Capítulo 22

Dejó la camioneta en un aparcamiento desierto al final del Point y emprendió la boscosa subida rumbo al lago. El agua turbia y la franja delgada de hielo y arena se extendían ante él hacia las luces brumosas de la ciudad. Cuando salió de entre los árboles, un viento feroz y tortuoso le insensibilizó la cara. Se bajó el gorro de algodón hasta convertirlo en una máscara y observó la playa con unos ojos como hendiduras. Dentro de los guantes y de las botas llevaba pequeñas bolsas de agua para mantener las manos y los pies calientes y ágiles. Metió la barbilla dentro del cuello y continuó andando por la irregular superficie de hielo, mientras se le empapaba el abrigo de gotas heladas a medida que las olas rompían en la orilla.

Estaba solo. El camino de casi un kilómetro hasta la casa de Serena era duro y frío. Sin el resplandor de la luna no se distinguían las casas, que quedaban ocultas en gran parte por los esqueletos de los árboles. Supo dónde desviarse de la playa hacia el oeste cuando se topó con los dos pedazos de madera que había dejado horas antes como señal. Siguió el sendero hollado a través del centeno silvestre y anduvo con mucho tiento hasta el lindero de los árboles, a sólo unos metros de la puerta trasera de la vivienda. Esperó allí, invisible. La casa estaba a oscuras. El camino de cemento hasta la calle estaba vacío.

Se concedió un máximo de cinco minutos para estar en el interior de la vivienda y se guardó un cronómetro con vibrador en el bolsillo de atrás. Echó un vistazo a las vallas a cada lado del pequeño terreno y se dirigió hacia la puerta mosquitera, que estaba abierta. Dejó las botas en el porche, donde sus huellas se perdieran en la nieve apelmazada. Con sus calcetines de lana se escabulló por el porche hasta la puerta de atrás, iluminó la cerradura con una linterna y en cuestión de segundos ya estaba dentro.

Todo olía a ella. Era la primera vez que estaba lo bastante cerca para inhalar otra vez su aroma. Para él, aquel olor era calor seco, sudor y piel suave. Se permitió saborearlo por un instante. Se sintió joven, renacido, poderoso.

Su primera parada fue en la sala de estar. En apenas treinta segundos eligió el lugar donde esconder el micrófono y comprobar la calidad de la transmisión. Siguiente parada: el dormitorio conyugal. Había esperado poder instalar una web cam, pero tras examinar las blancas paredes comprendió que no había ningún sitio donde ocultar el aparato. Preparó un segundo micrófono y lo instaló detrás de las barras de su cabecera.

Antes de que se disparase el cronómetro, ya estaba fuera otra vez. Reconoció el terreno de atrás de la casa y colocó un repetidor detrás de uno de los bajantes de aluminio; eso le proporcionaría al menos una recepción de unos tres kilómetros de radio, así que podría escuchar con nitidez desde el interior de la camioneta aparcada a casi un kilómetro de allí.

De nuevo en el bosque, la esperó, dando patadas en el suelo para sacudirse el frío de encima. Nunca hacía tanto frío en el sur. No entendía cómo podía vivir aquí la gente. Casi le hacía desear la extenuante humedad de Alabama. Los dedos de los pies se le entumecieron a medida que pasaba el tiempo, y finalmente vio unos faros que surcaban el camino de entrada: Serena entró en él y aparcó. Se le tensaron los músculos. La observó bajarse y entrar en la casa, ignorante de su presencia. Se llevó un auricular al oído y escuchó sus pasos y el susurro de su ropa al quitarse el abrigo. Cuando se acercó al micrófono, la oyó respirar.

Casi se preguntó si, de algún modo, también ella notaría su olor en la casa igual que él había olido el suyo dentro, como un rumor en algún rincón de su mente. Como una visión o un recuerdo.

Sin apartar la mirada de las ventanas de la vivienda, salió de entre los árboles y se dirigió al coche de Serena. Allí donde estaban las luces encendidas, ella no podía ver el exterior, pero aun así se quedó helado cuando la vio pasar frente al cristal y mirar en dirección a él. Sus ojos se cruzaron, como tantas otras veces cuando la vigilaba. Pasó a otra habitación.

Él se agachó debajo del coche y colocó el transmisor GPS; luego se levantó y retrocedió hasta la playa sin volver la vista atrás. Aún llevaba el auricular en el oído, y la escuchó mientras volvía sobre sus pasos rumbo a la camioneta. En el dormitorio, la oyó tararear mientras se desnudaba, el ruido de las trabillas contra su cinturón dorado. Cerca de donde estaba, empezó a correr el agua de la ducha. Se imaginó su cuerpo desnudo, vio su piel entre sus manos.

Sonó el teléfono móvil. La distracción lo cogió por sorpresa y lanzó una mirada rápida a la playa para confirmar que estaba solo. Sacó el teléfono y reconoció el número. A regañadientes, se quitó el auricular de la oreja.

—¿Qué? —resopló.

—Han encontrado el cuerpo de Tanjy.

—¿Y?

—Me dijiste que tardarían meses, años tal vez.

Avanzaba con dificultad, paso a paso, sobre la capa de hielo gris. El lago retumbaba a su lado. El frío era insoportable.

—Ha sido mala suerte, pero eso no cambia nada. No te preocupes, estás a salvo.

—Me dijiste que saldrías de la ciudad cuando el trabajo estuviera hecho.

—Lo haré.

—¿Y por qué sigues aquí?

—Tengo un asunto que rematar —zanjó.

—¿Qué asunto?

—Cosas mías. Es algo personal.

El aire de la noche estaba cargado de un silencio mortífero.

—¿Tienes la menor idea de lo que me estoy jugando?

—Ése es tu problema —contestó.

—¿Qué otros planes estás tramando? Dime.

Respiró contra el teléfono y vio el vapor volatilizarse como un fantasma delante de su cara.

—Mejor que no lo sepas.

—¿Qué diablos significa eso?

—Significa que Tanjy no fue la única. Decidí hacerlo también con otras.

Aguardó. Era curioso comprobar cómo el miedo es capaz de deshinchar hasta el ego más arrogante y frío como si fuera una bola de grasa.

—Eres un monstruo.

—¿Sí? Y eso ¿en qué te convierte a ti? Recuerda que todo fue idea tuya.

—¿Quiénes eran las demás?

—Eso no importa mucho. Las chicas alfa no revelan sus secretos. —Se rió.

—Quiero que te largues, ¿está claro? Se te ha pagado bien.

—Yo decidiré cuándo termino, no tú.

Cortó la comunicación y desconectó el teléfono.

Con la otra mano, volvió a activar el auricular y a colocárselo en la oreja. De nuevo en la camioneta, se deslizó adentro, puso la calefacción y escuchó. Sus pies se descongelaron lentamente. Fue quitándose capas de ropa.

En casa de Serena, el sonido de las tuberías cesó. La oyó regresar al dormitorio e imaginó su carne desnuda, rosada y limpia. Su pelo largo y mojado. Sus pezones endurecidos y su pubis reluciente de humedad. Siempre había imaginado que era Serena cuando estaba con las demás. Controlándola. Violándola. Haciéndole pagar esos diez años que le había robado.

Ahora le tocaría a ella.

Muy pronto.