Capítulo 17

Maggie estaba soñando de nuevo.

Una formación de seis hombres con máscaras de oro rodeaba su cama, dos a cada lado. Sus ojos inexpresivos le recordaron a las cabezas de los peces sobre la playa; la piel lechosa y los estómagos hinchados, y un miembro fláccido que les colgaba, inútil, entre las piernas. Todos devoraban con los ojos su cuerpo desnudo. Los dos que estaban al pie de la cama se separaron rompiendo filas y entre ellos apareció Eric, con su arma en la mano. Le apuntó hacia el pecho.

—Lo siento, Nicole —le dijo.

El cañón del arma escupió una llamarada de fuego. Maggie miró hacia abajo, esperando ver un agujero humeante en su torso, pero sólo vio sus pechos desnudos. Alzó las manos para tocarse y entonces advirtió que no tenía manos, sólo unos muñones sangrientos cortados de cuajo, que dejaban a la vista huesos y sangre. Miró el espejo que había sobre la cama y se dio cuenta de que tampoco tenía cabeza. Era un tronco muerto y mutilado, sin boca para gritar.

Maggie gritó de todos modos y se despertó de golpe.

Estaba tumbada sobre la cama, encima de las sábanas, respirando profundamente con la boca abierta como haría un pez. Poco a poco, las imágenes se convirtieron en cenizas grises y se hundieron de nuevo en su inconsciente. Se sentía sola y desorientada.

Maggie salió de la cama y se dirigió a la puerta del dormitorio. Comprobó la pesada silla que bloqueaba el tirador de la puerta; luego suspiró y se cubrió la cara con sus pequeñas manos. Dio la vuelta y se apoyó contra la pared, empapelada con un motivo floral Victoriano en verde, y se dejó caer hasta quedar sentada en el suelo.

Se sentía como si fuera una extraña para sí misma, actuando como víctima, dejándose vencer por las lágrimas.

Cuando se es policía, no admites que la oscuridad te asuste. La oscuridad está llena de cosas que tienes que afrontar y superar. Durante semanas, sin embargo, la oscuridad se había convertido en su enemiga. Cada hora se despertaba con pesadillas. Desde la muerte de Eric, se atrincheraba en su propia habitación por las noches.

No era ése el modo en que quería vivir su vida. Ella no era la ex compañera de Abel, Nicole; no era culpable del asesinato de su marido, no era una niña que lloraba en el suelo y se escondía por los rincones.

—Al infierno con todo —exclamó en voz alta. Estaba lo bastante furiosa como para pelear. Se puso en pie y apartó la silla de la puerta, que cayó sobre el suelo de madera con un golpe. Maggie abrió la puerta del dormitorio. El recibidor y las escaleras hacia el primer piso estaban negros como la tinta. A oscuras, se cuadró de hombros y se dirigió a la escalera, se agarró al pasamanos y empezó a bajar. Sintió que una oleada de miedo envolvía su cuerpo como una niebla, pero se sacudió la sensación y fue hacia la cocina. Cuando encendió la luz, los monstruos se dispersaron como cucarachas. La habitación embaldosada en blanco apareció reluciente y segura.

Maggie se preparó una taza de té verde y se sirvió un panecillo salado son salsa. Se sentó en silencio a la mesa de madera maciza, sorbiendo el líquido y mascando el panecillo. Sus ojos se posaron en una fotografía de Eric y ella sujeta a la puerta de la nevera con un imán, y eso acrecentó su soledad. Ambos sonreían, con las caras enrojecidas por el sol. Recordaba dónde había sido tomada aquella foto: era de un viaje a Maine hacía dieciocho meses, el último de los buenos tiempos, un recuerdo frugal y dulce antes de que las cosas empezaran a desintegrarse. Entonces estaban enamorados y se cogían de la mano mientras subían a las rocas de la playa, contándose chistes obscenos mientras cenaban langosta y luego disfrutaban desenfrenadamente del sexo, de un modo tan excesivo y ruidoso que en el hotel los vecinos de la habitación de al lado les aplaudían cuando terminaban.

—Oh, Eric —murmuró para sí misma.

Maggie sintió algo húmedo en las mejillas, y al tocarse la piel descubrió que estaba llorando.

No quería ver la cara de él en su mente, pero ahí estaba. Deseó poder olvidar su risa, pero ésta resonó en su cabeza como si Eric se encontrara allí, a su lado. Podía sentir la sólida fuerza de sus brazos de nadador estrechándola. Su fantasma, el espíritu fugaz de los días en los que todo parecía perfecto entre ellos, le hizo darse cuenta del valor de la pérdida. No sólo por su muerte, sino también por el abismo que se había abierto entre ellos.

¡Si hubieran podido quedarse en Maine y no volver nunca! ¡Si el año anterior no hubiera existido!

Volvió del viaje embarazada. Tenía casi treinta y tres años, y una vez que sintió que su hijo crecía dentro de ella, supo cuánto lo deseaba. Estaba preparada para que llegara un bebé a su vida. Y Eric también. Él la convenció para que dejara la policía, y en aquel momento ella se alegró. Stride estaba en Las Vegas con Serena y la idea de trabajar sin él le pesaba mucho.

El embarazo no fue bien. Tuvo un aborto a los tres meses.

Los médicos dijeron que eso entraba dentro de lo normal. Ella estaba ansiosa por intentarlo de nuevo. Mientras tanto, Stride había vuelto de Las Vegas para recuperar su antiguo trabajo y Maggie se reincorporó al cuerpo. Al volver a trabajar con él se sintió renovada, y cuando en invierno volvió a quedarse embarazada, ni se le pasó por la cabeza dejar el trabajo o hacer nada que no fuera tomarse un descanso breve y volver de nuevo a las calles.

Abortó al segundo mes.

Fue entonces cuando empezó a dudar de sí misma, a sentirse como mercancía defectuosa. Los pensamientos la asaltaban: quizá nunca pudiera tener un hijo. Sólo pensarlo, le daba miedo. Perdió el control sobre sus emociones. A finales de primavera, cuando volvió a quedar encinta, se pasaba el día preocupada e inquieta. Los mareos matinales eran intensos. La asaltó la convicción de que nunca daría a luz.

Abortó a los tres meses.

Algo se rompió en la cabeza de Maggie. Se tomó una baja de un mes y pasó horas con Tony Wells, vaciando su alma, revisando los recuerdos de su infancia en China y hablando de Eric y Stride. Al terminar, pretendió que la crisis había pasado. Si no debía tener un hijo, que así fuera; fin de la historia. No quería seguir intentándolo. Volvió a tomar la píldora y le dijo a Eric que no importaba. Pero se estaba engañando a sí misma.

Durante esa etapa de sus vidas, Eric y ella se habían distanciado. Su relación había sido volátil desde el principio: se conocieron durante un asalto con rehenes a la fábrica de él, e incluso después de que Maggie convenciera al empleado psicópata de que entregara el arma, se pusieron a discutir. Eric pensaba que Maggie había asumido demasiados riesgos; ella le soltó que era un estirado ricachón hijo de puta. Aquella misma noche se acostaron y seis meses después contrajeron matrimonio, aunque discutían siempre que no estaban en la cama.

Ella sabía que él tenía aventuras. Se peleaban por eso. Él sentía celos de Stride, de quien creía que ella estaba secretamente enamorada. También eso era motivo de discusión.

Tras el tercer aborto, y después de un mes de terapia con Tony, intentó arreglar las cosas con Eric volcándose en su relación sexual. Se sorprendió a sí misma con las cosas que tenía ganas de probar. Se encontraba en su plenitud sexual, con las hormonas enloquecidas y sin nada que perder. ¿Por qué no? Incluso cuando Eric sugirió cosas que le erizaban la piel, ella le siguió el juego.

—Adelante con ello —le dijo.

Nada que perder. Menuda broma.

Eso fue antes de que ocurriera. El prólogo.

Sucedió una semana antes de Acción de Gracias. Eric se encontraba fuera del país y, cuando se lo contó unos días después, él pareció enloquecer. Quiso hacer algo para solucionarlo, pero ella rechazó todos sus intentos, incluso cuando él le suplicó y se enfadó y golpeó las paredes. Ella le gritó a su vez, le apartó y le hizo dormir abajo, lo más lejos de ella posible. No quería que la tocara, nunca más.

Ahora nunca lo haría.

Porque alguien había entrado en su casa y lo había matado. Con su arma.

«Piensa como un poli —se dijo—. Resuelve el crimen».

La teína del té la había despejado. Ya no podría volver a dormirse, pero lo cierto era que tampoco quería. Quería luchar. Contaba con una ventaja de la que nadie, ni siquiera Stride, disponía para resolver el caso: sabía que era inocente. El resto del mundo tenía sus dudas. Los policías no confiaban en la gente, confiaban en los hechos. Éstos no mentían ni disimulaban ni falseaban ni engañaban ni imaginaban ni fingían ni decepcionaban. En cambio, la gente sí.

Ella misma lo había hecho muchas veces últimamente.

«Resuelve el crimen».

A Eric lo habían matado con su arma. A pesar de la botella de vino que se había bebido junto al lago, estaba segura de haber dejado la pistola en la mesita de noche, como siempre hacía. Así que quienquiera que lo hubiera matado había entrado primero en el dormitorio. Aquello tenía sentido. Quienquiera que fuese no podía saber que ella y Eric dormían separados. El asesino debía de haberlo planeado de otro modo: su propia arma, un cuchillo, lo que fuera. Él, o ella, había ido a la habitación esperando encontrarlos a los dos juntos. En su lugar, Maggie estaba inconsciente, Eric no estaba allí y el arma estaba al alcance.

El asesino la cogió, bajó las escaleras, encontró a Eric, le disparó y se marchó.

Siguiente pregunta: ¿por qué estaba ella viva? Supuso que el asesino no podía arriesgarse a volver arriba después de efectuar el disparo. De haberse encontrado juntos en la cama, estaba segura de que a esas alturas ambos estarían muertos, pero dormir sola la había salvado. Aquello significaba que el objetivo era Eric, no ella, y también que la trampa que le habían tendido fue algo circunstancial. Nadie que entrara en la casa podía predecir la situación que la había dejado a ella en el punto de mira de Abel. Eso descartaba la teoría de Serena sobre un inculpado del pasado de Maggie, alguien como el tal Tommy Luck de Las Vegas que acabó acosando y casi matando a Serena antes de que ella lo metiera entre rejas. Aquello tenía que ver lisa y llanamente con Eric.

Siguiente pregunta: ¿cuál era el móvil? Estaba claro que había un aspecto en la vida de Eric que ella ignoraba. Sabía que tenía que analizar sus movimientos de los últimos días y escribió una nota mental para comprobar las facturas de teléfono y el extracto de la tarjeta de crédito por si aportaban alguna pista. Tres días antes del asesinato, por ejemplo, sabía que Eric había estado en las Ciudades Gemelas. ¿Por qué?

Siguiente pregunta: ¿qué estaba haciendo Eric con Tanjy Powell, y por qué había desaparecido ésta? Maggie no creía en la coincidencia de que, tal como decía Stride, Eric y Tanjy se hubieran encontrado en la calle el lunes por la tarde, y unas horas después Tanjy se hubiera desvanecido. O que dos noches después, Eric estuviera muerto. Imaginó que Eric se acostaba con Tanjy, a pesar de que se había pasado casi todo el mes de diciembre jurando por su vida que había dejado las aventuras. Eric era un salido y Tanjy una mujer irresistible, así que quizá la respuesta era así de sencilla. Tuvieron una aventura que había acabado terriblemente mal y Tanjy lo mató. No había otra explicación.

A menos que Eric fuera en busca de Tanjy por lo de la violación.

Maggie recordó el mensaje que Eric le había dejado la noche de su muerte y se preguntó si no lo estaría malinterpretando: «Sé quién es».

Última pregunta: ¿por qué fue Eric a ver a Tony aquella misma noche? Tony era el terapeuta de Maggie, y Eric detestaba la psiquiatría por principio. Así pues, ¿qué quería de Tony? Podía volverse loca sopesando las posibilidades, y no quería esperar a la mañana siguiente para obtener una respuesta. Maggie retiró la silla, cogió el teléfono inalámbrico del soporte y marcó el número de Tony de memoria.

Éste contestó a la sexta señal.

—Doctor Wells.

—Tony, soy Maggie.

—Maggie —se oyó su voz soñolienta—. Es tarde.

—Lo sé. Lo siento.

—¿Estás bien?

—No me pasa nada —le tranquilizó ella—. Necesito hacerte algunas preguntas.

—De acuerdo.

—¿Por qué fue a verte Eric el miércoles por la noche?

Al otro lado de la línea se hizo el silencio. Ella sintió como si hubiera añadido un nuevo peso a sus ya cargados hombros. Cuando te pasas la vida con policías, delincuentes sexuales y víctimas de violación, sólo hay dos maneras de deshacerte del estrés: volviéndote cínico o llevando el pesado fardo como una mula de carga. Tony era de los segundos, pero eso era lo que le hacía tan bueno.

Finalmente dijo:

—¿De verdad quieres hablar de eso ahora?

—Sí.

—Le dije a Abel que era una conversación confidencial —explicó Tony—. También le dije que si creía que tú habías matado a alguien, necesitaba un psiquiatra.

—Gracias.

—¿Estás segura de que quieres saber la verdad?

—¿Por qué no iba a quererlo?

—Eso depende de si estás preparada para hablar de ello —replicó Tony—. Eric me explicó algo sobre ti, algo que obviamente decidiste no compartir conmigo. Aunque me habría gustado de verdad que me lo contaras.

Ella cerró los ojos.

—El muy cabrón.

—Lo siento. Iba a llamarte mañana.

—¿Qué quería?

Maggie se puso tensa, a la espera. «Eric, ¿qué demonios hiciste?».

—Quería que le explicara cómo se puede descubrir a un delincuente sexual —Tony continuó—: Pensaba ir a ver a alguien después de nuestro encuentro.

Unas horas después, Eric estaba muerto. Ahora Maggie sabía por qué.

«Sé quién es».