos coches patrulla que se aproximaban a través de la apretada nieve en el camino de acceso, con dirección a la torre. Brandt, al verlas, viró en su carrera hacia el otro extremo de la ladera, lejos de los coches aparcados abajo. Los árboles eran más densos. Stride mantenía los brazos delante de él para detener las ramas que le rascaban la piel, y procuró no perder de vista a Brandt.
Cuando éste irrumpió desde el bosque a un sendero angosto y aceleró, Stride pensó que le había perdido, pero de pronto vio que Brandt salía despedido, daba volteretas e iba a dar con sus huesos al suelo. Stride divisó la roca helada que había hecho tropezar a Brandt y la sorteó sin problemas; al cabo de un segundo ganó terreno y se lanzó sobre su adversario, que forcejeaba para ponerse en pie. Stride propinó un sólido puñetazo en la espalda de Brandt, que cedió al golpe y separó las extremidades. Con la base de la mano, Stride golpeó a Brandt en el cráneo, más fuerte de lo necesario, y luego buscó sus manos húmedas y le sostuvo las muñecas con los puños. Se sacó el cinturón y le sujetó también los tobillos.
Stride agarró a Brandt del hombro y, al darle la vuelta, vio su cara retorcida como una máscara, tan contraída por la rabia que era casi irreconocible. Stride se dio cuenta de que, en ese caso, todos llevaban máscaras.