Al cruzar la calle Primera en dirección al centro, Serena atravesó una nube de vapor cálido que salía por las rejas de la alcantarilla. El semáforo cambió de verde a ámbar y ella se apresuró a alcanzar la acera opuesta antes de que el tráfico de las cinco se intensificara rumbo al sur. En la otra esquina había una modesta pizzería de barrio, y abrió la puerta de cristal para entrar en ella. Los hornos de acero quedaban a su izquierda. Le hizo un gesto al hombre que sudaba la camiseta detrás de la barra y se buscó una mesa en la sala del restaurante. Se desabrochó el abrigo y desenrolló la bufanda alrededor del cuello.
Sacó el portátil de su funda y se puso a buscar una señal wi-fi. Una joven camarera la saludó y Serena pidió una Coca-Cola Light. Aquí la conocían. Stride y ella tenían debilidad por la pizza y solían dejarse caer un par de veces al mes. La cortaban en cuadrados y a ella le gustaba enrollar cada pedacito y metérselo en la boca.
Entró en internet. La señal era débil. Jonny le había contado lo de la visita de Eric al Ordway unos días antes de que lo asesinaran, y estaba buscando artículos que se hicieran eco de posibles incidentes recientes en la zona de Rice Park que rodeaba el teatro. En concreto, asaltos de tipo sexual. Encontró algunos sobre la construcción de la carretera, el carnaval de invierno y los musicales de Broadway, pero nada que le diera una pista sobre el móvil de Eric. La única forma de averiguarlo era yendo allí en persona, cosa que pensaba hacer al día siguiente.
Encontró mucha más información sobre Nicole Castro. El juicio por asesinato de la ex compañera de Abel había sido un bombazo en Duluth, y de eso hacía seis años. Examinó las fotos de Nicole y vio a alguien no demasiado diferente de ella: una agente de treinta y largos, alta y atlética. Nicole era negra, de piel muy oscura. Su pelo era encrespado y voluminoso. Tenía unos labios rosados y gruesos, orificios nasales anchos y ojos azabache, desafiantemente abiertos. En una de las fotos estaba en la escalinata del juzgado, rodeada de policías uniformados e increpando a los medios.
Nicole tenía un hijo de doce años. Serena se preguntó qué habría sido de él, con su padre muerto y su madre cumpliendo veinticinco años por haberlo asesinado. Era un crío con las facciones muy agraciadas que se hacía el duro, pero saltaba a la vista que se le rompía el corazón mientras se aferraba al brazo de su madre en la foto. Ahora debía de tener unos diecinueve.
El móvil de Serena se puso a sonar. Era Maggie.
—Hola.
—Hola —respondió Maggie, y después de una pausa, añadió—: Stride te lo ha contado, ¿verdad?
—Sí, así es. Lo siento de veras.
—No entiende por qué no lo denuncié.
—Los hombres nunca lo entienden.
—A pesar de que le dije lo jodidamente sucia que me hacía sentir —continuó Maggie.
Serena lo comprendió. No se trataba sólo de contárselo a alguien. Se trataba de Maggie contándoselo a Stride. De desnudarse delante de él.
—¿Quieres venir al Sammy’s? Podríamos hablar.
Alguien introdujo una pizza de pepperoni en uno de los hornos. El penetrante aroma colmó el restaurante y Serena advirtió que tenía hambre.
—Ya no quiero hablar más —dijo Maggie—. Sólo quiero atrapar a ese hijo de puta.
—Parece que has optado por ignorar la realidad.
Serena esperaba que Maggie le devolviera la pelota, pero no lo hizo.
—Sí, ya lo sé, pero estar enfadada es mejor que encerrarse y no salir de casa. Te llamaba para informarte de que tengo más cotilleos sobre la visita de Eric al Ordway.
—¿De qué se trata?
—He conseguido hablar con el guarda de seguridad de su piso. El motivo por el que casi echaron a Eric del teatro fue su insistencia en preguntar por una mujer que trabajaba allí. Creía que era una acomodadora. No dijo qué quería de ella, los nervios afloraron, y le ordenaron que se sentara si no quería que lo expulsaran.
—¿Sabes quién era la mujer?
—No, Eric no sabía su nombre.
—De acuerdo, mañana lo comprobaré. ¿Estás segura de que no quieres pizza?
—No, gracias.
A través del ventanal del restaurante, Serena vio a un hombre alto con impermeable marrón cruzando la calle en dirección a ella.
—Está bien, tu justiciero está a punto de reunirse conmigo.
—¿Quién?
—Abel Leitscher.
—¿Por qué has quedado con él? No serás una espía…
—Quiero que me hable de Nicole Castro.
—Archie me dijo que había llamado. Creo que estás perdiendo el tiempo. Nicole cuenta a todo el mundo que le tendieron una trampa, pero la atrapamos con las manos en la masa.
—¿Como a ti?
—Vale, ya veo adónde quieres ir a parar.
—Hablaré contigo cuando vuelva. Llama a Tony. Pide ayuda.
—¿Nadie te ha dicho aún que eres una prepotente?
—Todo el mundo.
Serena colgó y cerró el portátil. Abel Teitscher entró en el restaurante y giró la cabeza sobre su largo cuello, buscándola. Ella le hizo señas, a las que él respondió asintiendo pero sin sonreír.
Era grave y sombrío como la ciudad en enero. Se habían visto algunas veces en el ayuntamiento, en el despacho de Jonny y, aunque había cierta animosidad entre éste y Abel, a ella le daba lástima. Conocía la historia de su divorcio y sabía que mantenía alejada a la gente con una coraza de espinas. Era agudo, frío y solitario. En otros tiempos, también ella había sido así.
Se estrecharon la mano. Él le dio una fuerte sacudida. Al sentarse, aplanó el abrigo debajo de él sin quitárselo, un modo de mandarle un mensaje subliminal: no iba a quedarse. Ella le notó receloso respecto a sus intenciones.
—¿Tiene hambre? —le preguntó—. Podríamos pedir algo.
Abel negó con la cabeza. Serena suspiró. Ahora olía unas salchichas, que, mezcladas con el pepperoni, la estaban volviendo loca.
—Es aficionado a correr, ¿verdad? —peguntó ella.
Él asintió.
—Yo también. Se le nota a simple vista.
Estaba siendo amable. Aquel rostro le recordaba el suelo del desierto en el Valle de la Muerte, correoso y agrietado. Llevaba el pelo gris cortado al uno y en forma de cuadrado en lo alto de la cabeza. Parecía viejo, pero también difícil y duro.
—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó Abel—. Si se trata de Maggie, ya sabe que no puedo decir nada.
—No se trata de Maggie.
—Ah, ¿no? —pareció sorprendido.
—Esperaba que pudiera contarme algo de Nicole Castro.
—¿Por qué?
—Mañana tengo que ir a las Gemelas —le explicó Serena—. Nicole me ha pedido que me reúna con ella.
—¿Le ha dicho que le tendieron una trampa?
Serena asintió.
—Eso es una gilipollez.
—Es usted muy severo. ¿No fue su compañera?
—Por eso soy severo. No me gusta que me mientan. Además, le cuenta a todo el mundo que yo coloqué pruebas contra ella, y eso es una soberana estupidez.
—Sólo quiero que me ponga en antecedentes —dijo Serena—. Si realmente no son más que estupideces, de acuerdo; pero al menos sabré lo que pasó.
Abel se recostó en la pared de madera detrás de él. Se llevó un mondadientes a los molares.
—Nicole era una buena chica. Trabajamos juntos durante cinco años. Era mucho más joven que yo, pero nos llevábamos bien. Le diré la verdad, no era ningún chollo tener una compañera negra. Según mi experiencia, las mujeres negras dan por hecho que las tratarás de forma irrespetuosa, así que debes andarte con mucho cuidado con todo lo que dices. Y a mí no se me da bien eso. Seguramente ya se lo ha imaginado.
Serena sonrió.
—A Nicole la ponía nerviosa tener a un tío blanco de mediana edad como compañero. Discutíamos de vez en cuando. Tener un compañero es como estar casado, usted ya lo sabe. Pero nos las apañábamos.
—¿Cuándo comenzaron sus problemas? —preguntó Serena.
—Para empezar, estaba casada con un hijo de puta. La clase de tío que cree que el mundo le debe la vida porque tiene una cara bonita. Nicole lo negaba, pero sé que él le pegó algunas veces.
—¿Y qué ocurrió?
Abel se quitó las gafas y se quedó mirando el techo.
—Fue muy mala suerte, sólo eso. Nicole volvía de Superior por el puente Blatnik un sábado por la noche. Había un tío en el lado de Minnesota que había aparcado el coche y que estaba dando vueltas por la cubierta del puente con un abrigo de invierno. Era el mes de julio. Nicole cortó el tráfico y salió del coche para hablar con él. El hombre le dijo que llevaba una bomba atada al pecho y que iba a volar el puente.
—Oh, mierda.
—Intentó convencerlo de que alzara las manos, pero él no la escuchó. Siguió diciendo que pensaba hacerlo, que activaría la bomba. Cuando se abrió la cremallera del abrigo y se puso a hurgar por dentro, Nicole le disparó dos balas en la cabeza.
Serena entendía el proceso por el que había pasado Nicole durante esos pocos segundos en el puente. Ella se había enfrentado a una situación similar en Las Vegas, cuando un individuo decidió suicidarse con la policía apuntándoles con un arma a Jonny y a ella. En esa ocasión fue ella quien apretó el gatillo.
—Al parecer, dio en el blanco —observó ella.
—Sí, pero ahí empezaron a cuestionarla. Resultó que el tipo era un enfermo mental. No había ninguna bomba.
—Pero ella no tenía muchas opciones.
—Usted lo sabe y yo también. Pero vaya a contárselo a la gente que no estaba en el puente. Y había algo más… muchos dijeron que habían oído a ese tipo gritarle insultos raciales a Nicole. Así que a ciertos políticos se les ocurrió que ella le había disparado por racista.
—Fantástico.
—Hubo una investigación. Nicole estuvo de baja y pasaron seis meses antes de que la absolvieran y pudiera reincorporarse al cuerpo. Seis meses. Increíble. La hizo pedazos quedarse en casa, viendo cómo los diferentes canales de televisión la machacaban noche tras noche. Sufrió una crisis nerviosa.
—¿Y qué pasó con su marido?
—El muy hijo de puta empezó una aventura con una joven camarera. De dieciocho años.
—¿Había vuelto Nicole al trabajo por entonces?
Abel asintió.
—Sí, y decía que se encontraba bien, pero lo cierto es que era vulnerable. La terapia no funcionaba. Tampoco iba agobiada de trabajo… a Stride le daba reparo atosigarla demasiado pronto, así que sobre todo llevaba casos que se habían enfriado. Y tenía razón, Nicole se estaba derrumbando. Era una locura oírla hablar por teléfono con su marido, como si oyeras hablar a un extraño. Maldita sea, yo mismo la oí amenazarlo. Dijo que lo mataría si no rompía con su amante.
—¿Y?
—Me llamaron. Había un apartamento de la zona del Lincoln Park del que salía un olor desagradable. Fui allí y encontré al marido de Nicole y a su novia adolescente muertos de un disparo. Llevaban al menos dos días desaparecidos, y Nicole ni siquiera había presentado la denuncia.
—¿Era su pistola?
—No, casi peor, era la de su marido. La guardaba en la guantera del coche, que estaba aparcado a la salida del bloque de apartamentos. Nicole dijo que se había pasado la noche de autos bebiendo, pero no tenía ningún testigo que apoyara su versión. Dijo que a veces su marido se largaba durante días y días, y que por eso no pensó que le hubiera ocurrido nada malo al no volver a casa. Pero sabía que él estaba con la otra chica. También me juró (me lo juró) que nunca había estado en el apartamento de esa muchacha, pero algunos testigos la situaron en el exterior del edificio, dentro de su coche, en múltiples ocasiones. Como si los acechara. Y encontramos dos pelos suyos en el dormitorio, junto a los cuerpos. La prueba de ADN fue concluyente.
Serena silbó.
—Hay un montón de pruebas. ¿Qué dijo Nicole?
—Que no había sido ella. Y yo también la creí, hasta que encontramos a los testigos cerca del apartamento y recibimos el informe forense. Entonces supe que estaba actuando como cualquier otro delincuente… intentaba salvar su culo.
—Para usted fue un asunto personal.
—Mucho. Hágame caso, Serena, ahórrese el viaje.
Serena se encogió de hombros.
—Tengo que ir allí de todos modos.
—Allá usted.
El viejo detective se levantó, se sacó unos guantes de piel negros de los bolsillos y se los puso.
—Oiga, Abel —dijo Serena—. Sé que no quiere oír esto, pero Maggie no es Nicole.
—Necesito algo más que fe para creerlo.
Se marchó, y Serena tamborileó con los dedos sobre la mesa. Estaba desalentada. Después de aquella conversación, la visita a Nicole Castro le olía a pérdida de tiempo; pero no podía echarse atrás, aunque supiera de antemano el resultado. Odiaba ver arruinada la vida de un policía. Todos, incluida ella, a veces caminaban por la cuerda floja, y cuando alguno perdía pie, sólo daban ganas de apartar la mirada.
La camarera se detuvo junto a su mesa. Tenía salsa de tomate en la blusa.
—¿Quiere pedir una pizza?
—Oh, sí.