Stride estaba preocupado. Era casi medianoche y Maggie se retrasaba.
Estaba en el aparcamiento de abajo del instituto, con vistas a las luces del centro de la ciudad y al negro vacío del lago. Se había fumado dos cigarrillos mientras la esperaba. La nieve caía en una pesada cortina, sobrevolando la colina, revoloteando en torno a Stride como un tornado. Costaba mirar la nieve directamente. Con los ojos entornados y la cara contraída, las mejillas se le estaban enrojeciendo e irritando a causa del viento. El hielo se le amontonaba en las cejas. Juntos, los copos de nieve que se abalanzaban contra él atacaban como un ejército despiadado; además, la fuerza del viento intensificaba la acometida de aquel millón de cuchillos capaces de cegarlo, congelarlo y enterrarlo en una misma tormenta.
Unos faros empañados aparecieron en la carretera que quedaba encima de él y bajaron oscilando hasta el aparcamiento. Reconoció la Chevy Avalanche de Maggie. Ésta conducía deprisa y el vehículo zigzagueó sobre el camino resbaladizo y empinado. Era una camioneta enorme para una mujer tan menuda, tanto, que necesitaba bloques de madera para llegar a los pedales. Maggie era una conductora horrible; Stride pensaba que conducía de modo temerario sólo para fastidiarle, porque aún lo hacía peor si cabe cuando iba con ella en el coche.
Aparcó en una esquina cerca de su Bronco y salió. Llevaba un abrigo de piel que la cubría hasta los tobillos y botas altas de tacón cuadrado. Caminaba con las manos en los bolsillos. Pateó la nieve húmeda mientras se acercaba.
Stride no la había visto desde la noche del asesinato, en su casa, y se dio cuenta de cuánto la echaba de menos. Él se acercó también, dispuesto a abrazarla, pero ella sacó una mano del bolsillo y la sostuvo en alto para detenerlo.
—No —le dijo—, nada de compasión. Sobre todo de ti.
Los pocos metros que los separaban parecían un abismo.
—Vamos, Mags, soy yo. No necesitas demostrarme lo dura que eres.
—Desde luego que sí. —Lo miró de arriba abajo—. ¿No se te ha ocurrido esperar dentro del todoterreno? Pareces un jodido muñeco de nieve.
—No me importa el frío.
—Querrás decir que no quieres que Serena huela a tabaco ahí dentro.
—Eso es.
—Bueno, pues yo no voy a quedarme aquí. Entremos en la Chevy.
Se dirigieron a lados opuestos del vehículo. Stride se sacudió toda la nieve que pudo antes de subir. En la cabina se estaba caliente, así que se sacó los guantes. Maggie no lo miró; se limitó a quedarse sentada en el asiento del conductor con los ojos perdidos en la vista panorámica. Él se dio cuenta de lo extraño que le resultaba ver el paso de los años en el rostro de Maggie, las diminutas patas de gallo junto a los ojos y algunas hebras grises en su cabello negro azabache. Para él siempre sería una muchacha de veintitantos, apasionada e inteligente. Y eso era parte del problema: que para él, nunca crecería. Parecía que fue ayer cuando oía a Maggie lamentarse por la chica de Enger Park, mordiendo el borde de un vaso de papel e insistiendo en que algo se les había escapado, cuando Stride sabía que no era así. Pero de eso hacía mucho, mucho tiempo. Era como si hubiera guardado a Maggie en un cajón de su mente, para mantenerla a salvo de todo lo malo; pero mientras tanto se había ido haciendo mayor, y le sucedían cosas malas de todos modos.
—¿Cuándo? —preguntó Stride.
Maggie supo a qué se refería. Extendió las manos, enroscó los dedos en el volante y lo apretó con firmeza.
—Ocurrió justo antes de Acción de Gracias. Eric estaba fuera de la ciudad.
Stride lo recordaba. Maggie había dicho que estaba enferma durante casi dos semanas y lo había achacado a la gripe.
—Yo estaba durmiendo. Él llevaba un cuchillo.
Se apartó el cabello detrás de la oreja y le mostró una cicatriz de cinco centímetros.
—He conseguido bloquear la mayor parte de los detalles. Simplemente, no me acuerdo.
—Jesús —murmuró Stride.
—He dicho que nada de compasión, jefe. No de ti. ¿Entendido?
Stride pensó que su bravata era tan fuerte como el celofán.
—¿Sabes qué es lo primero que hice? —siguió—. Te encantará. Me reí. Era todo tan condenadamente gracioso. Era como la gran broma de Dios. Me dije a mí misma que estaba soñando, que todo sucedía dentro de mi cabeza, que no era posible que eso me hubiera pasado a mí. Pero el siguiente recuerdo es que estaba aporreando el suelo, aullando. Me quedé ahí, en la oscuridad, y lloré durante dos días.
Él abrió la boca para decir algo, pero la cerró. No había nada que decir.
—¿Sabes qué hice después? —continuó Maggie—. Tiré toda la comida del frigorífico. Como una cabra, ¿eh? Todo. Dejé los estantes vacíos, y luego lo rocié todo de arriba abajo. Y lo mismo en cada habitación. Vacié doce botes de desinfectante. No quería oler nada. La casa parecía un hospital.
Él apretó los puños, y Maggie se percató.
—Si alguna vez le pongo la mano encima a ese hijo de puta, lo mato —dijo Stride.
—Sé que quieres hacerte el héroe, jefe, pero esto me ocurrió a mí, no a ti. Si te lo estoy contando ahora es sólo porque no tengo elección.
—¿Por qué no acudiste a mí entonces?
Se volvió y lo miró fijamente. Sus ojos irradiaban un orgullo feroz.
—Porque esto no le sucedió a una agente. Le sucedió a una mujer. ¿No lo entiendes? No quería que tú ni ningún otro hombre lo supiera. Ni entonces, ni nunca. Ya fue bastante duro decírselo a Eric. Quería que lo denunciara, y yo sólo ansiaba que se desvaneciera. Y así sigue siendo.
—Dime al menos que recibiste ayuda de alguien.
—¿Acaso no me has oído? No quise hablar con nadie. Me está matando tener que hacerlo ahora. Y sí, lo sé, es el síndrome del trauma posviolación, yo estaba en la fase aguda, y evidentemente, no lo controlaba. Y ¿sabes qué?, todo eso son chorradas psicológicas. Las parrafadas que les soltaba a las víctimas de violaciones a lo largo de los años no eran más que chorradas. Esto me pasó a mí. Y si no has pasado por lo mismo que yo, no tienes ni puñetera idea.
Él pensó en algo apropiado que decir y acabó diciendo lo que no debía.
—No entiendo cómo no lo denunciaste, precisamente tú.
—Ya viste lo que le ocurrió a Tanjy… la humillaron, la destruyeron. No quería que me ocurriera lo mismo.
—Contigo habría sido diferente —insistió Stride.
Maggie negó con la cabeza.
—¿Cómo puedes ser tan estúpido, jefe? Eres un gran policía, pero a veces tu ceguera me vuelve loca. ¿Te crees que no tengo secretos? ¿Que no hay cosas que prefiero que no salgan a la luz?
—¿Qué cosas?
—No es asunto tuyo. La cuestión es que no lo hice público porque no quería que arruinasen mi vida.
—¿Cómo voy a resolver este caso si no piensas hablar conmigo? —preguntó Stride.
Maggie rebuscó en el bolsillo de sus vaqueros y sacó una nota arrugada. La aplanó y se la entregó a Stride. Había una frase con la tinta corrida y escrita con letra de hombre:
SÉ QUIÉN ES
—¿Qué diablos es esto? —quiso saber él.
—Eric me la dejó la noche que lo asesinaron. Al principio pensé que me estaba acusando de tener una aventura, pero no se trataba de eso. No era eso lo que quería decir.
—Tanjy dejó el mismo mensaje para Dan Erickson la noche que desapareció.
Maggie no pareció sorprendida.
—Creo que Eric averiguó quién era el violador. Cuando me negué a ir a la policía, creo que se fue a ver a Tanjy. De algún modo, ellos dos encontraron algún indicio que les condujo hasta el violador. Y luego el tío los mató a ambos.
Stride repasó mentalmente la cadena de acontecimientos. El lunes por la noche, Eric se encaró con Tanjy en la calle, delante del Java Jelly, y le dijo algo que la alteró profundamente. Tanjy salió temprano del trabajo y, aquella noche, llamó a Lauren para contarle un secreto: «Sé quién es». Sólo que nunca tuvo la oportunidad de decírselo a nadie. Alguien la mató y enterró su cuerpo debajo del hielo. Dos días después, Eric murió asesinado.
Bajó la ventanilla de su lado de la camioneta. La nieve se coló dentro y le mojó la cara. Encendió un cigarrillo, se llenó los pulmones de alquitrán y lo sostuvo fuera de la cabina, donde el humo se alejó ondulando.
—¿Tienes alguna idea de lo que sospechaba Eric?
—No, pero empieza con Tony. Eric habló con él esa noche. Tal vez pueda ayudarnos.
—A lo mejor Eric sospechaba de Tony. Tanto tú como Tanjy erais pacientes suyas.
—Sí, ya lo he pensado, pero Tony dice que Eric fue a verle para que le diera el perfil de un agresor sexual, y eso tiene sentido. Eric sabía que siempre trabajábamos con Tony para esa clase de mierda.
—Hablaré con él —dijo Stride—. También volveré a repasar la declaración policial de Tanjy. Si no nos mintió, quienquiera que la violara sabía que Grassy Point Park era el sitio al que llevaba a sus novios. Al menos, Mitchell Brandt dice que lo llevó allí.
—Bien.
—Sigues ocultando algo, Maggie —le dijo—. Tengo las manos atadas si no eres completamente sincera conmigo.
—Lo siento, pero no estoy pensando sólo en mí misma. Otras personas podrían salir perjudicadas por lo que yo diga.
—Más bien por lo que no digas.
Sus miradas se encontraron. Sabía a qué se refería: el violador continuaba suelto.
—Si no hay más remedio, entonces te diré por qué no podía denunciar la violación; pero por lo que yo sé no tiene nada que ver con Tanjy. Por fuerza tiene que haber otra conexión.
—Sabes que tendré que informar a Teitscher. Parece un pez que se muerde la cola. Esto alejaría las sospechas de ti, Maggie.
Ella le cogió una mano entre las suyas. Era la clase de gesto íntimo que nunca se permitía con él. Lo molestaba, le guiñaba el ojo, lo insultaba… Pero nunca lo tocaba.
—Te pido que no lo hagas, Jonathan.
No le llevó la contraria.
—Si eso es lo que quieres… Por ahora.
—Yo también intento seguir los pasos que dio Eric —añadió Maggie—. Quiero saber cómo encontró a ese tío.
—¿Y qué has averiguado?
Los ojos de Maggie centellaron, de nuevo como los de una policía.
—Eric estuvo en las Ciudades Gemelas el fin de semana antes de que lo asesinaran. Volvió el lunes y se fue a ver a Tanjy. Ahí empezó todo.
—Crees que descubrió algo durante ese viaje —concluyó Stride.
—Exacto. Por eso he llegado tarde. Estaba hablando por teléfono con el hotel Saint Paul, intentando averiguar qué hizo Eric durante su estancia allí. El hotel me ha pasado sus facturas y he comprobado su tarjeta de crédito y la lista de llamadas de su teléfono móvil.
—¿Y?
—Reservó una entrada por teléfono para una obra en el Ordway Center el sábado por la noche. Una entrada, no dos.
—El Ordway está justo al otro lado del parque desde el hotel Saint Paul —dijo Stride—. Seguramente sólo buscaba distracción para un sábado por la noche.
—Eso mismo pensé yo. No obstante, he comprobado lo del Ordway y luego he seguido el rastro de los propietarios del abono de temporada que se sentaron a su lado.
—¿Se acordaban de Eric?
—Oh, sí. Dicen que casi le echaron del teatro.
—¿A Eric? ¿Por qué?
—Estaba molestando a los acomodadores. Acribillándoles a preguntas.
—¿Qué clase de preguntas?
—No lo sé, pero me gustaría averiguarlo.