Capítulo 35

Serena estaba de pie, mirando por la ventana del despacho de Tony el bosque de abedules que había detrás de la casa de éste. Vio más líneas punteadas de huellas de ciervos en la nieve. Estaban por doquier, dejando su rastro para que ella lo siguiera.

—Es una hermosa vista, Tony —murmuró ella sin mirar atrás.

Tony estaba en su silla de cuero junto al sofá, sorbiendo café y aguardando mientras ella daba zancadas. No la presionaba para que hablara. Llevaba un traje marrón, zapatos abrillantados a juego y corbata del mismo color.

—Te agradezco que me hayas recibido avisando con tan poco tiempo —añadió Serena.

—Has dicho que era importante.

Ella asintió. Suponía que si realmente aguardaba allí lo suficiente, vería a los ciervos abriéndose camino entre los árboles. Ya había ocurrido en otras ocasiones. Había visto ciervos, zarigüeyas, conejos y en una ocasión incluso un zorro. Éste, con su color rojizo y espesa cola, era mucho más pequeño de lo que esperaba.

Dio la vuelta y regresó al sofá para sentarse. Jugueteó con su pelo. Tony guardaba silencio.

—¿Qué pasaría si llevaras algo que no fuera marrón? —preguntó Serena.

—Mi cabeza explotaría.

Serena rompió a reír.

—Maggie bromea con eso, ¿lo sabías?

—Lleva diez años tomándome el pelo con este tema.

—¿Se supone que ha de tranquilizar a tus pacientes?

—¿A mis pacientes? —repitió Tony—. No, se supone que ha de tranquilizarme a mí. El marrón es mi coraza. Por cierto, te acabo de desvelar un secreto profesional, así que no se lo cuentes a nadie.

—¿Ni siquiera a Maggie?

—Especialmente a ella.

Serena tamborileó con los dedos en el brazo del sofá.

—Esta noche debo hacer algo que me incomoda —dijo, finalmente.

—Bien.

—Me gustaría algún consejo sobre cómo llevarlo.

—Bien.

Nunca la guiaba, y eso a veces la enfurecía, porque ella quería que le diera una directriz y no sentir siempre sobre sus hombros el peso de decidir hacia dónde iban. Una observación estúpida, por supuesto. Era su hora de terapia.

—Primero hablemos de otra cosa —dijo—. Es sobre Eric.

Tony aguardó. Cuando bebía café, la taza negra le cubría la mitad inferior de la cara y ella sólo podía ver sus ojos de sabueso.

—¿Mencionó que hubiera visto a una mujer llamada Helen Danning?

—No.

—¿Has tratado alguna vez a una mujer con ese nombre?

—No.

—Vaya, qué fácil es esto —continuó ella—. Es una maniobra de distracción, ¿te has dado cuenta?

Tony no respondió.

—¿No se supone que tienes que sacarme todo esto de dentro? —le preguntó ella.

—¿Con qué? ¿Con suero de la verdad?

—Sí, sí, ya lo sé. —Serena suspiró—. Bien, voy a hablarte de algo que tal vez sepas, o tal vez no, por mediación de otros pacientes. Soy consciente de que no lo admitirías aunque lo supieras. Existe un club sexual en la ciudad. Un sitio donde solteros y parejas acuden a practicar sexo unos con otros y con mujeres que actúan como «voluntarias».

—Bien.

—Como parte de la investigación debo vigilar el club esta noche. No participaré, me limitaré a observar.

—¿Cómo te hace sentir eso?

—Nerviosa —admitió Serena—. Mucho más de lo que he admitido ante nadie. Temo perder el control. Si veo a un hombre montando a una extraña, me da miedo que me asalten imágenes del pasado, ver a Blue Dog encima de mí.

—¿Tienes esas visiones? —preguntó él.

—A veces.

—¿Y has perdido el control?

—No. Me las voy arreglando.

—Entonces ¿por qué piensas que vas a perder el control esta noche?

—Porque habrá sexo explícito. No será una imagen mental que pueda apartar. Esa gente va a estar delante de mí.

—Tiene sentido —dijo Tony—. Eres una chica de quince años. No tienes ningún poder o elección sobre lo que te va a pasar. Estás totalmente indefensa. ¿Es así?

Serena puso los ojos en blanco.

—No.

—¿No tienes quince años? ¿En realidad tienes algún control sobre tu vida?

—Eres lo que no hay, Tony.

—Entiendo que la gente va a ese club porque lo considera una válvula de escape erótica. ¿Tú lo consideras erótico?

—No especialmente, pero siento curiosidad.

—¿Y?

—Que me siento algo culpable por ello.

—¿Qué te hace sentir más incómoda? ¿Tu nerviosismo o tu curiosidad?

—No lo sé. Es más o menos lo mismo.

Tony asintió.

—Voy a darte una pastilla que eliminará por completo todos tus sentimientos y emociones al respecto.

Ella lo miró.

—¿Qué clase de pastilla?

—No importa. ¿Qué clase prefieres? ¿Una aspirina? ¿Vitaminas masticables?

—Muy gracioso.

Tony se encogió de hombros.

—Por lo que has descrito, sientes exactamente lo que se esperaría que sintieras ante una situación así. No puedo ayudarte a que no sientas nada. La única cuestión es cómo te las arreglas con esos sentimientos, y si eres capaz de controlarlos o ellos te controlan a ti. Me doy cuenta de que cuando tenías quince años no estabas en disposición de controlarlos. Por fortuna…

—Ya no tengo quince años —concluyó ella.

Tony separó las manos.

—Sé lo que estás diciendo —dijo Serena—. No es fácil.

—Yo no dije que lo fuera.

—En los malos tiempos solía evadirme. Había un lugar en mi cabeza al que llamaba la habitación de la nada. Iba allí para no sentir nada. Así era como me las arreglaba.

—¿Pero?

—Pero al cabo de un tiempo no pude salir. Me sentía atrapada allí, como si mi vida pasara dentro de esa habitación vacía. Hasta que conocí a Jonny no fui capaz de saltar sus muros, y ahora lo que más me asusta es la idea de volver allí.

Tony se inclinó hacia delante y apoyó los codos en las rodillas.

—Puedes huir de quién eres, Serena, pero tarde o temprano volverás a encontrarte cara a cara con el pasado. Y será entonces cuando te toque decidir si realmente ha quedado detrás de ti.

Stride conducía por la carretera de la orilla norte que abrazaba el lago entre Duluth y Two Harbors. Hacía un día espléndido, con un cielo azul que se desplegaba en lo alto como la cúpula de una catedral. Había olvidado cómo era un día soleado y tampoco recordaba la última vez que había necesitado las gafas de sol para conducir. La luz proyectaba una franja ancha y centelleante encima del agua. La calma era la tónica, apenas había tráfico. De no ser por la gélida temperatura, parecía que fuera verano, aunque en esa época del año incluso hacía más frío cuando salía el sol.

Encontró la casa de Kathy Lassiter a unos quince kilómetros al norte de la ciudad. Era bastante vieja, pero amplia y sólidamente construida, con ventanas en ambos niveles que daban al lago. Estaba pintada de un azul grisáceo que brillaba a la luz del sol. Kathy tenía una parcela de varios acres, poblada de árboles excepto por un ancho cuadrado de nieve blanca que rodeaba la casa. Aparcó en el camino de entrada detrás de un Audi. Antes de llegar a la puerta principal, vio que ésta se abría y salía una mujer, vestida con un chándal de color granate y plata forrado y con el pelo castaño recogido en una cola. Llevaba zapatillas deportivas fluorescentes.

—¿Señora Lassiter? —la llamó.

Ella bajó al trote el camino de entrada hasta él.

—¿Puedo ayudarle?

Stride se presentó; ella puso cara de leve sorpresa y le pidió su identificación. Mientras examinaba su placa, le preguntó:

—¿De qué se trata? ¿Algún asunto legal?

Recordó que Lassiter era socia de un despacho de abogados de Minneapolis.

—No, pero es urgente. ¿Podríamos entrar?

Ella negó con la cabeza.

—Es mi hora de correr. Aunque primero tengo que calentar. ¿Y si vamos al otro lado de la calle y usted me dice qué quiere de mí?

Cruzaron la carretera hasta un pequeño parque con vistas al lago. Había una mesa de picnic medio enterrada en la nieve y una playa de piedras debajo de ellos donde el agua celeste acariciaba la orilla. Sus pisadas crujieron en la nieve. Las ramas de los altos árboles que los rodeaban no se movían en el aire en calma.

Lassiter colocó ágilmente la pierna izquierda encima de la mesa e inclinó el cuerpo hasta que su rostro quedó casi a la altura de su pie. Se agarró la musculosa pierna y giró la cara a un lado para mirarle con sus ojos castaños, vivos e inteligentes. Había cumplido los cuarenta y no llevaba maquillaje. Tenía las mejillas sonrosadas y le brillaba la nariz.

—¿Qué pasa, teniente? —habló con tono de abogado, cortante e impaciente.

Stride no se anduvo por las ramas.

—Sé lo de la fiesta de esta noche en el club sexual.

Ella siguió haciendo estiramientos y encogió sus flexibles hombros.

—Ya. ¿Y?

—Si no me equivoco, usted será lo que llaman una «chica alfa».

—Eso no es asunto suyo, ¿no cree? —Bajó la pierna y giró el torso hacia la izquierda—. No estoy violando ninguna ley. ¿Desde cuándo es usted un policía de la moral?

—No lo soy, pero hay dos chicas alfa que fueron atacadas después de su «actuación» en ese club.

Lassiter se detuvo y cruzó los brazos. Su respiración era acompasada.

—¿Está seguro?

—Sí.

Reanudó sus ejercicios, pero tenía la mirada pensativa.

—¿Me está sugiriendo que me eche atrás?

—No la culparía si lo hiciera.

—Pero usted tiene otra cosa en mente —concluyó ella.

—Sí, así es. Si cancelamos la fiesta, estaremos enseñando nuestras cartas a quienquiera que sea el autor. Y es posible que entonces encuentre otros objetivos.

—En otras palabras, usted espera que venga a por mí.

—La protegeremos. La mantendremos vigilada las veinticuatro horas.

—No será fácil. Voy y vuelvo entre Duluth y las Gemelas dos veces a la semana. Mi oficina principal está en Minneapolis.

—Es usted abogada empresarial, ¿no es así? —preguntó Stride.

—En efecto, estoy especializada en temas de gestión para empresas emergentes.

—Muy esclavo pero bien remunerado.

—No se paga mal, pero si quiere enriquecerse de verdad, no cuente las horas —le dijo ella.

Stride echó un vistazo al otro lado de la calle, hacia su magnífica segunda residencia.

—¿Es que cuatrocientos mil al año ya no dan tanto de sí como antes? —preguntó.

—Ya que lo pregunta, no. Tendría que ver lo que pueden sacar de una patente los directivos de una compañía nueva. Pero ya sé que un abogado no suele caer demasiado bien a un policía con pensión.

—No se preocupe, no cambiaría mi trabajo por el suyo. De todos modos, los traslados a las Gemelas no suponen un problema. Trabajaremos en sintonía con la policía de allí y tendremos un coche patrulla camuflado cada kilómetro y medio.

—¿Ha matado a alguien ese tipo? —preguntó Lassiter.

Stride frunció el ceño.

—Creemos que puede estar involucrado en dos asesinatos para proteger su identidad. Por ahora no ha matado a ninguna chica alfa, pero no quiero engañarla, esto es arriesgado y peligroso. Comprendería que no quisiera tener nada que ver con ello.

—¿Cree que estaré a salvo si me olvido de la fiesta?

—No lo sé. No estamos seguros de quién es ni de dónde saca la información. Puede que ya sepa quién es usted.

—Así que estoy jodida si lo hago y también si no lo hago.

—Lo siento.

Lassiter se subió a la mesa y se sentó.

—Estoy decepcionada, teniente. Tenía ganas de que llegara esta noche. Para mí, el club siempre ha sido un pecado inofensivo. Cuando te pasas casi toda la vida rellenando formularios y preocupándote por cumplir las leyes corporativas no tienes tiempo para la vida social, por no hablar de la vida sexual. Estoy divorciada. Mi hijo va a la universidad. No hay muchas válvulas de escape para una abogada cachonda de cuarenta y tantos.

—¿Significa eso que va a echarse atrás?

Ella negó con la cabeza.

—No, no lo haré. Sólo que no será lo que yo esperaba. Por favor, dígame que no habrá vídeos ni micrófonos ni nada por el estilo, que no tendré que preocuparme por si aparezco en internet porque algún policía ha vendido mi estreno pornográfico para sacarse un sobresueldo.

—No.

—Bien. También quiero conocer los detalles de la vigilancia. Todo debe tener mi aprobación, ¿está de acuerdo?

—Por supuesto. Enviaré a un detective llamado Abel Teitscher para que hable con usted. Y por favor, es un asunto de la máxima confidencialidad.

Lassiter vaciló.

—¿Supone eso un problema? —preguntó Stride.

—En absoluto. Es sólo que conozco a la gente del club. Son inofensivos.

—Es posible que el hombre que esté detrás de esto no forme parte del club —dijo Stride—. Pero no sabemos quién puede estar hablando con quién. Los secretos tienen su manera de filtrarse.

—Sí, es cierto —contestó Lassiter.

Se bajó de la mesa, giró hacia la carretera y se puso a correr rumbo al norte.