Capítulo 13

Stride sentía lástima por el tipo de Byte Patrol que estaba sentado frente al ordenador de Silk, la tienda de ropa de Lauren Erickson. La encargada, Sonia Bezac, agitaba sus afiladas uñas cerca de sus ojos, y no se lo habría pensado dos veces antes de clavárselas y arrancarle uno. El informático era tan corpulento que daba la sensación de que la camiseta púrpura fosforescente se hubiera encogido en la lavadora, pero Sonia podría haber ido vestida con ropa de cuero negro y chasquear un látigo.

—Es la tercera vez en un mes que tienes que venir —le espetó—. Siempre me dices que está arreglado y la jodida máquina se vuelve a colgar.

El informático encogió sus fornidos hombros, y su cuello desapareció.

—¿Ha intentado reiniciar?

Sonia hizo un aspaviento. Era alta y extremadamente delgada, tenía la cara alargada, la barbilla prominente y la nariz ligeramente aguileña. Con las manos en la cabeza y su pelo rojo brillando como el sol, parecía a punto de desatar un relámpago.

—¿Reiniciar? ¿Acaso parezco idiota? ¿Te crees que no he apagado y encendido la maldita máquina unas dieciocho veces antes de llamarte?

—Es mi obligación preguntarlo —dijo el hombre.

—Pues no preguntes, sólo apresúrate. Necesito recuperar mis archivos.

Sonia se echó hacia atrás y resopló con fuerza, como si estuviera escupiendo un trozo de bistec cartilaginoso. El técnico le echó una mirada a Stride y le guiñó un ojo.

Sonia se paró en seco al ver a Stride de pie en medio de la tienda, mirándola. Él sabía que estaba fuera de lugar, igual que lo estaría cualquier hombre rodeado de brillantes trajes de noche y vestidos de cóctel. Podía verse reflejado en una docena de espejos. Dudaba del efecto que causaría en él ver a Sonia de nuevo; y no ayudó en nada que de inmediato ella se le acercara, ladeara la cabeza y le besara en los labios.

—Labios suaves —le dijo—. Treinta años después y todavía lo recuerdo.

Había salido con Sonia una sola vez, cuando estaba en el instituto. La muerte de su padre había sumido a Stride en un dolor inconsolable, y Sonia se había propuesto robar la virginidad a tantos chicos como le fuera posible. Se llevó a escondidas una botella de vodka Stoli de casa de sus padres y ambos pasaron tres horas en un aparcamiento cerca de Gooseberry Falls, bebiendo hasta enfermar. Se desnudaron el uno al otro a través de una nebulosa de alcohol, pero terminaron vomitando en el arcén de la carretera antes de poder hacerlo. A ninguno de los dos le habían quedado muchas ganas después de eso.

Un mes más tarde, Stride conoció a Cindy y nunca más volvió a salir con Sonia. A lo largo de tres décadas se había cruzado con ella por la ciudad de vez en cuando. Al final Sonia se casó con un urólogo, Delmar Bezac; Stride recordó que Cindy bromeaba acerca de cuál de los dos habría visto más penes.

—Sólo tengo vagos recuerdos, Sonia —le dijo—. Era una noche fría y vodka caliente… ¿o era una noche cálida y vodka frío?

Sonia se tocó ligeramente la boca, como si con ese gesto quisiera asegurarse de que no tenía el lápiz de labios corrido.

—Seguro que recuerdas algo más que eso.

—Sin comentarios.

—Te hiciste poli. No paro de verte en los periódicos. Ya sabes lo que se dice… los polis están bien armados.

Stride ignoró el comentario.

—Ahora trabajas para Lauren. Estoy sorprendido.

—¿Por? ¿Una puta de lujo y una guarra?

—Yo no he dicho eso.

—No importa, lo estabas pensando. Este lugar sólo le sirve a Lauren para deducir impuestos. Yo llevo la tienda.

—¿Cómo está Delmar? —preguntó Stride—. Tengo entendido que es un genio con el catéter.

Sonia soltó una carcajada.

—Siempre fuiste jodidamente gracioso.

—¿Hablas así a todos los clientes? ¿A las madres de las novias les gusta una dependienta que suelta obscenidades y tiene un genio explosivo?

Sonia se apartó la larga mata de pelo rojo de los ojos.

—Con los clientes me controlo, muchas gracias. Excepto con las chicas jóvenes. Las novias de hoy en día pretenden pasar por niñas buenas ante sus madres, pero te sorprendería oír las historias que me cuentan.

—¿Tienes hijos?

—Dos. Chicos, gracias a Dios. Están en la universidad.

Stride miró a su alrededor y vio los vestidos colgados en los maniquíes de plástico. La propia Sonia llevaba un vestido lila brillante que se adaptaba a su esbelta y bien torneada figura, muy apropiado y elegante para una gala benéfica. El maquillaje disimulaba los signos de la edad alrededor de los ojos y los labios, y con tacones era casi tan alta como Stride. Sonia percibió cómo la miraba y abrió los brazos, en una clara invitación a que siguiera mirándola. El escote dejaba al descubierto sus senos pequeños y pálidos, y Stride pudo recordar con total vivacidad, incluso después de los años transcurridos, la sensación de esos senos bajo el ansioso apretón de sus manos adolescentes. Su piel ya no tenía la tersa frescura de la juventud, pero todavía era atractiva y había suavizado alguna de sus aristas.

—Voy bien vestida, ¿no crees? —preguntó, adivinando la senda de los pensamientos de él—. No está mal para una chica que eligió el mal camino.

—No consigo imaginarte en un sitio así, Sonia.

—¿Lo dices porque todos mis vestidos de baile acababan con manchas de césped?

—Sin comentarios de nuevo.

—Ya que estás aquí, déjame que te enseñe esto.

Sonia enlazó su brazo con el de Stride y le guió por la tienda, lujosamente cubierta con una moqueta azul marino y con hileras de focos que iluminaban los colgadores. Una lámpara de araña pendía del centro del techo. Sonia soltó una lista de nombres de diseñadores italianos de los que Stride nunca había oído hablar y le hizo acariciar tejidos que se deslizaban por su piel como patines sobre hielo fresco. Las manos le quedaron brillantes.

Silk, la tienda de Lauren, se encontraba en la calle Superior, en el corazón de la cuadrícula de calles del centro. Por los alrededores había tiendas de regalos y cafeterías donde se echaban las cartas, establecimientos concebidos para atraer a los turistas que salían de Canal Park y a los estudiantes new age de la universidad. Para los abogados y ejecutivos de los juzgados y los bancos, también había joyerías y agencias financieras. Una tienda de ropa exclusiva en el centro de Duluth dependía de los bailes de instituto y las bodas para subsistir. También era el único lugar de la ciudad donde las pocas mujeres de la clase alta de Duluth y las jóvenes solteras con dinero encontraban marcas que no ofrecieran capuchas con cremallera.

—¿Lauren tiene pensado mantener la tienda cuando se trasladen a vivir a Washington? —preguntó Stride.

Sonia negó con la cabeza.

—Estoy intentando que Delmar me la compre.

—Bien por ti.

—Sí, lo malo es que Lauren trata de timarme con el precio. Esa mujer no tiene sangre en las venas, ¿sabes?

—A mí me lo vas a explicar —replicó Stride.

—Ah, es cierto; lo leí en los periódicos el año pasado. Te la tuvo jurada; tienes suerte de seguir con vida.

Stride sonrió y se abstuvo de contestar.

—Supongo que no has venido aquí sólo para recordar los viejos tiempos —dijo Sonia.

Stride negó con la cabeza.

—Tanjy.

—Claro. Todavía no sé nada.

—Cuéntame algo de ella.

—Probablemente la conoces mejor que yo, con toda esa locura de la falsa violación en noviembre.

—No tengo la sensación de conocerla en absoluto —admitió Stride—. ¿Fuiste tú quien la contrató?

—Sí, era perfecta para la tienda. Tiene esas increíbles facciones de mulata y un ojo magnífico para la moda.

—¿Sabías algo de su vida sexual?

—¿Por qué, porque el sexo es mi especialidad? —Sonia sonrió de tal modo que a Stride se le ocurrió que seguía compitiendo con Delmar por ver quién accedía más veces a las partes privadas de los hombres de Duluth—. No hay nada malo en cometer un pecado de vez en cuando. Tal vez debieras darte una vuelta por el lado salvaje. ¿Alguna vez has hecho algo… extraño?

—¿Qué significa eso? —preguntó él.

—Significa que no todo el mundo se siente satisfecho con hacerlo una vez a la semana en la postura del misionero, ¿sabes? Puede que tenga más de cuarenta, pero sigo siendo tan ardiente como siempre.

—Sólo pensar en eso me da miedo.

—¿Por qué no vamos a cenar y te explico lo que quiero decir?

—Paso —dijo él.

—Qué le vamos a hacer, no puedes culpar a una chica por intentarlo.

—Volvamos a Tanjy —dijo Stride—. ¿Conocías sus fantasías sexuales?

—No; conmigo es muy conservadora, muy cristiana. Quizá tenga una personalidad múltiple, quién sabe. Y que conste que no juzgo lo que haga en la cama. A mí tampoco me gustaría ver mi vida sexual publicada en el periódico.

—Los hombres parecían engancharse a ella.

—Dios, sí. Eso me da un poco de celos. Mira, yo he estado con muchos hombres y ninguno se ha quejado nunca, ¿sabes? Pero lo suyo era como para colgarle una medalla en el coño.

—Muy bonito —dijo Stride.

—Quiero decir que Tanjy jugaba en otra liga.

—Hoy he hablado con Mitchell Brandt —comentó Stride—. Es amigo tuyo, ¿verdad?

—Podríamos llamarlo de ese modo —respondió Sonia con una sonrisita.

—¿Tú presentaste a Tanjy y a Mitch?

—La cosa fue más bien así: Mitch vio a Tanjy en la tienda y yo le guié hasta ella cogido de la polla.

—¿Te habló él de las fantasías de violación mientras salían juntos?

—No me dio los detalles morbosos. Sólo dijo que ella era una fiera en la cama. Me sorprendió bastante.

—Mitch dice que ella le dejó por otro tío.

Sonia sonrió.

—Pobre Mitch. Nunca está solo por mucho tiempo.

—¿Sabías con quién se veía Tanjy?

—No. Era bastante obvio que estaba teniendo un romance, pero lo mantuvo en secreto. Le pregunté por ello varias veces y no conseguí sacarle nada.

—¿Alguna idea de por qué?

—Supongo que él estaba casado.

—¿Eso fue antes o después de denunciar la violación? —preguntó Stride.

—Antes.

—¿Qué pasó después de que ella admitiera que todo era una farsa?

Sonia se acarició la barbilla con las yemas de los dedos mientras pensaba sobre ello.

—Creo que el asunto de la violación acabó con su aventura amorosa. Ya no hubo más comidas secretas. Supongo que el tío se dio cuenta de que se estaba liando con un caso clínico, y probablemente le preocupó que la relación saliera a la luz.

—¿Así que últimamente no se veía con nadie?

—No, que yo sepa.

Stride se sorprendió.

—¿Nunca la viste con nadie en la tienda?

Sonia negó con la cabeza.

—Aquí no entran hombres; sólo algunos maridos que se sientan y leen el Esquire mientras sus mujeres se prueban vestidos. La mayoría no son del tipo que llamaría la atención a alguien como Tanjy.

—¿Nunca mencionó que se sintiera acosada o que la siguieran?

—No conmigo.

—¿Conocías a Eric Sorenson?

Sonia entornó los ojos con mirada desafiante.

—Sí. ¿Por qué?

—¿Alguna vez le viste con Tanjy?

—No.

—¿Podría haber sido él el hombre misterioso de Tanjy, por el que dejó a Mitch Brandt?

—No.

Sonia se subió un tirante del vestido y jugueteó con su pelo.

—Percibo cierto tono de seguridad en tu respuesta.

—Lo habría sabido si se hubiera tratado de él, eso es todo.

—¿Por qué?

Sonia se encogió de hombros y no respondió.

—¿Hasta qué punto conocías a Eric? —preguntó Stride.

—Teníamos trato social.

—¿Te acostabas con él?

—Eso no es asunto tuyo. —Su pelo rojo le cayó por la mejilla—. ¿Qué eres tú, un poli o un maldito reportero cotilla?

—¿Te crees que me gusta hacer estas preguntas?

Sonia se giró y se plantó frente al escaparate. Tenía los brazos cruzados con firmeza sobre el pecho.

—Tú no sabes quién soy, Jon. Apenas me has visto en treinta años, así que ¿cómo te atreves a venir aquí y juzgar mi vida? No sabes nada sobre mí.

—Esto no es personal —le explicó Stride.

—Pues mira por dónde, suena jodidamente personal.

—Yo sólo quiero saber dos cosas: dónde está Tanjy Powell y qué le ha sucedido. Y también, por supuesto, quién mato a Eric Sorenson.

—No tengo nada que decir sobre Eric.

Stride soltó un juramento por lo bajo.

—Entonces háblame de Tanjy —dijo.

Sonia alzó la cabeza para mirarle.

—¿Qué quieres saber de ella?

—Le dijiste a Lauren que se fue de aquí el lunes, antes de su hora de salida.

Ella se atusó el pelo.

—Eso es.

—¿Dijo por qué se iba?

—No.

Intentar hacerla hablar era ahora como sacar gotas de vino de una botella vacía.

—¿Qué ocurrió ese día? —inquirió.

—Hizo una pausa alrededor de las tres. Cuando volvió, estaba disgustada.

—¿Por qué?

—No tengo ni idea.

—¿Te dijo algo?

—No.

Stride se sentía frustrado.

—¿Cuánto tiempo estuvo fuera?

—Media hora, tal vez.

—¿Sabes adónde fue?

Sonia se encogió de hombros.

—Cuando volvió, llevaba una taza de café del local de Katrina, que está al fondo de la calle. El Java Jelly.

—¿Katrina?

—Katrina Kulli. Es la dueña de la cafetería. Habla con ella, no conmigo; quizá sepa qué demonios sucedió.