Al ver a Mitchell Brandt Serena supo que algo iba muy mal. Tenía los músculos tensos en el pecho y en las piernas. Abría y cerraba los puños. Con la máscara era difícil verle los ojos, pero se dio cuenta de que no apartaba la vista de Kathy Lassiter; no miraba a las otras mujeres desnudas de la habitación, ni siquiera cuando algunas de ellas se acariciaban, usaban vibradores o se acostaban con otros compañeros sobre las suaves alfombras diseminadas por el suelo. Brandt estaba concentrado en Lassiter como si ellos dos estuvieran solos en el templo.
Percibió malas vibraciones que emanaban del modo en que él retenía sus impulsos. Parecía un caballo de carreras, resoplando y piafando contra el suelo, ansioso por salir disparado a la carrera. Las extremidades de Lassiter ya estaban entrelazadas con las de otro hombre, pero cuando ella miró a Brandt, que estaba a apenas dos metros de distancia, algo eléctrico y pavoroso pasó entre ellos.
Hacía ya un buen rato que la desnudez que tenía ante sus ojos había perdido la novedad inicial. Al principio le dio vergüenza, aun oculta detrás del espejo, pero pronto la dejó insensible. Su incomodidad se convirtió en aburrimiento. Había tanto sexo que nada de aquello le resultaba apetecible, como si hubiera accedido al plato de una película porno de bajo presupuesto.
Un hombre desnudo se aproximó al espejo y se quedó de pie enfrente y de cara, distrayéndola. Serena retrocedió un paso involuntariamente y contuvo el aliento. Debía de tener cuarenta y tantos, era alto y huesudo, con una mata de pelo gris en el pecho. Metía el estómago mientras se tocaba. Serena quiso cerrar los ojos.
Sonia se acercó al hombre. Su piel pálida brillaba de sudor. Había sido la primera en enrollarse con Kathy Lassiter y, desde entonces, Serena la había visto con otros dos hombres de la habitación y con una pareja. Parecía estar exultante, sin aliento. También estaba bebiendo mucho, como casi todos los demás.
—Imagínate que hubiera alguien al otro lado del espejo, mirándonos —le dijo Sonia al hombre.
Serena vio asomar una sonrisa a la comisura de los labios de Sonia.
—Diablos, sí —dijo él.
—Demos un espectáculo —le propuso Sonia.
Ésta le empujó por los hombros y él no necesitó que se lo dijeran dos veces para tumbarse de espaldas en la alfombra. Sonia se puso a horcajadas sobre él delante del espejo y miró lascivamente en dirección a Serena mientras se sentaba sobre él. Gimió ruidosamente para llamar la atención y se inclinó hacia delante para que su rostro contraído casi tocara la superficie del cristal.
Serena negó con la cabeza.
—Menuda zorra —murmuró.
Deseó aporrear la pared repetidamente para que todos supieran que estaba allí.
Apartó la vista del coito desenfrenado que tenía lugar ante sus ojos. Detrás de Sonia se produjo otro espectáculo, y a Serena no le gustó.
Ahora Kathy Lassiter estaba sola en la cama, apoyada sobre los codos. Mitchell Brandt, desnudo y robusto, se acercó y se quedó ahí de pie, pero no hizo ningún gesto de subirse a la cama. Lassiter se puso de cuatro patas, gateó sobre las sábanas arrugadas y empezó a practicar sexo oral con él. Brandt no reaccionó en absoluto. Su pasividad llevó a Lassiter a emplearse más a fondo, pero era como si prodigara sus atenciones a una piedra. Él bajó la mirada hacia la cabeza de ella, y la impavidez de la mitad inferior de su rostro le provocó a Serena un desagradable vuelco en el estómago.
¿Qué diablos estaba ocurriendo?
Brandt la agarró por los hombros y la apartó de él. Con ambas manos, empujó a Lassiter con tanta fuerza que ella salió disparada dando vueltas hasta aterrizar en el otro extremo de la cama, con el pelo enmarañado y las piernas separadas. La máscara se le torció, y Serena pudo verle los ojos, confusos y asustados. Brandt se subió a la cama y avanzó hacia ella de rodillas. Lassiter se alejó frenéticamente.
Serena dio dos pasos hacia la puerta, tratando de decidir si aquello aún era un juego.
A unos centímetros, Sonia seguía practicando sexo junto al cristal. Los demás la observaban. Nadie se apercibía de lo de Lassiter y Brandt.
Brandt se abalanzó como un gato y sujetó las muñecas de Lassiter con las manos. Tiró de ella, agitándole más el pelo. Cogió la máscara, se la arrancó de la cara y la arrojó al suelo. En un solo movimiento, le puso las manos en las caderas, la levantó a peso de la cama y la aplastó contra su pecho. Movió los labios para susurrarle algo al oído. Lassiter negó con la cabeza con violencia y forcejeó para escapar, pero Brandt la agarraba, inmovilizándole los brazos para que no pudiera liberarse. Cuando ella intentó hablar, él le cerró la boca con un beso brutal.
Serena dudó. Pero cuando vio a Lassiter retorciéndose entre las garras de Brandt, se convenció de que aquello no era un juego ni una fantasía. No podía permitir que aquello continuara.
—¡Basta! —gritó.
Las personas de la habitación oyeron la voz amortiguada y levantaron la vista, confundidas y horrorizadas. Brandt no mostró ninguna intención de parar.
Serena salió como un rayo del escondite y subió los peldaños de dos en dos. Atravesó la casa a toda prisa y encontró la escalera principal que conducía al sótano y a la puerta de roble que daba al templo. Su hombro golpeó la puerta, que saltó de los goznes. Entró corriendo en la fragante habitación.
Una docena de personas desnudas gritaron y se cubrieron con las manos. Se arrojaron al suelo. Sonia tenía el rostro crispado de rabia.
Serena se concentró en Brandt, que empujó a Lassiter contra la cama y se lanzó sobre ella con todo su peso. El aire emergió de su pecho como de un balón reventado. Él continuó murmurando, y a ella los ojos se le pusieron en blanco. Lassiter intentó hablar otra vez, pero sus súplicas quedaron ahogadas.
—¡Apártate de ella! —chilló Serena, corriendo hacia la cama. Arañó el hombro de Brandt, pero era como un peso muerto. Serena le propinó un puñetazo en la cabeza, y los nudillos le crujieron bruscamente al impactar contra la sien de Brandt. Éste perdió el equilibrio, se retorció de dolor y se apartó de Lassiter, que se escabulló de debajo de él. Brandt se recuperó del golpe y quiso agarrarla de nuevo, pero Serena usó la palma de la mano para darle de lleno en la frente. Se oyó un chasquido y él cayó hacia atrás con un gruñido, arrastrando en su caída la seda resbaladiza.
Lassiter salió como pudo de la cama. Brandt se puso en pie tambaleándose y dio unos pasos inseguros. Los demás miembros del club estaban paralizados, escondiéndose contra las paredes y por el suelo. Serena observó a Brandt y se posiciono de manera que Lassiter quedara detrás de ella. Él se las quedó mirando a las dos con la cara deformada por la ira y luego desvió su atención hacia los demás, como si los estuviera viendo por primera vez.
—Que os jodan a todos —espetó.
Brandt salió de la habitación. Uno de los hombres fue a por él, pero éste le empujó con fuerza y el otro cayó hacia atrás, impactando contra una mesa y tirando botellas por el suelo. El vino fluyó como sangre, y afilados triángulos de vidrio se esparcieron por la alfombra. Brandt abrió la puerta del templo y la cerró de un portazo tras de sí. Se oyeron sus pasos aporreando los escalones.
—¿Está bien? —preguntó Serena a Lassiter.
—Sí —respondió ella con expresión sombría—. ¿Quién diablos es usted?
—Una amiga del teniente Stride.
—Pues no debería haberse metido.
Serena se apartó.
—¿Qué?
—Debería haberse mantenido al margen —repitió Lassiter.
—La estaba atacando —protestó Serena—. Podría haberla matado.
—Usted no sabe nada.
Sonia se unió a ellas. Su pálida piel estaba blanca y sus ojos desaforados echaban chispas.
—¿Cómo se atreve? —le espetó—. Fuera de aquí ahora mismo.
Serena la ignoró.
—¿Qué le ha dicho él? —preguntó a Lassiter.
—No me ha dicho nada.
—He visto cómo le susurraba.
—No me ha dicho nada —insistió Lassiter.
Serena acercó los labios a su oído:
—Puedo hacer que entre la policía.
—No. —Lassiter negó con la cabeza—. Tengo que salir de aquí. Ahora mismo.
—Deje que la ayude —dijo Serena.
—Yo no necesito ayuda.
—¿Está segura de que no necesita un médico? —preguntó Serena.
—Lo único que necesito es largarme de aquí.
Serena la llamó a voz en grito cuando Lassiter se abrió paso hacia la puerta para salir del templo:
—¡Espere, puede que aún esté en la casa!
—No, se ha ido —replicó Lassiter—. Y no va a volver.