Quince minutos antes de la medianoche Serena subía desde el lago por las curvas cerradas de la inclinada cuesta, retorcida como un dragón chino. Conducía el Bronco de Stride, que se adhería bien al asfalto con su tracción a las cuatro ruedas. Las potentes luces del vehículo iluminaban el vecindario. Se encontraba en la zona verde de Congdon Park, una de las áreas más ricas de la ciudad, en una calle apartada que no invitaba a los visitantes. Las grandes residencias se alzaban como monumentos cuando las iluminaba con sus faros, para desvanecerse luego de nuevo en las sombras. Los caminos de entrada estaban cerrados a cal y canto, con las alarmas conectadas y las luces apagadas.
En aquella ciudad la clase media era prácticamente inexistente. O eras rico o eras pobre, y no había manera de que unos se mezclaran con otros.
Condujo despacio, insegura sobre qué dirección tomar, y casi se pasó la señal de indicación del cementerio. Siguió por Vermillion Road, que unos cientos de metros después se convirtió en un camino sucio lleno de marcas de ruedas. La tierra se extendía a su alrededor. Los abetos flanqueaban el camino, y detrás de ellos pudo ver las pendientes brillando a la luz de la luna e hileras de siluetas de lápidas. Era un lugar inhóspito y vacío, como si la ciudad quedara a kilómetros de distancia.
Serena aminoró la marcha. En un momento dado vio en el arcén derecho una estaca que sobresalía en ángulo de la nieve. Tenía atado un trozo de tela blanca, que colgaba lánguidamente en el aire inmóvil. Desvió la mirada de la carretera, apagó el motor, salió del coche y cerró la puerta con un ruido leve. Se detuvo y escuchó. La noche estaba silenciosa, excepto por el rumor de un tren en la zona del puerto. Las nubes habían desaparecido. Sobre su cabeza vio una amalgama de constelaciones y una luna delgada. Evaluó el parque que la rodeaba. A su izquierda había una ladera empinada, y pudo ver algunas tumbas dispersas entre los árboles; a su derecha, alcanzó a ver una valla metálica desvencijada y casi enterrada en la nieve. El cementerio continuaba más allá de la valla, y vio un tramo de camino despejado de nieve para la marcha de los cortejos fúnebres hasta las tumbas.
Iba vestida completamente de negro: tejanos negros, un jersey de cuello alto negro que le rozaba la barbilla y la cálida y acogedora cazadora de cuero negra de Stride. La vieja chaqueta escondía la funda para la Glock que se sujetaba cerca del hombro izquierdo. No quería asumir ningún riesgo. No con un chantajista. No en un cementerio vacío a medianoche. Y no con un sobre de diez mil dólares en efectivo oculto en el bolsillo de la chaqueta.
La nieve estaba enfangada. Subió por el arcén de la carretera y luego se metía a través de una sección de valla torcida. Al otro lado sus pies aterrizaron sobre nieve más profunda y más blanda, que se le metió en las botas. Sintió que una humedad fría se extendía por sus calcetines. Avanzó a través de la nieve y salió a un llano, donde se detuvo de nuevo. Los árboles se alzaban a su alrededor como centinelas. En su mayor parte eran de hoja perenne, pero había algunos robles desnudos. Avanzó con cautela, intentando amortiguar el sonido de sus pasos. Sacó una linterna del bolsillo e hizo girar el haz a su alrededor, iluminando algunas lápidas. Leyó los nombres: Boe, Beckmann, Anderson…
Serena no era supersticiosa por naturaleza, pero un sexto sentido le hizo dar un respingo. No estaba sola.
—Apaga la linterna.
Algo en esa voz hizo que se derritiera de miedo, como si fuera una adolescente asustada. Pensó en coger la pistola, pero intentó calmarse y tragó saliva. Tenía la boca seca. Apagó la luz, y sus ojos, acostumbrados a ésta, se cegaron de nuevo.
—Acércate.
Ella esperó a poder ver. Él hizo patente su impaciencia.
—¡Ahora!
Serena vio una silueta al lado de uno de los robles esqueléticos. Se acercó a él, confortada por el peso de la pistola en el costado izquierdo. En algún lugar no muy lejano un perro aulló como un alma en pena, con un aullido lastimero y asustado que le recordó que el resto del mundo no estaba tan lejos. Pero nadie estaba lo bastante cerca como para salvarla si las cosas se ponían feas.
Entornó los ojos para tratar de distinguir la figura. Él estaba en el terreno que se elevaba ante ella. Llevaba un voluminoso abrigo con una capucha de pieles sobre la cabeza. Su cara era invisible. Los brazos le colgaban a ambos lados, como extremidades de simio. Serena se dio cuenta de que sujetaba algo con las manos que hacía que sus brazos parecieran llegarle a las rodillas. En la mano izquierda llevaba una potente linterna. En la derecha, un arma.
—¿Ya has visto suficiente? —preguntó él. Lo cual quería decir si había visto el arma. El tipo encendió la linterna y le enfocó la cara con el intenso haz. Cuando la luz impactó en sus retinas, sintió un dolor agudo, se cubrió la cara y retrocedió.
—Apaga eso, hijo de puta —le espetó. Él se rió con un murmullo grave y profundo y apagó la luz—. Acabemos con esto ya —continuó Serena—. Ninguno de los dos quiere quedarse mucho rato aquí.
—¿Quieres decir que tienes ganas de volver a tu cama con tu amante el poli?
Serena dejó que el silencio se dilatara unos segundos.
—Así que sabes quién soy. ¿Acaso se supone que tengo que estar asustada?
—Yo creo que lo estás.
—Muy bueno viniendo de un chantajista. Los chantajistas sois unos cobardes; ni siquiera te atreves a que te vea la cara. Le robas los secretos a alguien y te crees todo un hombre. Robar secretos es propio de las niñas pequeñas.
Él no contestó enseguida, y luego soltó:
—Te podría explicar lo que hago yo con las niñas pequeñas.
—¿Qué, te vistes como ellas?
—Vigila lo que dices.
—No tengo miedo de un patético chantajista. ¿Quieres el dinero o no?
—¿Lo has contado?
—Sí.
—¿Hay diez mil?
—Sí.
—Espero que no hayas hecho ninguna estupidez, como marcar los billetes o anotar los números de serie. O contárselo a tu poli.
—Supongo que tendrás que arriesgarte —le dijo Serena.
—Y tú también. No lo olvides.
—Has asumido un gran riesgo al chantajear a alguien como Dan —le dijo ella.
—¿Ah sí? La gente como Dan me paga porque ofrecen una cara frente al mundo y otra para esos malditos juegos a los que juegan cuando no mira nadie. No tienes ni idea de la mierda que corre por esta ciudad. Tú y tu poli estáis ciegos.
—Así que no es sólo Dan —concluyó Serena—. ¿A quién más le estás haciendo esto?
—Ya te lo he dicho… hay gente por aquí que tiene secretos muy sucios.
Serena se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta.
—Alto —masculló él, levantando de inmediato el arma y apuntándole a la cabeza.
—Estoy sacando el dinero.
Él la cegó de nuevo con la linterna.
—Poco a poco. Utiliza dos dedos y no seas estúpida.
Ella extrajo el sobre y lo sostuvo ante sí.
—¿Lo ves?
—Ponlo sobre la lápida y retrocede.
Serena vio cerca, a sus pies, una piedra cubierta de musgo muerto e inclinada hacia el suelo. El nombre que se leía, erosionado por el tiempo, era BURNS. Dejó el sobre encima de la parte superior arqueada y se apartó lentamente.
—Ya es suficiente —le espetó cuando ella estuvo a unos cuatro metros—. Date la vuelta y ponte de rodillas.
—Ni hablar.
—¡Ponte de rodillas!
—No voy a darte la espalda.
—Hazlo.
Serena hincó las rodillas en la nieve, y la humedad le empapó los pantalones.
—Que sea rápido.
Él mantuvo el haz de la linterna sobre su cara. Serena no podía ver nada y cerró los ojos. Le oyó deslizarse por la pendiente; la nieve crujía bajo sus botas a medida que se acercaba. Sus manos desnudas se estaban quedando rígidas por el frío, y se sopló los dedos para calentarlos, por si tenía ocasión de meter la mano en el abrigo y coger el arma. Él había llegado a la lápida. Le oyó manosear el dinero en el sobre.
Serena se preguntó cuál sería el siguiente paso. Trató de oír cualquier pisada que significara que se estaba acercando a ella.
—Nos vemos —dijo él.
Entonces la luz blanca desapareció de encima de sus párpados. Serena abrió los ojos, cegada, sin ver nada más que puntitos de luz. Oyó pasos que se alejaban de ella. Él había echado a correr colina arriba. Cuando por fin pudo ver algo, apenas captó la fugaz visión de una silueta en movimiento, que pronto se fundió en la oscuridad junto con los árboles.
Estaba sola.
Se puso en pie y se sacudió la nieve. Subió hasta la valla junto al camino y la volvió a atravesar. Respiraba hondo y deprisa, con el corazón desbocado, como un purasangre. Nunca se había alegrado tanto de ver el Bronco de Stride.
Cerca de allí, el perro aulló de nuevo. O quizá fuera un lobo que merodeaba por la zona. No pensaba quedarse a averiguarlo.