Una vieja criada mexicana guió a Abel Teitscher hasta el solárium de la parte de atrás de la propiedad de Dan Erickson en London Road. Al entrar, vio preparada una jarra de plata con café, junto con un plato caliente de queso danés y cruasanes. Abel vertió el café torpemente en una taza de porcelana, y sopló para enfriarlo. Se comió un trozo de queso a toda prisa sin usar plato y se limpió los dedos pegajosos con una servilleta de papel, que luego arrugó y se metió en el bolsillo. Se sentía estúpido intentando mantener la taza en equilibrio entre el dedo índice y el pulgar, al tiempo que la notaba temblar como si estuviera a punto de caerse y causar un embarazoso estropicio en el suelo de cerámica blanca.
Abel podía sentir el frío de la superficie que pisaba a través de las suelas de sus desteñidos zapatos de piel. Una pared de cristal dividida con dibujos geométricos se abría a una amplia extensión de césped cubierto de nieve que bajaba hacia el lago. Las mansiones de la línea de la costa eran de estilo antiguo, con puertas de hierro que las aislaban de la calle, bien asentadas en enormes terrenos abiertos, y cuyo valor inmobiliario era prohibitivo. Abel supuso que el terreno en sí valía mucho más que su propia casa. Era el dinero de Lauren, no de Dan.
Percibió un reflejo en las ventanas en forma de rombo y al volverse vio a Dan bajar al solárium desde la casa principal. El procurador del condado había mandado llamar a Abel para que le pusiera al día de la investigación del asesinato de Eric Sorenson.
—Mierda, esto parece un congelador —dijo Dan—. ¿Te va bien el café, Abel? ¿Necesitas algo para entrar en calor?
—Estoy bien.
Dan se sirvió una taza. Llevaba una bata de seda azul marino sobre un pijama blanco y zapatillas de felpa negras. Abel pudo ver unos centímetros de tobillo desnudo. El pelo rubio de Dan, que normalmente estaba bien peinado con un toque de laca, aparecía desordenado y de punta. No se había afeitado, por lo que tenía una sombra amarilla en la parte inferior de la cara.
—Siento haberte hecho esperar —dijo Dan—. Esta noche he estado hablando por teléfono hasta las dos de la madrugada por lo del nuevo trabajo. Me muero de ganas de largarme a Washington. No tengo nada en contra de Duluth, pero nací en Chicago y estaría bien volver a vivir en una ciudad de verdad. Donde la comida china no se limite al menú de mediodía del Palacio del Rollito.
Abel gruñó. Él pedía comida a domicilio en el Palacio del Rollito cada lunes y le parecía condenadamente bueno.
Dan puso un cruasán y dos trozos de queso en un plato.
—Parece que no tienes muchas de ganas de charlar, ¿no? Ésa es la razón por la que la gente cree que eres un cabrón, Abel. Piensa en ello. Estás aún más delgado que la última vez que te vi. No tendrás cáncer o algo así, ¿no?
Abel sintió cómo se le enrojecían las mejillas.
—Corro, ¿de acuerdo? Todo el mundo se esconde a hibernar detrás de esas enormes montañas de grasa, y mientras tanto mi nivel de colesterol es de 171 sin tomar ni un maldito Lipitor.
Dan se rió.
—K-2 tenía razón; te pones como una fiera con este tema.
El tipo estaba buscándole deliberadamente las cosquillas. Abel no iba a echarlo de menos en absoluto. Deseó que Dan fuera a un restaurante chino en Washington y se ahogara con su sofrito de brócoli.
—No pretendo ser impertinente pero ¿qué hago yo aquí? —inquirió Abel con impaciencia—. Normalmente no me llamas hasta que no estamos preparados para arrestar a alguien.
—¿Y qué, lo estamos?
—Ni de lejos. Los forenses no nos dirán nada hasta dentro de una semana.
—Muy bien, cuéntame qué has descubierto desde la última vez que hablamos.
Dan se sentó y dio un mordisco al cuerno de un cruasán.
—He estado investigando la situación económica de Sorenson. Su negocio tenía unos beneficios netos de siete cifras y una sólida liquidez. Su situación en el mercado es buena. No hay litigios en la empresa. Hace dos años que no despide a ningún empleado. No hay nada sospechoso en su vida laboral.
—¿Todo el dinero será ahora para Maggie? —preguntó Dan.
—La mayor parte. He tenido acceso a su testamento; contempla donaciones benéficas y algunos bienes a dos hermanos y algunos sobrinos, en total aproximadamente unos cien mil dólares. El grueso del patrimonio pasa a manos de Maggie.
—Un buen fondo de jubilación para una agente de policía. ¿Y qué hay de la pareja feliz?
—No tan feliz.
—¿Qué dice Maggie de su matrimonio?
—Asegura que todo iba bien, pero miente. Tengo declaraciones sobre peleas y aventuras. Él ya no dormía en su cama. Si quieres saber mi opinión, iban de cabeza al divorcio.
—¿Podemos demostrarlo? —preguntó Dan.
—No en este momento. Sé que Maggie estaba viendo a un psiquiatra, Tony Wells. Sorenson fue a verle la noche que lo asesinaron.
—¿Sabemos por qué?
—Le llamé. Tony dice que no puede hacer ningún comentario a menos que Maggie renuncie al secreto profesional.
—Eso no es muy probable —dijo Dan.
—Tony piensa que Maggie es inocente, por si eso sirve de algo —añadió Abel.
—No sirve para una mierda. ¿Qué hay de las aventuras?
—Su secretaria dice que Sorenson tenía amoríos. Aún no tengo ningún nombre.
—¿Y qué hay de Maggie? ¿También ella tiene alguno?
—He empezado a preguntar por el departamento, pero la gente no quiere hablar de ella.
—¿Está bajo vigilancia?
—Sí, es lo habitual en estos casos. Pero Maggie lo sabe, no es estúpida.
—Mantenla vigilada, de todos modos. Veinticuatro horas al día, siete días a la semana. No quiero que nadie diga que se le ha concedido un trato especial.
—K-2 ya lo ha ordenado.
—Si buscas aventuras, recuerda que ella siempre se ha sentido atraída por Stride —le recordó Dan.
—Todo el mundo sabe que es algo platónico.
—¿Sí? No estés tan seguro.
Abel entornó los ojos.
—¿Es que sabes algo?
—Sólo constato que han pasado la mitad de su vida juntos. Compruébalo.
—Si tú lo dices…
Abel no estaba convencido. No le gustaba Stride y Maggie tampoco le caía demasiado bien, pero eso no significaba que se acostaran juntos. Aunque él mismo también hubiera jurado sobre la Biblia que su mujer le era fiel.
—Así que su marido la engañaba y ahora va a heredar un montón de millones —dijo Dan—. El móvil no será un problema.
—Nada lo es; usó su propia arma y no había nadie en la casa. Lo hizo ella.
—Detecto bastante seguridad en tus palabras. ¿Qué hay de los residuos de arma de fuego?
—Nada por el momento, pero es una poli y sabe cómo burlar esa prueba.
—¿Alguna mancha de sangre en su ropa?
Abel negó con la cabeza.
—Estamos haciendo pruebas, pero yo no vi nada. Sucedió en su casa, pudo lavar la ropa antes de llamarnos. Demonios, podría haberlo matado en pelotas y luego darse una ducha. Ah, y también pedí que le hicieran un análisis de sangre. Estaba bebiendo café, pero olía a alcohol.
—¿Y?
—Su tasa de alcohol en sangre era de 0,7. Incluso si había dejado de beber unas horas antes, es elevado. Debía de estar borracha cuando lo hizo.
—Eso da a Archie Gale vía libre para dejarlo en homicidio sin premeditación.
—Y tal vez tenga razón —dijo Abel—. Hasta ahora no hemos encontrado nada que indique premeditación.
—Claro, el arma bajó las escaleras ella sola, y Maggie la siguió para saber adónde iba —Dan dio un buen mordisco al cruasán y se lamió el queso derretido de los labios, luego añadió—: ¿Y qué hay de la teoría de la conspiración? ¿Ha salido alguien de la cárcel últimamente que quisiera vengarse de Maggie por encerrarlo? A los abogados defensores como Archie Gale les encanta levantar cortinas de humo con mierdas de ese tipo.
Abel soltó una risa.
—No hay nada de eso. Tengo a gente revisando sus antiguos casos, pero hasta ahora los condenados a los que encerró están todavía entre rejas o muertos. No hay muchos casos tan claros como éste. Stride es el único que quiere que esto parezca un misterio, porque no puede aceptar el hecho de que Maggie lo hizo.
Dan se inclinó hacia delante.
—¿Acaso Stride está interfiriendo en la investigación?
—Llegó a la escena del crimen antes que nadie. Eso no me gusta, pero no creo que tocara nada ni que la ayudara a limpiar.
—Si empieza a molestar y a meter las narices, quiero saberlo de inmediato.
—¿Tú personalmente?
—Eso he dicho. Ya sabes que yo no estaba a favor de que volviera. Por lo que a mí respecta, K-2 debería haberte mantenido en el puesto, pero K-2 y Stride son uña y carne. Si Stride hace cualquier cosa que comprometa esta investigación, me ocuparé personalmente de que le den una patada en el culo para alejarlo de su puesto de teniente.
Abel no supo qué responder a eso.
—Yo no lo querría ni aunque K-2 me lo ofreciera, y no lo hará.
—Nunca digas nunca.
A Abel no le gustaba aquel juego. Odiaba convertirse en un títere. Sabía que Stride nunca iba a dejar de estar en la lista negra de Dan por lo de las elecciones, pero si tantas ganas tenía Dan de hundirlo antes de irse de la ciudad, tendría que hacerlo él mismo.
Oyó el sonido amortiguado del móvil de Dan. Éste metió la mano en el bolsillo de su bata y lo cogió.
—Erickson —contestó al teléfono.
Abel observó que Dan movía los ojos con nerviosismo. Luego chasqueó los dedos y señaló la puerta, y Abel se alegró de pillar la indirecta. Hora de irse.
Quienquiera que llamara, le daba malas noticias.
—Hola, Dan. ¿Sabes quién soy?
Hubo un momento de silencio mientras Dan pasaba de una realidad a la siguiente. A todas las víctimas les pasaba lo mismo.
—Sí —respondió Dan con la voz forzada.
—Esta noche es la noche. ¿Serena está preparada?
—Sí.
—Eso está bien. Supongo que sabes que esto es sólo la paga y señal, ¿verdad?
—Eso no fue lo que acordamos.
—Tienes razón, pero he cambiado de opinión. Han pasado muchas cosas esta semana, Dan. ¿Crees que no leo los periódicos? El precio ha subido.
—Eso es inaceptable.
El otro rió entre dientes.
—Me encantan los abogados, siempre negociando. Tienes razón, Dan, ¿por qué no nos olvidamos de ello? Pásale el teléfono al poli que está ahí contigo para que pueda contarle lo que está ocurriendo.
Dejó sufrir un poco a Dan. Los tipos como él eran blancos fáciles: tragarían cristales antes que enfrentarse al escarnio público. O a la cárcel.
—¿En qué has pensado? —preguntó Dan finalmente.
Él sonrió.
—Cerremos la primera entrega y luego me pondré de nuevo en contacto contigo. No me gustaría ver cómo se frustra tu traslado a Washington.
—Dame los detalles —dijo Dan con brusquedad.
—Llama a Serena —le ordenó—. Dile que esté en el cementerio de Park Hill en Vermillion Road esta noche a las diez en punto. Con el dinero.
—¿Por qué allí?
—Digamos que me gusta la idea de estar rodeado de muertos —pensó en el hedor de la crecida de aguas del río en Alabama y añadió—: La verdad, Dan, es que soy un fantasma.