Capítulo 29

Serena odiaba conducir en las noches de invierno de Minnesota. Eran casi las once y la carretera del norte era una larga extensión de vacío. Estaba a una hora de Duluth, en el tramo desierto donde mediaban kilómetros entre una localidad y otra. A ambos lados del camino, los árboles de hoja perenne se imponían como torres oscuras, y la espesura detrás de ellos era una masa negra, de donde temía que saliera algún ciervo saltando. Durante el trayecto vio cadáveres en el arcén y, cuando sus faros iluminaban la mediana, distinguía huellas de pezuñas abriéndose camino en la nieve. Las bestias estaban ahí fuera, siguiéndole la pista.

Sintonizó una emisora de radio country, pero la señal iba y venía. Oyó fragmentos de canciones de Miranda Lambert, Alan Jackson y LeAnn Rimes, y acabó cantando para aliviar de algún modo la soledad dentro del coche.

La música country era una de las cosas que Jonny y ella tenían en común. O entrabas o no entrabas. La mayoría de la gente refunfuñaba cuando ella ponía a Terri Clark en el estéreo, o cuando les hablaba de conducir seis horas para ir a un concierto de Sara Evans en Des Moines. Serena no se molestaba en explicarlo. Si no se te saltaban las lágrimas escuchando No Place That Far, no podías entenderlo.

Su teléfono móvil sonó en el asiento de al lado.

—Oh, no, ¿qué estás escuchando ahora? —preguntó Maggie. Serena se rió y apagó la radio. Maggie era como Tony Wells: una fan del rock duro y el heavy metal.

—Es Garth, ignorante. Di una sola palabra contra él y me veré obligada a afeitarte la cabeza.

—Vaya, un solo comentario inocente y los fans de la música country vais por las escopetas y los perros de caza —luego añadió—: ¿Dónde estás?

—Voy hacia el norte por la treinta y cinco. Estoy por Finlayson.

—Cuidado con los ciervos.

—Eso intento.

—¿Has hablado con Stride?

—Esta noche no. Le he llamado antes, pero me ha saltado el contestador.

—Quiere que nos reunamos los tres mañana —le explicó Maggie—. Cree que sabe cómo encajar algunas piezas.

—¿Sabes qué es lo que tiene?

La voz de Maggie sonaba monótona.

—Sí, hice algo muy estúpido que debería haberle contado yo misma. No creí que tuviera ninguna relación con lo que me pasó, pero supongo que me estaba engañando a mí misma.

Serena dejó que el silencio se instalara en el ambiente, con la esperanza de que Maggie continuara. Pero no lo hizo.

—¿Quieres contármelo?

—Dejaré que lo haga él. Ya me siento lo bastante idiota.

—Como prefieras, socia. ¿Quieres saber qué he descubierto en el Ordway?

—Claro.

Serena la puso al corriente sobre la visita de Eric al teatro y la repentina decisión de Helen Danning de largarse de la ciudad el día después del asesinato de aquél.

—He ido al restaurante donde dijiste que cenaba Eric. El camarero reconoció a Helen Danning. Los vio a los dos juntos.

—¿Pudo oír de qué hablaban?

—Fuera de lo que fuese, Helen no estaba contenta. Dejó la cena a la mitad.

—Y ahora ha desaparecido.

—Por completo —dijo Serena—. No dejó una dirección a la que mandarle la correspondencia. Me he camelado al de mantenimiento y me ha dejado echar un vistazo en su apartamento. No se llevó ningún mueble, pero en cambio sí que cargó con todo lo que pudo meter en el coche. He robado una taza de café de su encimera para poder sacar las huellas.

—¿Qué has hecho?

—He robado una taza de café, ¿por qué?

Maggie calló.

—¿Estás ahí? —preguntó Serena.

—Sí, sí. Por un momento no me encajaba una de las piezas, como si me olvidara de algo importante. Casi he dado con ello, pero se me ha escapado. ¿Qué era ese rollo del blog?

—Al parecer Eric encontró a Helen a través de un blog que ella llevaba. La dama no sé qué. ¿Te suena?

—No. La policía se llevó los ordenadores de Eric, así que quizá Guppo pueda sacar una lista de las páginas que visitaba. Veré qué puedo averiguar por internet.

—¿Alguna idea de cómo encaja Helen en todo esto? —quiso saber Serena.

—Creo que Eric le dijo algo que hizo que se cagara de miedo. Y al morir él, huyó.

—Tal vez fue ella la que le dijo algo.

—También es una buena idea. Mañana nos vemos. Conduce con cuidado.

Serena cortó la comunicación y volvió a encontrarse sola en el capullo de su silencioso coche. En el espejo retrovisor, a menos de un kilómetro detrás de ella, distinguió unos faros. El vehículo circulaba a su misma velocidad, y se preguntó si se estaría guiando por su estela. Ella solía hacerlo en trayectos largos y de noche: seguía de cerca a algún remolque y dejaba que éste despejase el camino cargándose a ciervos. Pero en ese momento le desagradaba la idea de que sólo estuvieran ellos dos en la carretera.

Sonó de nuevo el teléfono, y al oírlo se asustó. Supuso que era Maggie, que volvía a llamar. O Jonny. Pero no.

—Hola, Serena.

Le llevó un momento reconocer aquella voz, que tenía la virtud de despertar un temor informe en su interior. Era el chantajista con el que se había reunido en el cementerio a medianoche.

—Es muy tarde para andar por ahí —le dijo él.

—¿Qué quieres?

Ahora tenía la certeza de que él era el que viajaba en el otro coche.

—Dentro de un kilómetro encontrarás un área de descanso. Coge la salida y aparca.

—¿Y por qué crees que haría algo así?

—Tengo algo para ti. Algo que te parecerá muy interesante.

—¿Qué es?

—Coge la salida y aparca.

Puso fin a la llamada.

Tenía un instante apenas para tomar una decisión. La salida para el área de descanso casi se le echaba encima. Serena giró el volante, frenó bruscamente y se dirigió hacia unos árboles. El resto del área estaba cerrada en esa época del año, así que el camino era resbaladizo y estaba cubierto de nieve. Grabó unas marcas al avanzar. Mantuvo la mirada en el espejo y se sorprendió al ver que los faros del otro coche pasaban de largo sin detenerse.

Salió del coche y se hundió en unos centímetros de nieve polvo. Volvió a asomarse desde dentro del vehículo y apagó las luces; prefería estar a oscuras, pues no quería ser un blanco tan fácil. No confiaba en aquel individuo y quería llevar la pistola en la mano, así que fue inmediatamente al maletero, lo abrió y sacó su Glock. El peso del arma la reconfortó. Rodeó despacio el coche dibujando un círculo, apuntando con el arma delante de ella. Los abetos se balanceaban por encima de su cabeza, meciendo la nieve en sus ramas extendidas. Parecían monstruos sin cara. Al soplar el viento con un aterrador silbido, un vapor fino y plateado bajaba desde los árboles para impactar contra ella.

Toda el área estaba a oscuras. En el aparcamiento había marcas borrosas de neumáticos, de conductores que, como ella, habían ignorado la señal de cerrado y habían hecho un alto en el camino para echar una meada o dormir. Ninguna de esas marcas era fresca. Permaneció a solas en mitad del manto de nieve, empequeñecida por el bosque, sintiéndose invisible y expuesta al mismo tiempo. El viento confundía sus sentidos. ¿Dónde estaba él?

Entonces oyó sonar otra vez su teléfono dentro del coche. Corrió a por él.

—¿Dónde estás? —preguntó.

—Muy cerca.

—¿Tienes demasiado miedo para dejarte ver?

Él se rió de la ocurrencia.

—Sé que llevas el arma en la mano.

Serena se giró y escudriñó la espesura. Trató de identificar movimientos o sombras en la oscuridad, pero sólo vio los magníficos árboles que la sobrepasaban. Se sintió pequeña.

—Me voy —dijo.

Volvió a meterse en el coche y cerró las puertas. Puso el motor en marcha.

—He dicho que tenía algo para ti —dijo él.

—¿Qué es?

—Mira en la guantera.

Había estado en su coche.

—¿Qué hay ahí?

—El secreto de Dan —contestó—. Dile que esta vez quiero cien mil dólares.

—Estás loco. Nada vale tanto dinero.

—Te sorprendería lo que hace la gente para ocultar sus secretos.

—¿Cuándo lo quieres?

—Pronto. Te lo haré saber.

Serena miró su teléfono. Ya no había línea.

Salió a toda prisa del área de descanso, con las ruedas derrapando sobre la nieve. La carretera oscura le pareció un viejo amigo comparada con el agujero del que salía. Un camión accedió a la interestatal y ella aceleró para atraparlo y seguir su estela. Que él asustara a los ciervos. Que los aplastara. Aun así, en la mediana, seguía viendo huellas de pezuñas, minúsculas y persistentes, como si corrieran para atraparla.

Esperó a estar en el centro de la ciudad, y a que los bosques quedaran a lo lejos, antes de abrir y mirar en la guantera. Era más de medianoche. Dentro había un sobre blanco y fino que antes no estaba allí. Encendió la luz del techo y lo abrió. Del interior sacó una fotografía.

La habían tomado de noche. La piel de las dos personas de la imagen brillaba con luz artificial. Serena tardó un instante en entender qué estaba mirando. Vio piel de color café y pelo largo, y al examinar los perfiles se dio cuenta de que una de esas personas era Tanjy Powell. Estaba desnuda. Al aire libre, en un parque. Tenía las manos atadas a una verja y, en la borrosa oscuridad detrás de ella, Serena pudo distinguir vagones de tren. Estaba llorando. O tal vez gimiendo. No estaba segura.

Detrás de Tanjy había un hombre que posaba un largo cuchillo en su garganta. Con los pantalones en los tobillos, mostraba unas obscenas nalgas blancas. Estaba metido dentro de ella. Era Dan Erickson.