Capítulo 33

Maggie tecleó el correo electrónico en su portátil:

HD. Si eres tú, tenemos que hablar. Creo que sabes lo que le ocurrió a mi marido después de verte. Creo que por eso te fuiste. Necesito tu ayuda. Por favor, ponte en contacto conmigo. M.

Hizo clic en «Enviar» y el mensaje desapareció. El título del blog que había encontrado era «La dama que hay en mí»; lo habían vaciado, sin embargo Maggie había localizado un comentario en otro blog, en el que una mujer que firmaba como «La dama que hay en mí» decía haber visto el musical Les Miserables al menos sesenta veces gracias a su trabajo de acomodadora en el Ordway. Sin duda se trataba de Helen Danning. Seguramente antes de dejar la ciudad Helen había borrado todo su pasado, eliminando los comentarios y respuestas de su blog, pero aún había quedado un enlace al que mandar correo electrónico. Maggie no sabía si estaba activado o si Helen lo comprobaba alguna vez, pero aun así no perdía nada en intentarlo.

Llevaba unas medias gafas sobre su pequeña nariz. Sus pies descalzos colgaban del asiento reclinable. Tenía una botella de plástico de Coca-Cola Light al lado y una bolsa a medio comer de patatas fritas con sabor a queso en el otro. Las yemas de los dedos de la mano derecha estaban de color naranja, y tuvo que chuparlas antes de teclear. Si bien entró en varias páginas donde salía el nombre de Helen Danning, no por ello estaba más cerca de averiguar quién era, o por qué Eric se había tomado tantas molestias para encontrarla.

Unos faros barrieron las ventanas desde el exterior cuando Stride avanzó con el Bronco por el camino de entrada. Un par de minutos después, Maggie oyó abrirse la puerta principal y sus fuertes pisadas en la cocina.

—Estoy aquí —gritó.

Era la casa de Stride. Maggie tenía llaves. Después de la muerte de Cindy, ella utilizó la casa de Stride como una especie de segundo hogar, dejándose caer con donuts y café y trayendo películas. A veces él se unía a Maggie y otras no. Así era la despreocupada relación que llevaban. Ella se había mantenido a un discreto margen durante el segundo matrimonio de Stride, pero cuando Serena y él volvieron de Las Vegas y se instalaron en el Point, Maggie fue recuperando su vieja costumbre poco a poco. Ninguno de los dos se quejaba de ello. De todos modos, la mayoría de las veces pasaban veladas hablando de casos abiertos, así que para ella era más fácil estar aquí.

Sabía que estaba utilizando ese lugar como escapatoria, para alejarse de Eric. Y, a pesar de Serena, para estar cerca de Stride.

No levantó la vista cuando Stride entró en la sala. Estaba sentada en la silla de él.

—¿Patatas? —le preguntó, ofreciéndole la bolsa.

—No, gracias —respondió él—. ¿Sabe Abel que estás aquí?

—No, hoy le tocaba a Guppo asumir el rol de niñera. Le he prometido llevarle una bolsa de tacos cuando volviera y ha hecho la vista gorda.

—Veo que hace honor a su placa.

—Sí. He oído que Pete McKay ha perdido un coche patrulla.

Stride asintió.

—Recibió una llamada para ir al instituto y oyó unos petardos por la parte de atrás. Al volver, su coche ya no estaba. ¿Qué te parece?

—Hoy en día los chicos son más listos que los policías.

—Dímelo a mí.

—Creo que deberíamos comprar un patinete con sirena para McKay.

—Me chivaré.

Maggie sonrió ante sus bromas habituales, aunque sabía que eso no duraría. Stride se sentó sobre el ladrillo de la chimenea. Aún llevaba la chaqueta negra de piel y olía a frío y cigarro. Maggie sabía qué le iba a decir.

—¿Me vas a dar un sermón, papi? —Adoptó una voz grave y dijo—: Me has decepcionado, jovencita.

—Venga, Mags.

—Ahora ya sabes lo que hace tu niña pequeña los fines de semana —continuó ella.

—Te aseguro que no estoy de humor para hacer chistes con esto.

Maggie se quitó las gafas.

—Oye, sigo siendo yo, ¿vale? Hago chistes con todo. No me importa lo que pienses de mí ahora, ya es demasiado pensar en mí haciendo de Jenna Jameson en un club sexual.

La miró de un modo que le hizo sentir como si la estuviera viendo por primera vez. Tenía ojeras y su expresión era tensa.

—Por favor, no me digas que llevabas una peluca rubia —dijo.

Maggie se rió.

—Claro. Y un sujetador de ésos con forma de cono. Igual que Madonna.

Stride sonrió lo bastante como para que ella pudiera ver sus blancos dientes. La sensación de alivio brotó de ella como una fuente.

—Supongo que quieres saber el porqué.

—No me debes ninguna explicación. Es tu vida.

—Pero quieres una de todos modos.

Él se encogió de hombros.

—Claro, me gustaría saber por qué lo hiciste. No puedo simular que lo entiendo, Mags. No de ti.

—¿Por qué? ¿Porque se presume que yo no tengo sexo? ¿Se supone que a mí no me gusta?

—No he querido decir eso en absoluto.

—Entonces suéltalo. No es necesario que me dores la píldora.

—Una cosa es el sexo —dijo él—. Pero esto es una mujer abierta de piernas para cualquiera. Con unas malditas máscaras doradas.

—¿Y eso en qué me convierte? ¿En una puta?

—No, por supuesto que no.

—¿En qué, pues?

Él pareció frustrado.

—Es sólo que odio la idea de que tú hicieras algo así.

—Dime por qué.

—Porque te mereces algo mejor ¿vale? Porque eres alguien especial. Porque me cuesta creer que una mujer pueda hacer eso a menos que, en algún grado, se odie a sí misma, y me niego a pensar que tú te sientes así.

Maggie se quedó mirando el techo, sin querer encontrarse con su mirada.

—Últimamente me he estado odiando un poco.

—Podrías haberlo hablado conmigo.

—¿Y contarte que mi matrimonio estaba fracasando? ¿Que mi marido me engañaba? ¿Que quise salvar nuestra vida sexual? No lo creo. A menos que estuvieras preparado para el lote completo… y sé que no lo estás, no necesito que me lo digas. Hay partes de mi vida que nunca compartiré contigo.

—Entonces lo mejor será que lo dejemos. De todos modos no es asunto mío.

—No, no lo es. Pero ya que te has enterado te lo contaré igualmente, porque lo cierto es que tampoco hay mucho que contar. Me sentía vacía y buscaba algo con que llenar el hueco. Pensé que eso nos uniría a Eric y a mí, pero no fue así. Y sí, lo admito, sentía curiosidad. Me dije, por una vez en mi vida, qué diablos, fue un error, si es lo que quieres oír.

—No es necesario que lo digas.

—Bueno, pero es verdad.

Él cambio de tema, lo que la alivió.

—¿Te ha dicho Serena que a Katrina también la atacaron? Justo después de la última fiesta.

—Sí, y no tenía ni idea. Me siento como una mierda por no llamarla.

—Ese tipo es listo —dijo Stride—. Juega con el hecho de que una mujer de ese club no se arriesgará a la humillación de hablar en público.

—¿Cuándo es la próxima fiesta de Sonia?

—Mañana.

—Hijo de puta —dijo Maggie.

—Exacto. Tenemos que actuar deprisa.

Ambos alzaron la vista cuando se abrió la puerta de atrás. Era Serena, cargada con una bolsa de la compra que depositó en la encimera de la cocina. Se quitó los zapatos de tacón, se sentó en la alfombra, cruzó las piernas y se unió a ellos. Maggie se dio cuenta de que estaba sentada tan cerca de Stride que sus ropas se tocaban.

—¿Estáis bien? —preguntó Serena.

Stride asintió sin decir palabra. Maggie lo percibió más frío, como si trazara un círculo en torno a él y Serena para dejarla a ella fuera. Y eso la molestó.

—¿Me he perdido algo? —continuó Serena.

—Acabamos de enrollarnos —contestó Maggie—. Ahora nos estábamos recuperando.

Fue una broma estúpida. Maggie se sintió mal al ver que Serena se incomodaba y ponía mala cara.

—Lo siento, he dicho una tontería —añadió.

—Humor estilo alfa —murmuró Serena.

Touché. Maggie sabía que se lo tenía merecido. Le lanzó la bolsa de patatas a Serena, que se echó el pelo hacia atrás, cogió una patata y la hizo crujir en la boca. Sus miradas se encontraron. Una vez roto el hielo, se declaró una tregua silenciosa entre las dos.

—¿Has averiguado algo más de Helen Danning? —le preguntó Serena.

Maggie les contó lo del blog vacío de «La dama que hay en mí» que había encontrado. Stride sacó una hoja de papel arrugada del bolsillo de la chaqueta.

—Esto es lo que ha descubierto Guppo —dijo—. Tiene treinta y seis años, nació en Florida y se mudó a Minnesota cuando tenía diez. Fue a la universidad pero lo dejó al cabo de dos años, a principios de los noventa, sin llegar a licenciarse. Desde entonces siempre tuvo trabajos de oficina. No tiene ni una multa, y no consta nadie con ese nombre con cargos delictivos. Conduce un Toyota Corolla azul, permiso NKU 167. He emitido una orden de búsqueda a nivel estatal.

—¿Padres?

—Se retiraron a Arizona. Paradero exacto desconocido. También tiene una hermana, pero está en algún lugar del sureste de Asia enseñando inglés.

—¿Hay algo que la relacione con lo que está pasando? —quiso saber Serena.

Stride negó con la cabeza.

—No, que yo sepa.

—Le he pedido a Guppo que me haga un favor y trate de localizar todas las páginas antiguas de su blog —señaló Maggie—. A lo mejor aparece algo que nos diga por qué despertó el interés de Eric.

—Retrocedamos un poco —les propuso Stride—. Volvamos al principio de todo esto. El primer incidente de la cadena, al menos por lo que sabemos hasta ahora, fue la violación de Tanjy, ¿no? Era principios de noviembre, si nos basamos en su declaración. He hablado con un par de mujeres que fueron chicas alfa antes de esa fecha. No les ocurrió nada.

—A mí me atacaron unos veinte días después que a Tanjy —dijo Maggie—. Eric y yo nos pasamos las dos primeras semanas de diciembre discutiendo si presentar o no la denuncia. Él no dejaba de presionarme y yo insistía en negarme.

—¿Hablasteis de lo que le había pasado a Tanjy? —le preguntó Serena.

—Sí, Eric pensaba que tenía que hablar con ella. Pero yo no quería. Más tarde, Eric debió de decidir que lo haría él mismo. Comprobé las llamadas de su móvil y habló con ella por primera vez un sábado de mediados de diciembre. Hubo más llamadas durante las semanas siguientes.

—Así que trabajamos sobre la posibilidad de que Eric encontrara alguna relación que condujera al violador —concluyó Stride.

Maggie asintió.

—Sabemos que Eric le hizo a Tony preguntas relacionadas sobre la patología de un violador. También le dijo que tenía una cita con alguien la noche que lo asesinaron. Habló con Tanjy dos días antes y ella también acabó muerta. Habló con Helen Danning el fin de semana y, después de que mataran a Eric, la chica huyó.

—No entiendo cómo encaja Helen Danning en el rompecabezas —dijo Stride—. Pero sabemos que hay un agresor acosando a mujeres en la ciudad, y que ese tío ha descubierto el club sexual. Hay una nueva chica alfa, Kathy Lassiter, que estará en peligro a partir de mañana. Si logramos atrapar al violador y unir las piezas, a lo mejor también podamos relacionarlo con los dos asesinatos.

—Sólo que Tanjy no estaba en el club —señaló Maggie.

—No, pero Mitchell Brandt sí, y era el ex novio de Tanjy. Eric debía de saberlo.

—¿Mitch? —repitió Maggie, sorprendida.

—¿Le conoces?

—Sí, un poco.

Maggie no le dijo a Stride que recordaba a Mitch del club sexual. La mayoría de los hombres que asistían eran panzudos y de baja estatura, y ella suponía que tomaban su dosis de Viagra antes de la fiesta para estar preparados. Mitch era diferente. Se acordaba del brillo en su mirada, de su media sonrisa, sus manos fuertes y una sensación suave como la mantequilla. Tuvo la incómoda sensación de que Stride le estaba leyendo la mente.

—Yo no digo que Mitch esté implicado —continuó éste—, pero él es la relación entre Tanjy y el club.

—¿Hay algo en sus antecedentes? —quiso saber Serena.

—Nada de interés. He llamado a la SEC[13] para saber si había quejas de sus clientes. No han sido de demasiada ayuda.

—Entonces ¿cuál es el siguiente paso? —preguntó Maggie.

—Vigilar el club —dijo Stride—. Sonia propuso cancelar la fiesta de mañana, pero creo que eso es lo último que nos conviene: ésta es nuestra oportunidad de hacer salir a ese tío. Mantendremos a la chica alfa bajo vigilancia después de la fiesta, y esperemos que actúe deprisa.

—Suponiendo que esa mujer quiera actuar como cebo —apuntó Serena.

—Hablaré con ella.

—¿Y Abel? —preguntó Maggie—. No podemos montar una operación de vigilancia sin interferir en la pantalla de su radar. Tiene que estar al corriente.

Stride asintió.

—Sí, ésta es la ocasión para saber si podemos conseguir que Abel esté de nuestra parte.

—Hay algo más —dijo Serena—. ¿No creéis que necesitamos a alguien dentro del club?

El silencio se instaló en la habitación.

—¿Hablas en serio? —replicó Stride.

—Sí. Necesitamos ver cómo reacciona la gente ante la chica alfa. Si Mitchell Brandt es nuestro hombre, quiero ver cómo se comporta.

Stride negó con la cabeza.

—No puedo mandar a un agente a algo como eso.

—Yo no puedo hacerlo —dijo Maggie—. No con lo que ha pasado.

—Está bien —contestó Serena—. Yo lo haré.

—Ni hablar —dijo Stride.

—Vamos, Jonny, no estaré en la misma habitación. Has dicho que hay un espejo de una sola dirección en una de las paredes.

Maggie frunció el ceño.

—Es verdad.

—Sigue sin gustarme —insistió Stride.

—Estaré sola allí dentro. No hay peligro.

—¿Que no hay peligro? No sabemos quién es ese tío ni cómo ha averiguado lo del club. Podría estar en cualquier parte.

—Sí, pero tenemos cierta ventaja —dijo Serena—, ese tío no sabe que vamos a por él. Por una vez, vamos un paso por delante.

«Ese tío no sabe que vamos a por él».

A menos de dos kilómetros de distancia, estaba escuchando sentado en la helada soledad de su vehículo.

La niebla volvía opacos los cristales. El manto de oscuridad y espesura al final del Point hacía invisible su camioneta. El viento soplaba desde el lago y, cada pocos segundos, el vehículo se estremecía sobre sus neumáticos y las paredes de acero vibraban. En esos momentos se recordó a sí mismo sentado en la parte de atrás del coche patrulla mientras el huracán se acercaba rugiendo. Cuando aún era un prisionero.

Mientras los escuchaba planear la emboscada en torno al club, sonrió al pensar en la trampa que estaban preparando. Mañana por la noche, todos los demonios que había estado almacenando quedarían por fin libres. Mañana por la noche, Serena caería en su propia trampa.