Capítulo 27

Serena llegó al Centro Correccional de Minnesota, en Shakopee, temprano por la tarde. Era la única cárcel del estado para mujeres, y albergaba aproximadamente a unas quinientas reclusas que cumplían condena por crímenes que abarcaban desde el fraude hasta el asesinato. La hora de visita no empezaba hasta las tres y media de la tarde, pero Stride había allanado el camino con el alcaide para un encuentro privado entre Serena y Nicole Castro. Aun así tuvo que pasar por el detector de metales y soportar el toqueteo de una celadora antes de que la acompañaran a la sala de visitas.

Había estado antes en otras salas similares a ésta, y solían estar abarrotadas. Madres visitando a sus hijos, esposas yendo a ver a sus maridos, hombres y mujeres con los ojos llorosos al tocar las manos de unos niños que estaban creciendo sin ellos… Ese día, la sala estaba vacía, y le gustaba más así, sin el dolor de la separación y la culpabilidad que envolvía esos lugares, como humo de tabaco planeando sobre una mesa de blackjack. Era una sala fría, de paredes blancas y con luces fluorescentes en el techo. Hileras de sillas de plástico gris descansaban unas frente a otras sobre una resistente alfombra beis. Las reclusas se sentaban a un lado y los visitantes al otro. Detrás de un tabique de plexiglás estaban las cabinas desde donde prisioneras sin permiso para visitas personales podían hablar por teléfono, separadas por gruesas paredes de vidrio.

Detectó una pequeña media cúpula en el techo, donde se ocultaban las videocámaras. Vigilancia desde arriba, igual que en los casinos. Todo era observado, registrado y documentado. En ese lugar no existía la privacidad.

El guardia le señaló una silla numerada para que tomara asiento. Parecía exagerado, porque la sala de visitas estaba vacía, pero Serena sabía que las cárceles se regían por un estricto reglamento. Había normas para todo, hasta para el modo de cortarse las uñas. Los muros y las barras mantenían dentro a los presos, y las normas mantenían fuera el caos y la anarquía.

Aguardó diez minutos antes de que otro guardia trajera a Nicole a la sala de visitas. Se estrecharon la mano y ésta se sentó frente a Serena. Iba vestida con un mono caqui y zapatillas deportivas. Se agitó en su silla y se frotó los dedos con el pulgar, como un hábito nervioso. Sus pies tamborilearon el suelo. Estudió a Serena con mirada aguda y sagaz. Una mirada de detective.

—Vaya —dijo Nicole—. Muy guapa. Me sorprende que no se hayan dado el gusto de registrarte las cavidades.

Serena no sonrió.

—¿Qué pasa? ¿Es que una asesina no puede tener sentido del humor? —preguntó Nicole.

—Creí que todo residía en que no eres una asesina.

—Es un modo de hablar —y añadió—: ¿Cómo está Stride?

—Bien.

—Qué tío. Su mujer la palma y él se trae a una tía buena de Las Vegas.

—Que te jodan —dijo Serena, y se levantó para irse.

Nicole se levantó también. Su fachada hostil se vino abajo.

—Oye, tranquila. Lo siento, ¿vale? Por favor, no te vayas.

Serena volvió a sentarse. Apenas reconocía a Nicole por las fotografías que había visto en la red. La cárcel la había ajado. Su pelo rebelde estaba muy corto y grisáceo, y había perdido mucho peso. Serena sabía que apenas había rebasado los cuarenta, pero su rostro manchado parecía diez años mayor.

Nicole notó que la observaba.

—Esto no es precisamente un balneario.

—Lo sé.

—No he querido ofenderte, hablaba en serio… me alegro por lo de Stride y tú. Debió de quedar destrozado al morir Cindy. Esos dos estaban muy unidos.

—Sí, lo estaban. —Serena no añadió que a veces eso le hacía sentirse un poco celosa.

—Una vez intenté seducirlo. ¿No te lo ha contado? Fue cuando yo acababa de entrar en el cuerpo. Me rechazó de plano.

—Estaba casado.

—Ya, ¿y no lo estaba cuando le conociste tú? Vamos, tía —rápidamente añadió—: No es que yo juzgue a nadie. Mira, la gente hace lo que hace, y a mí ¿qué me importa? No he tenido buena suerte con los hombres. Te envidio.

—No tenemos mucho tiempo, Nicole. Tal vez debas contarme lo que querías.

Nicole se encogió de hombros.

—Es fácil decir que antes eras poli. Sólo es un trabajo. Déjame preguntarte algo, ¿te jodieron en Las Vegas a causa de tu aspecto? O sea, ¿la gente pensaba que no podrías hacer el trabajo porque parecías una especie de bailarina de striptease?

—Claro.

—Pues imagínate ser una detective negra en ese corral de blancos que es Duluth. Ésa era yo.

—No estás aquí porque seas negra —le contestó Serena.

—¿No? Échate un poco de betún en esa bonita cara que tienes y vive como yo durante un año, y luego me lo explicas. Siempre me trataron de manera diferente. La gente sólo esperaba que la jodiera. Y cuando la jodí, ahí estaban para echárseme encima. ¿No crees que, de ser blanca, se habrían esforzado en descubrir qué pasó realmente? Diablos, no; yo era negra, y me creyeron culpable.

—Conozco a Jonny. Él no es de ésos.

—Sí, el teniente lo intentó, pero el racismo en un sitio como Duluth es como el agua corriente. Tía, es tan natural como respirar. Lo son incluso cuando no saben que lo están siendo. Incluido Stride. Siempre me estaba dando la vara con cosas que los polis blancos hacían sin parar.

—¿Por ejemplo?

—A veces no hacía mi turno porque mi hijo se ponía enfermo. Para los blancos, eso se llama asuntos personales. Para mí, ser un culo negro perezoso.

—Eso no explica que encontraran cabellos tuyos en el apartamento donde mataron a tu marido y su amante.

—No, sólo estoy diciendo que tienes que entender el contexto.

Serena se inclinó hacia delante. La silla de plástico era incómoda.

—Mira, he leído los periódicos, he hablado con Abel y con Jonny. Entiendo que pasaste por seis meses de infierno. Disparaste de forma justificada en el puente, y entonces todo el mundo se te arrojó al cuello. Te estuviste cuestionando a ti misma cada maldito día, reviviendo el instante en que apretaste el gatillo. Créeme, sé lo que es eso. Yo pasé por lo mismo. Luego tu marido inició una aventura con una zorra adolescente y ahí estabas tú, apartada del servicio y sintiéndote culpable y avergonzada, tratando de educar a un niño y viendo cómo todo el mundo estaba en tu contra. ¿Entiendo o no el contexto?

Nicole guardó silencio. Se mordió el labio y se secó los ojos con el dorso de la mano.

—Sí, vale. Ésa era yo.

—Eras un ser vulnerable.

—Sí, pero lo estaba superando, recibía ayuda. Me alegraba estar de vuelta en el trabajo. Stride me ponía casos que ya estaban fríos porque no creía que estuviera lista para volver a patear la calle, pero lo aceptaba. Me gustaba. Me pasaba diez horas al día enganchada al teléfono y la red; incluso di algún giro a casos que llevaban años varados. Eso me devolvió la confianza, ¿sabes?

—¿Y tu marido?

—Era un cabrón. No hay otra forma de decirlo. Iba a dejarle.

—¿No les acosaste a él y a su amiguita?

—Sí, lo hice unas cuantas veces. Me estuve revolcando en ello, ¿sabes lo que es eso? Sintiendo lástima de mí misma. Pero eso ya había terminado. Aquella noche no fui a la casa. Yo no los maté.

—Entonces, ¿quién lo hizo? —preguntó Serena.

—Y yo qué diablos sé. La chica era yonqui. Quizá fuera un camello. Pero nadie investigó el tema de las drogas.

—Dijiste que nunca habías estado en el apartamento.

—Y es verdad.

—¿Cómo llegaron allí cabellos tuyos?

Nicole apuntó a Serena con un dedo.

—Porque estaba amañado, por eso.

—¿Quién crees que lo hizo?

—Sé exactamente quién fue. Abel hijo de puta Teitscher, ése fue. Me tendió una trampa.

—¿Por qué iba Abel a hacer tal cosa?

—Nunca me quiso como compañera y pensaba que era culpable, y ésa era la única forma de poder cerrar el caso. Sabes tan bien como yo que los polis no son ángeles. ¿Nunca le has dado un empujoncito a un caso cuando sabías que tenías al autor y las pruebas eran débiles?

—No.

—Pues es una actitud muy arrogante, pero en el mundo real es algo que pasa.

Serena suspiró.

—¿Y qué tiene esto que ver con Maggie?

—¿Me tomas el pelo? Dos detectives de la misma oficina pilladas por matar a sus maridos. ¿No te huele un poco mal?

—Tu caso fue hace seis años. Eso es mucho tiempo.

—Y yo te digo que tiene que existir alguna relación. Otra vez es un caso de Abel, ¿no? Me la tenía jurada a mí entonces y ahora se la tiene jurada a Maggie.

—No parece propio de Abel —le dijo Serena—. Es un grano en el culo, pero es un agente honrado.

—Sí, en fin, muchos cabellos míos acabaron en el coche de Abel, pero la única manera de que entraran en ese apartamento es que alguien los llevara allí.

—No estarás sugiriendo que Abel mató a tu marido y a su novia. O al marido de Maggie.

Nicole se encogió de hombros.

—Yo sólo digo que todo es posible. A lo mejor no le gustan las polis, tía.

—Vamos, Nicole.

—Oye, no lo sé. Cuando yo era detective, no me gustaban las coincidencias. Y aquí hay una muy gorda. Dos agentes con maridos muertos.

Serena se puso en pie.

—Si encuentro algo que relacione los dos casos, te llamaré.

—De acuerdo.

Extendió la mano y Nicole se la estrechó de mala gana.

—Es lo único que puedo hacer —dijo Serena.

Nicole cruzó los brazos delante de su pecho.

—Mi hijo va ahora al instituto, ¿lo sabías? A uno estatal cerca de casa de su abuela, en Tennessee. Con suerte, le veo un par de veces al año. Tiene dieciocho, casi diecinueve. Me he perdido los últimos seis años de su vida.

—Lo siento.

—Yo no lo hice, y él lo sabe.

—Está bien.

—Saluda a Stride de mi parte.

Serena asintió. Nicole arrastró los pies hacia la puerta que conducía de vuelta a las celdas. Caminaba cabizbaja. Serena la miró irse. Al salir de la prisión se alegró de escapar de aquel olor antiséptico y de los muros claustrofóbicos. Cuando se metió en el coche, comprendió que todo el mundo estaba en lo cierto: Nicole era una pérdida de tiempo.

Serena esperaba tener más suerte en el Ordway.

En el último año había visitado Saint Paul varias veces. Era un trayecto fácil —dos horas y media por la interestatal 35 desde Duluth—, y muchos de sus trabajos de investigación tenían sus raíces en las Ciudades Gemelas. Minneapolis era la mayor de las dos, con rascacielos de acero, restaurantes de diseño y una frenética vida cultural. Saint Paul era más tranquila y pequeña, de un ritmo más lento, y se jactaba de un puñado de edificios altos que en otras ciudades quedarían eclipsados. Las construcciones de piedra de principios de siglo era la arquitectura dominante en el centro. El gobierno estatal ocupaba la mayor parte de la zona de oficinas, y la vida en la ciudad giraba alrededor de dos edificios con una cúpula en lo alto: la catedral y el capitolio. De las Gemelas, Serena prefería Saint Paul.

Encontró una plaza con parquímetro junto a Rice Park. Éste no ocupaba más de una manzana, con su fuente central y su curiosa yuxtaposición de estatuas, que incluía las de F. Scott Fitzgerald y personajes de la tira cómica de Snoopy. Saint Paul no olvidaba a sus hijos predilectos, ya fueran novelistas o autores de cómics. El Centro Ordway estaba a sólo unos pasos de distancia, y los demás edificios de la plaza eran clásicos y solemnes: la gigantesca biblioteca central, el Centro Landmark con su torre con reloj y el venerable Saint Paul Hotel.

Era última hora de la tarde y ya había oscurecido. Las farolas estaban encendidas. Luces blancas centelleaban entre los árboles del parque y feéricas estatuas de hielo brillaban a la espera de la inauguración del festival del carnaval anual de la ciudad. Serena se dirigió hacia el Ordway, que estaba ultimando los preparativos para la representación de Los productores de esa noche. Un portero con capa y sombrero de copa le sostuvo la puerta. Llegaba pronto; el personal del teatro estaba barriendo el suelo del vestíbulo, colocando pósteres y camisetas para la venta y preparándose para la previsible avalancha de espectadores.

Vio a un guardia de seguridad con camisa blanca. Tenía unos cincuenta años y era bajo y rechoncho. Recordaba haber hablado con Maggie el día anterior.

—Esperaba que los acomodadores pudieran darme alguna otra información —le dijo Serena.

—Usted misma —respondió él en tono agradable—. Pero sólo dispone de media hora. Cuando el público empiece a llegar, todo el mundo estará muy ocupado.

—¿Sabe quién trabajó el sábado de hace una semana?

El guardia de seguridad señaló a un chico de unos veinte años, que estaba sentado junto al cordón de terciopelo que conducía al área de espera frente a las puertas de la orquesta.

—Empiece por Dave.

Serena le dio las gracias. Dave era un chico de campo muy parlanchín que estudiaba geología en la Universidad de Minnesota y cuyo trabajo de acomodador le servía para ver obras de teatro gratis. Vestía un incómodo esmoquin negro, con faja de estampado de cachemir y una pajarita tan torcida que más bien parecía un reloj derramando su arena. Serena no pudo evitar enderezársela.

—Gracias —replicó Dave. No parecía disgustado por entrar en el radio de acción del perfume de Serena—. Odio este traje de pingüino, pero insisten en que me lo ponga.

—Vamos, ya sabes que las mujeres no se resisten a un hombre con esmoquin —le dijo ella, sonriendo.

El chico se ruborizó.

—¿En serio?

—Oh, desde luego.

Le preguntó a Dave si recordaba a Eric, y él asintió vigorosamente.

—¿Ese tipo? Claro que sí. Parecía el capitán de un barco pirata, ¿sabe qué quiero decir? Como recién llegado de los fiordos.

—¿Hablaste con él?

—Sí, estuvo diez minutos acribillándome a preguntas. Fue una situación incómoda, porque yo tenía que trabajar, ¿sabe?

—Siento estar haciendo lo mismo.

—Ah, no, con usted no me importa.

—¿Qué quería saber Eric?

Dave se apartó el pelo castaño y largo de las orejas con ambas manos.

—Hablaba de un blog que había encontrado en internet. Estaba intentando localizar a la mujer que lo escribía.

—¿Un blog?

—Sí, una cosa de ésas de MySpace, creo recordar… «La dama de rojo», o «La dama oscura» o «La dama que espera»… Era «La dama» algo.

—¿Sabías quién era su autora?

—No. El vikingo dijo que seguramente era una mujer de treinta y tantos, pero aquí hay un montón de mujeres de esa edad. Así que empezó a hablar con ellas una a una.

—¿Mencionó por qué la buscaba?

—Qué va. Después de hablar con un par de empleadas, la gente empezó a alucinar un poco. Ya sabe, como si fuera un acosador o algo así. Los de seguridad se le acercaron y le dijeron que si no dejaba de molestar lo echarían.

—¿Eso lo detuvo?

Dave negó con la cabeza.

—No mucho. Le vi en el intermedio y continuaba hablando con las acomodadoras. A decir verdad, a la mayoría de ellas no les importaba. Quiero decir que era un tío guapo, ¿sabe? Sólo hubo una que se puso nerviosa y se molestó.

—¿Quién era?

—Se llama Helen.

—¿Está hoy aquí?

—No la veo desde hace unos días. Tendrá que hablar con los de administración y preguntar por su horario. La cuestión es que no podía estar muy disgustada, porque cuando salí esa noche del teatro la vi hablar con el vikingo en el parque del otro lado de la calle.

—¿Viste a Helen y Eric juntos?

Dave asintió.

—Eres un encanto —dijo Serena.

Dave se acaloró de nuevo y Serena volvió sobre sus pasos para ir en busca del guardia de seguridad apostado junto a la puerta del teatro. Le preguntó por Helen y averiguó que el nombre completo de la acomodadora era Helen Danning, soltera, treinta y muchos y discreta.

—¿Cuándo empieza su turno? —preguntó Serena.

El guardia negó con la cabeza.

—Nunca.

—¿Por qué?

—Se fue la semana pasada. Llamó el jueves y dijo que dejaba la ciudad. Sin avisar y sin dar explicaciones, nada.

—¿Dijo adónde se iba?

—No. Y ni siquiera sabemos adónde enviarle el cheque de su última paga.

Serena frunció el ceño.

—¿Sabe dónde vivía?

—Creo que tenía un apartamento en Lowertown, cerca del mercado. Me contó que le gustaba pasear por la calle el sábado por la mañana y comprar tomates frescos.

—¿Y está seguro de que fue el jueves cuando llamó para avisar? —preguntó ella.

—Sí, lo recuerdo porque tuvieron que encontrar a alguien que la sustituyera para las sesiones del fin de semana.

Serena le dio otra vez las gracias. Comprobó el reloj al salir del teatro. Se estaba haciendo tarde y aún le quedaba un largo camino de vuelta a Duluth. Aun así, tenía que dar un pequeño rodeo por Lowertown. No le gustaba la cadena de acontecimientos.

El sábado, habían visto a Eric hablando en el parque con Helen Danning.

El miércoles, Eric murió asesinado.

El jueves, Helen huyó de la ciudad.