Capítulo 9

Stride encendió un cigarrillo mientras esperaba en el porche del apartamento de Tanjy Powell. Era el primero del día, y ya casi estaba anocheciendo. El viento despeinaba su pelo moreno y ondulado. Echó un vistazo al cielo, que era una mezcla agitada de marrones y azules. Después de unos segundos, se volvió hacia la puerta amarilla y llamó con el puño; luego escuchó con cuidado. Dentro no se oía absolutamente nada.

Según Lauren Erickson, Tanjy no había ido a trabajar desde que salió de la tienda de ropa el lunes por la tarde. Por lo visto, tampoco estaba en casa.

Bajó del porche y observó el viejo edificio Victoriano. Las ventanas tenían los postigos cerrados. Nadie le espiaba. La casa era una reliquia y necesitaba una mano de pintura y un tejado nuevo. Duluth era una ciudad de barrios antiguos y hermosas residencias como aquélla, que reflejaban la riqueza y el esplendor que había tenido la ciudad en su apogeo, cuando la taconita fluía como un río y llenaba las arcas de toda la región norteña. Ahora, ese río era apenas un hilillo de agua, y eso se reflejaba también en las casas. Al contrario que las Ciudades Gemelas del sur, que presumían de sus nuevos suburbios con sus jardines cuidados con esmero, Duluth se había quedado con sus casas viejas y su gloria decadente. Stride lo prefería así. No le importaba que los suelos estuvieran inclinados y las puertas colgaran de los marcos. Odiaba las casas prefabricadas.

Rodeó los cimientos de piedra para dirigirse hacia la parte de atrás y fue a parar a un jardín trasero del tamaño de un sello. La casa daba a un callejón y a los patios traseros de las construcciones de la calle adyacente. Su estado de conservación era pésimo, muchas estaban subdivididas y habían sido reconvertidas en pequeños apartamentos para estudiantes y enfermeras. Una tumbona de verano estaba enterrada bajo la nieve. Una barbacoa de carbón yacía oxidada. Vio huellas de animal que atravesaban el camino. Las dos ventanas de un garaje con espacio para un solo coche estaban rotas. Avanzó con dificultad hacia allí y miró dentro: había trozos de hielo sucio y gris, y ningún coche.

Fue hacia la puerta de atrás, llamó con los nudillos y gritó:

—¡Tanjy!

Empujó con fuerza la puerta con el hombro. Estaba cerrada con llave. Intentó ver algo a través de los postigos blancos, pero los habían cerrado bien.

Miau, oyó a sus pies.

Miró hacia abajo y se encontró con un gato gris de pelo largo y apelmazado por la nieve y la suciedad que se frotaba contra su pierna. Stride se agachó, le rascó la cabeza y fue recompensado con un ronroneo. El gato se paseó por todo el porche trasero y desapareció dentro de la casa a través de una de las ventanas. Stride le siguió mientras se ponía los guantes. Encontró un agujero irregular, lo suficientemente grande para introducir la mano y abrir la ventana. La empujó y consiguió meterse por el marco. Se encontró en un vestíbulo oscuro y estrecho que llevaba a la cocina. Había dos cuencos para el gato en el suelo junto a la pared, ambos vacíos.

—¡Policía! —gritó—. ¿Hay alguien ahí?

No hubo respuesta.

El aire del apartamento estaba viciado, como si llevara cerrado muchos días. Stride comprobó la cocina y no olió restos de comida. El fregadero estaba vacío. Volvió sobre sus pasos y siguió por el vestíbulo hasta la sala de estar, donde se encontró con una cruz de más de medio metro colgada en una pared blanca. Bajo la cruz vio montones de partituras de música cristiana sobre un desvencijado piano vertical.

También vio una fotografía de Tanjy con sus padres sobre una mesita auxiliar de metal marrón y cristal. Éstos habían muerto el invierno anterior en el puente Bong a Wisconsin, cuando un velo de niebla cayó inesperadamente sobre el arco provocando un choque en cadena. Stride cogió el marco y miró la foto. Tanjy tendría veintitantos años, casi treinta, llevaba el pelo largo y negro y estaba delgada. Su padre era blanco, y su madre negra, y los rasgos de color café de Tanjy estaban perfectamente proporcionados. Sus cejas finas y angulosas la hacían parecer malvada. Al sonreír se le formaban hoyuelos en las mejillas, y el brillo de sus ojos marrones hizo pensar a Stride que se estaba riendo de un chiste que sólo ella conocía. Los hombres reaccionaban ante ella como si fuera una especie de enigma erótico que desearan descifrar. Cuando acudió por vez primera a la oficina central, Stride observó que los oficiales del departamento de detectives se ponían tan nerviosos como adolescentes tartamudos.

Tanjy le contó una historia terrible: la habían secuestrado en la rampa de un garaje de la calle Michigan un viernes por la noche a principios de noviembre. El hombre le vendó los ojos y la amordazó, la ató con firmeza y la llevó al Grassy Point Park, una zona verde pequeña y desierta que se adentraba en la bahía de Saint Louis. El parque estaba a la sombra del arco del puente Bong, donde habían muerto sus padres. El hombre la había atado de pies y manos a la valla que separaba el parque de las vías del tren del puerto. Cuando le quitó la venda, ella pudo ver los trenes cubiertos de grafitos y las negras montañas de carbón. Le cortó la ropa hasta dejarla desnuda y congelada, suspendida sobre la valla, y la violó por detrás. Cuando terminó, la dejó allí junto con el coche. Ella dijo que todo estaba planeado: que él tenía otro vehículo esperándole en el parque, aunque no había podido verlo, como tampoco pudo describir al violador. Al final mordió la cinta adhesiva y consiguió liberarse.

Tanjy dijo que había ocurrido el miércoles por la noche. Era viernes cuando acudió a Stride para denunciar la violación. Iba arreglada e impecablemente vestida. No lloró ni alzó la voz ni mostró ninguna emoción mientras describía lo ocurrido. Rechazó someterse a una exploración física y les dijo que ya había ido a una clínica por su cuenta. Era como si el ataque le hubiera ocurrido a otra persona.

Si Stride se hubiera presentado entonces en casa de Tanjy, habría visto los iconos religiosos y habría reconocido la imaginería de la crucifixión en la imagen de Tanjy atada a la valla. Eso le habría dado la primera pista de que algo iba mal.

La violación de Tanjy fue noticia de primera plana en los medios de comunicación de Duluth. Las violaciones no eran algo habitual y aterrorizaban a la ciudad. Dos días después, sin embargo, el diario publicó una entrevista con un joven corredor de bolsa llamado Mitchell Brandt, un antiguo novio de Tanjy que describió la obsesión de ésta por las violaciones, con detalles explícitos y morbosos: el modo en que ella simulaba que él la estaba violando siempre que se acostaban; que se masturbaba cada día en la ducha fantaseando con que la violaban, y que colgaba relatos y poesías eróticos en internet con historias de abusos sexuales en manos de desconocidos.

Con el transcurso de los días, Tanjy se convirtió en una paria y la historia se propagó a nivel nacional. Se convirtió en blanco de las bromas de Jay Leno, el Saturday Night Live, los canales de noticias por cable, los vídeos de YouTube y docenas de bloggers. La ciudad dejó de apoyarla. Una semana más tarde, Tanjy se encontró a Stride en una cafetería y admitió lo que él ya sospechaba: que se había inventado toda la historia. Nunca hubo violación; fue una fantasía.

Stride quiso presentar cargos contra ella por presentar una denuncia falsa ante la policía, pero la presión de K-2 le hizo desestimar la idea y la historia desapareció de los titulares. Tanjy se hundió.

Stride la llamó unas semanas después. Aún estaba enfadado con ella, pero también le preocupaba que sufriera una crisis a raíz del aluvión de críticas por parte de los medios de comunicación. Tanjy le agradeció la llamada con su voz sedosa, aunque rechazó la ayuda de Stride. De algún modo él se alegró de ello, pero no descubrió nada nuevo con llamarla: estaba tan tranquila y fría como de costumbre. El mismo enigma erótico de siempre.

Y ahora había desaparecido.

En su apartamento no había nada fuera de lugar. No había pruebas de violencia ni de altercados. En lo primero que pensó fue en el suicidio, así que abrió bien los ojos por si veía una nota; pero si Tanjy se había largado, no había dejado ningún mensaje. Tampoco se había llevado muchas cosas: su ropa estaba cuidadosamente colgada en el armario y en el tocador de su habitación. La maleta también estaba allí, pero no encontró ningún monedero ni cartera ni llaves.

Stride se sentó en el borde de la enorme cama, cubierta por un edredón rojo y cojines con flecos a juego. Examinó los libros de las estanterías que había junto a la cama: textos religiosos, un montón de novelas románticas, libros de cocina vegetariana y ensayos de psicología sobre las violaciones. Y por supuesto, El código Da Vinci. La cama resultaba cursi y conservadora, con otra imagen de Jesús colgada sobre la cabecera. Se imaginó a Tanjy sumergida en sus fantasías sobre violaciones bajo la cruz. Quizás en eso residía parte de la gracia: una mezcla prohibida de sacrificio y sacrilegio.

Buscó en su escritorio una agenda, convencional o electrónica, pero no encontró ninguna de las dos cosas. La mesa estaba limpia y ordenada, con una carpeta de papel de manila para las facturas, otra púrpura de Byte Patrol con instrucciones para el ordenador portátil, una pila de estuches de software y una colección de revistas de moda, como Elle o Vogue. Aquello encajaba con ella: Tanjy trabajaba en una tienda de ropa cara, y tenía el mismo aspecto que muchas de las modelos de las revistas.

Stride encendió la lamparita de mesa y cogió un pequeño taco de papel de notas por ver si encontraba indicios de cualquier cosa que Tanjy hubiera escrito. Consiguió descifrar un número de teléfono, pero cuando lo marcó en su móvil, se encontró hablando con la tienda local de Whole Foods.

Puso en marcha el ordenador portátil. Tanjy no utilizaba el Outlook para el correo electrónico, lo cual quería decir que probablemente tenía cuenta en un servicio por internet; aquello dificultaría el acceso a sus mensajes. No había ninguna cita señalada en el calendario. Comprobó su carpeta de Favoritos en internet y negó con la cabeza al encontrarse con una combinación de páginas cristianas y de pornografía dura, entre ellas direcciones sobre violaciones con imágenes brutales y perturbadoras de mujeres atadas y humilladas.

Al echar un vistazo a los documentos recientes, hizo clic en el primero, un documento de Word titulado ISLA. El texto apareció en la pantalla.

Los nativos ataron a Ellen, con los brazos y las piernas extendidos, a unas estacas clavadas en el barro. Uno por uno, se turnaron para violarla con sus lenguas perforadas. Ella les suplicó que parasen:

—¡No, no! —gritó—. No podéis hacer esto.

Pero no escucharon sus súplicas desesperadas. A su pesar, sintió que el más intenso de los orgasmos manaba de ella.

Stride cerró el archivo y comprobó los demás documentos, todos de un estilo semejante. Se preguntó de nuevo cómo conciliar la tranquila y callada chica que había ido a la comisaría con las explícitas fantasías de sumisión que poblaban su mente.

Apagó el ordenador: allí no había nada que pudiera darle una pista de los motivos de la desaparición de Tanjy… si en efecto había desaparecido. No era extraño que alguien se metiera en el coche y sencillamente se largara. Había gente que tomaba esa decisión, y en algunos casos elegían no volver.

Stride notó que la casa se combaba y oyó un golpe en algún lugar de la parte de atrás del apartamento. Se puso en pie y se dirigió lentamente hacia la puerta del dormitorio. Escuchó. Se oían unas pisadas cautelosas cerca de la ventana por la que él había entrado.

—¡Eh, tú! —gritó una joven voz masculina—. ¿Qué ocurre? Sé que estás ahí.

Stride salió al recibidor y vio a un joven de veintitantos años blandiendo nerviosamente un palo de golf como si fuera un arma.

Al verle, el chico casi pegó un salto.

—¡He llamado a la policía! ¡Estarán aquí en cualquier momento!

—Ya están aquí —le dijo Stride mientras le mostraba la placa—. ¿Quién eres?

—Oh, mierda, lo siento.

Llevaba unos pantalones grises de deporte, una camisa de franela por fuera, enormes botas desatadas y un voluminoso gorro de piel levantado por delante y con orejeras que le colgaban a ambos lados de la cabeza, parecía un sabueso.

«Vivo en la tierra de los sombreros estúpidos», pensó Stride.

—¿Cómo te llamas? —repitió Stride.

—Lo siento. Soy Duke, Duke Andrews.

Incluso el nombre parecía de perro.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Duke se subió las gafas de montura oscura, que le habían resbalado por la nariz. Llevaba una escasa perilla en la barbilla y tenía una ristra de granos en las mejillas que semejaban la Osa Mayor.

—Vivo en la casa de al lado. Mi habitación da al patio. Le he visto entrar y he pensado que podía ser un ladrón.

—Te voy a dar un consejo, Duke, no trates de enfrentarte tú solo a un ladrón. Deja que se encarguen los polis.

—Sí, sí, es verdad. Supongo que ha sido una estupidez.

Duke se estiró los pelos de su protuberante barbilla.

—Frente a una pistola, un palo de golf no te serviría de mucho, ¿no te parece?

—Ni siquiera juego al golf, tío. Qué gilipollez, ¿eh?

—¿Sabes quién vive aquí? —preguntó Stride.

Duke asintió ansiosamente mientras se mordía una uña.

—Oh, sí, claro, esa chica que salió en las noticias, ya sabe, la de la violación, Tanjy. Parece un diminutivo de mandarina[6]. Un nombre extraño.

—¿La has visto últimamente?

—No desde hace un par de días.

—¿Recuerdas exactamente cuándo fue la última vez?

Duke no tuvo ni que pensarlo.

—El lunes por la noche. La vi salir con el coche alrededor de las diez.

—Parece que la vigilas de cerca.

—¿Qué?

Duke estaba nervioso y agitaba los pies. Stride era más alto, y el chico pareció menguar de tamaño cuando el otro se le acercó.

—¿Qué crees que encontraría si fuéramos ahora a tu casa? ¿Un telescopio enfocado a la habitación de Tanjy? Son mejores que los prismáticos para espiar, ¿verdad? Te dejan las manos libres.

—Eh, ¿qué está diciendo? Nada de eso.

Duke miraba la puerta como si quisiera precipitarse y huir a través de ella.

—Escúchame, coge tu telescopio y que a partir de ahora enfoque a las estrellas, ¿me has entendido? No quiero tener que denunciarte por fisgón. Pero en este momento necesito saber qué clase de cosas has visto en la habitación de Tanjy.

Una pequeña sonrisa de excitación afloró a los labios de Duke, que se tiró de los pantalones.

—Oh, tío, es brutal. No lo creerías.

—Inténtalo.

—Esa chica es mejor que una estrella del porno. Siempre duerme en pelotas y se corre cada noche. Debería vender entradas, tío, me daría para pagar el alquiler.

—¿Qué me dices de las visitas?

—Nadie en la habitación, no desde que la miro.

—¿Y cuánto hace de eso? —preguntó Stride.

—Me mudé a mi apartamento a principios de diciembre. No tardé mucho en darme cuenta de que el lugar tenía unas vistas magníficas.

—¿Tienes alguna idea de adónde se fue el lunes?

Duke se quitó el gorro y se rascó la cabeza. Su pelo negro estaba despeinado.

—Ni idea. Yo sólo la miro. No la conozco.

—¿Estaba sola?

—¿Cuando se fue? Sí.

—¿La has visto alguna vez con alguien?

—¿Quiere decir con algún tío? Sí, había uno en Navidades. Les pude ver hablando en el porche trasero, y últimamente le he visto algunas veces por aquí. Supongo que será su nuevo novio. Un tipo con suerte, ¿eh? Esperaba pillar un poco de acción, pero deben de hacerlo en casa de él.

—¿Qué aspecto tiene?

—Imponente, incluso más alto que usted. La clase de tío con el que esperas que salga una chica así. Ésas no se fijan en los tipos como yo, estropearían su herencia genética. Aunque algunas de estas modelos se han casado con auténticos adefesios, ¿lo sabía? Eso me da esperanzas, aunque lo siento por sus hijos, parece que siempre salen a la mitad mala.

—Cuéntame más del tipo que viste.

Stride tenía un mal presentimiento.

—No hay mucho que contar —replicó Duke—. Muchos músculos, ropa elegante… Ah, sí, y el pelo largo; largo y rubio. Más largo que la mayoría de las chicas.

—¿Y ése es el tipo al que viste con Tanjy?

—Ése es el tipo.

Stride sintió deseos de maldecir en voz alta. Duke acababa de describir al marido de Maggie, Eric.