Capítulo 37

Maggie quería quitarse de la cabeza los recuerdos del club, pero le resultaba imposible. No esa noche. Cuando miró el reloj, supo que la fiesta había empezado. Serena estaba dentro de la habitación secreta y Kathy Lassiter estaba en la cama, como lo había estado ella aquella noche de noviembre. Recordaba exactamente cómo era. El templo estaba oscuro, y las medias ventanas de las paredes estaban tapadas con cinta aislante y cubiertas con cortinas. Recordaba una alfombra espesa bajo sus pies descalzos y aire caliente que salía del respiradero. La habitación estaba iluminada por una docena de velas que titilaban en cuencos de vidrio. Sus aromas dejaban en el aire una extraña mezcla de fragancias, entre las que notó matices de jengibre y té verde, salvia, flores de lila y zumo de naranja. Altavoces ocultos reproducían sonidos ambientales a un volumen bajo. Oyó olas de mar, arpas y cantos de pájaros. Había sillas de madera, mesas bajas con botellas abiertas de vino y copas de cristal que reflejaban los numerosos destellos de las velas. Suntuosas alfombras de oso. Juguetes sexuales. Condones apilados en un cuenco como caramelos. Sutiles fotografías eróticas de desnudos en las paredes sombrías.

Desde la cama circular del centro de la estancia caía hasta el suelo una sábana roja de seda, que notó fría y resbaladiza sobre su piel desnuda. Había permanecido sola diez minutos antes de que los demás llegaran. «La chica alfa siempre es la primera —dijo Sonia—. Haz lo que quieras. Bebe vino, escucha la música, duerme, tócate…». Maggie se limitó a pasar vergüenza encima de la seda y pensar en huir lejos, muy lejos de allí.

Había permitido que Eric la metiera en ese mundo porque él decía que lo deseaba con todas sus fuerzas. «Hazlo por mí, déjame verte así. Con otras personas». Era su máxima fantasía. Ahora, al echar la vista atrás, no podía creer que lo hiciera. La cara le ardió de humillación.

Le resultaron tan patéticos cuando entraron y se quitaron las batas… Como cuando vas a la playa y te das cuenta de que, debajo de la ropa de cada cual, la carne desnuda es el mejor igualador. Si las modelos ganan tanto dinero es porque son raras avis. El club sexual era un desfile de tripas con michelines, celulitis, pechos caídos y papadas. Y si bien había entre ellos cuerpos hermosos, en general la impresión que daba tanta piel era grotesca y repugnante. Volvió a preguntarse qué estaba haciendo allí y cómo se le había pasado por la cabeza que aquél sería un camino para acercarse más a Eric. O por qué había pensado que eso importaba.

La mayor parte del tiempo mantuvo los ojos cerrados. Tenía recuerdos de los labios suaves y el aliento dulce de una mujer, el olor a ajo y las manos frías de un hombre, jadeos y sudor y sonidos quejumbrosos; ninguno de ella. Al abrir los ojos una vez vio a Eric, de pie entre las sombras, embelesado, con la mano agarrando su miembro erecto. Entonces cerró los ojos de nuevo y sintió que el tiempo transcurría entre más sensaciones de dedos ásperos, lenguas que dejaban húmedos rastros como caracoles en su piel y hombres que entraban y salían deprisa.

Quiso fingir que simplemente se había subido a la montaña rusa y se había aferrado como si le fuera la vida en ello, pero era mentira. Algunos tocamientos la excitaron. Sonia tenía un talento asombroso. Igual que Mitchell Brandt. Por unos instantes en mitad de esa pesadilla con los ojos cerrados, se dio cuenta de que no le importaba lo que ocurría a su alrededor, porque se había imbuido completamente en lo que le estaban haciendo. Lo suficiente para subir a las alturas y volver a caer. Se sentía culpable, pero no podía volver atrás. En un cierto nivel, había disfrutado.

Éste era uno de los motivos que le llevaron a no denunciar la violación. Serena le había hablado de las preguntas que le habían formulado algunos hombres con poco seso. «¿Te lo pasabas bien cuando Blue Dog te hacía eso?». Si se hacía público, el club sexual saldría a la luz y la gente hablaría de lo que ella había hecho esa noche, y en algún momento alguien se habría preguntado: «¿Se lo pasó bien? ¿Se buscó que la violaran?».

—Que te jodan, Eric —dijo en voz alta.

Estaba furiosa por permitirse recordar esas cosas. Su mente no podía disociar el club sexual de la violación, y culpaba a Eric de ambas cosas. Por un instante se alegró de que estuviera muerto, y deseó haber sido ella quien apretara aquella noche el gatillo.

Maggie quería estar ahí fuera, en la calle; no sola en su casa, consumiéndose con sus errores. Ella era la que tenía que estar en el coche con Stride, no Abel Teitscher. Quería estar allí para encontrar a ese bastardo y atraparle y ver su verdadero rostro. Quería saber qué había averiguado Eric y cómo lo había averiguado.

Y quién era Helen Danning.

Al pensar en Helen Danning alzó la vista y vio que una luz roja parpadeaba en su Blackberry. Tenía un e-mail.

Últimamente nadie le mandaba correo. Desde que la nube del asesinato empezó a cernirse sobre su cabeza, era una indeseable.

Con un escalofrío, Maggie se levantó del sofá. Extrajo el aparato de su estuche y consultó la bandeja de entrada. Tenía un mensaje sin leer, y la dirección remitente era «La dama que hay en mí».

Maggie abrió el mensaje y vio una sola frase: «Deje de buscarme. H. D.».