Abel Teitscher llegó a casa a primera hora de la tarde del jueves, después de pasar diez horas supervisando la escena del asesinato de Eric Sorenson. Vertió unos copos de comida en la gran pecera de su comedor, hogar de un surtido multicolor de chiribicos, peces globo, mandarines psicodélicos, tetra y gobios. En las raras tardes en las que no trabajaba, se servía una copa de coñac, apagaba las luces y se sentaba en silencio a mirar a sus peces mientras éstos nadaban por el acuario iluminado. Abel se sentía más cómodo con los peces que con las personas.
Vivía solo en una modesta casa de la calle Nueve, en el centro de la ciudad. Había estado casado veintisiete años, hasta que un martes por la tarde llegó a casa de improviso y se encontró a su mujer, de cincuenta y dos, haciéndole un favor al hijo de los vecinos, un joven en paro de veinticuatro años. Veía demasiado Mujeres desesperadas. Seis meses después se divorciaron y ahora ella vivía de alquiler en un apartamento de Minneapolis. Lo único bueno de su matrimonio era su hija, Anne, pero se encontraba lejos, haciendo un curso de posgrado en San Diego. Estudiaba biología marina, y Abel se atribuía felizmente el mérito por los años que ella había pasado, de niña, sentada con él frente a la pecera.
Unos años atrás, pasarse una noche entera trabajando como tuvo que hacer con el asesinato de Sorenson habría hecho que se resintiera durante días, pero ahora estaba en mejor forma de lo que se había sentido en décadas. Desde el divorcio, había empezado a correr: en la estación cálida recorría los senderos de la Universidad de Maryland, y en invierno usaba una cinta que tenía en la habitación. Había perdido quince kilos y ahora se entrenaba para el maratón. En la oficina central le decían que estaba demacrado y esquelético, lo cual le ponía furioso, pues nadie parecía apreciar su esfuerzo para modelar el cuerpo.
Abel se tumbó en el sofá junto a la pecera y durmió media hora, lo suficiente para despejarse. Después corrió una hora en la cinta; el runrún del motor y el ruido de sus pasos le ayudaban a aclararse las ideas. Stride le había acusado de no ver el caso con perspectiva, pero eso era una gilipollez: Abel dedicaba mucho tiempo a pensar cuando afrontaba una nueva investigación. La diferencia era que Stride trataba de pasar por encima de los hechos para meterse en la cabeza de la víctima y en la del asesino. Para Abel, tener perspectiva no consistía sino en unir las piezas del rompecabezas a partir de lo que encontraba. Pruebas y testigos. Cosas que pudiera tocar, ver y oler.
La perspectiva general, en este caso, le llevaba en una única dirección: Maggie. Sabía que el hecho de que no hubiera ninguna prueba de la presencia de una tercera persona en la casa no quería decir que no hubiese estado allí; pero también sabía que la respuesta más lógica y obvia a un crimen era normalmente la correcta. Había que dejar a un lado las teorías conspirativas, eso era para los abogados defensores. Oswald mató a Kennedy. Solo. Había que aceptarlo.
Abel estaba preparado para superar cualquier obstáculo. No tenía nada contra Maggie y no sentía ningún deseo de endosarle el crimen; pero el sentido común le decía que era ella quien, casi con toda seguridad, había apretado el gatillo. Porque así era en el 99% de los casos.
Como Nicole. Con ella, Abel había aprendido que todo el mundo es capaz de cualquier cosa, incluso un buen policía. Él se había negado a creer que su compañera fuera capaz de cometer un asesinato, así que ignoró las pruebas a pesar de que éstas iban acumulándose. Nicole era psicológicamente frágil; acababa de regresar de una baja por matar a un hombre mentalmente perturbado en el puente Blatnik. El marido de Nicole tenía una aventura y ella había amenazado con usar la violencia si no le ponía fin. Se encontraron dos cabellos de Nicole en el apartamento donde aparecieron su marido y su novia, desnudos y asesinados a tiros con la pistola del marido. Era prueba más que suficiente para condenarla.
Cuando el jurado la declaró culpable, Abel aceptó finalmente el hecho de que Nicole había hecho lo que cualquier otro sospechoso: mentirle para salvar el pellejo. Stride tendría que aprender la misma lección.
Seguramente, éste pensaba que Abel estaba resentido porque lo habían echado. Era innegable que le había molestado dejar su cargo de teniente, pero para ser sincero no lo echaba de menos. K-2 tenía razón: Abel odiaba supervisar a la gente y adjudicar misiones. No estaba preparado para perder el tiempo motivando a los policías, un colectivo, por otro lado, muy difícil de motivar. Odiaban a la administración por sistema; el papeleo y los trámites coartaban su libertad de movimientos, y se les cuestionaba cada vez que tenían que emitir un juicio rápido. Abel sabía todo eso. Él también era así, pero tenía malas pulgas y su propia forma de llevar los asuntos, y si iba a ser el jefe, tendrían que hacer las cosas a su manera. Pero nadie le había hecho caso.
Estaba más contento sin esos dolores de cabeza. Lo único que le molestaba era la devoción que los demás policías sentían por Stride… y que a él a duras penas le toleraran. Sabía que era una persona difícil, y además un solitario. Era arisco y cerrado, pero nadie se esforzaba con él como lo hacían con Stride.
Stride era humano; cometía errores. En este caso en concreto los estaba cometiendo, sencillamente porque no podía concebir la traición. Nunca había sorprendido a su mujer en la posición de la vaquera invertida con un hombre al que doblaba la edad. Demonios, Abel ni siquiera conocía el nombre de la postura hasta que su abogado se lo explicó en los trámites del divorcio. Estaba claro que su mujer nunca la había practicado con él mientras estuvieron casados.
Cuando sorprendió a su mujer en la cama con otro hombre, Abel entendió cómo una persona normal y corriente podía atravesar el límite. Igual que Nicole. Igual que Maggie. Había apuntado a ambos con su pistola y estaba dispuesto a disparar; lo único que les salvó fue que, en el silencio expectante en el que sus miradas se cruzaron, Abel pudo oír el gorgoteo de la pecera del comedor. Había algo en ese sonido que lo tranquilizaba. Perder a sus peces habría sido peor que perder a su mujer, así que guardó el arma y se buscó un abogado.
Maggie debería haber tenido peces.
Abel se afeitó y se duchó después de correr, y se puso colonia en la cara. Ésa era otra de las cosas por las que los polis le tomaban el pelo: decían que olía como un gigoló recién aseado. Como si eso fuera un crimen. Se puso un viejo traje marrón y se metió en su gabardina. No era lo suficientemente cálida para febrero, pero desde que había empezado a correr con regularidad, cada vez le importaba menos el frío.
Hora de saltar obstáculos.
Empezó por la oficina de Eric. Era el dueño de MedalSports, una firma con sede en un complejo industrial gris y monótono en una calle cercana al aeropuerto, además de poseer otras empresas que producían suministros médicos, componentes aeronáuticos, equipamiento náutico y comida congelada. Pequeños aviones sobrevolaban por encima de su cabeza cuando Abel entró en el aparcamiento. El edificio de una planta, pintado de color marrón chocolate, tenía varias zonas de carga donde los camiones de distribución permanecían apostados contra las plataformas. El aparcamiento estaba a rebosar.
Encontró una puerta de cristal que llevaba a las oficinas del edificio. La recepcionista estaba hablando por teléfono en español. Debía de tener veintitantos años y llevaba el pelo corto, con unos graciosos rizos que le caían sobre la frente. Su rostro ovalado era muy expresivo, y su sonrisa efervescente aparecía y desaparecía como la luz de una bombilla. Pese a que no sabía español, Abel creyó adivinar que estaba hablando de la muerte de Eric, pues las emociones se sucedían sobre su rostro como el ciclo de las estaciones. Primero, una brillante sonrisa, y luego el destello de unas lágrimas que se enjugó. En la oficina hacía frío y la chica llevaba puesto un grueso chaleco rojo sobre una camiseta naranja. Le ofreció una sonrisa triste, tapó el auricular con la mano y le dijo en inglés que lo atendería en un momento. Abel sintió la calidez de sus suaves ojos castaños cuando ella le miró; le recordó su soledad y que su hija se encontraba lejos.
La diminuta sala de espera era funcional, con un sofá barato de rota, una cafetera blanca que descansaba sobre un archivador junto a un montón de tazas de plástico y una mesa de centro barnizada con algunas revistas deportivas. Podía oír el ruido de la fábrica a través de la puerta que comunicaba con el taller.
Examinó las fotografías enmarcadas que colgaban de la pared y mostraban a Eric en los Juegos Olímpicos quince años atrás, con su bañador Speedo y una medalla de bronce alrededor del cuello. Era un hombre físicamente imponente, de casi dos metros de altura, de pecho musculoso y lampiño y con el cabello tan rubio que casi parecía blanco. Las demás fotografías eran más recientes y mostraban a Eric con una serie de medallistas de los Juegos de Invierno, desde patinadores hasta esquiadores de eslalon, pasando por equipos de bobsleigh. Todos vestidos con equipamiento de MedalSports. Abel reparó en la buena forma en que se había mantenido Eric, que se había dejado crecer el pelo y llevaba la melena peinada hacia atrás.
—Era muy guapo —dijo la telefonista mientras colgaba el auricular—. Lo vi en los Juegos Olímpicos de Barcelona cuando era una niña. Mis padres me llevaron; vivíamos en Sevilla.
Abel soltó un gruñido.
—No es usted periodista, ¿verdad? —le preguntó ella.
Hablaba inglés con acento pero se la entendía bien.
Abel negó con la cabeza y se presentó. La recepcionista le dijo que se llamaba Noemí Alba.
Noemí se inclinó sobre el mostrador.
—¿Es cierto lo que han dicho por la televisión, que su mujer le disparó? Es muy triste.
—Aún estamos tratando de averiguar lo sucedido —contestó Abel—. Necesito que me responda a algunas preguntas.
—Claro, por supuesto.
—¿Cuánto hace que trabaja para el señor Sorenson?
—Casi cinco años. Lo conocí en Barcelona cuando vino a la fiesta de aniversario en honor de los atletas olímpicos. El COI me designó coordinadora local del evento. Le conté las ganas que tenía de trabajar en Estados Unidos y él me dijo que necesitaba a alguien en la oficina. Fue el destino —rió, y luego añadió—: Aunque claro, yo procedo de un clima cálido, así que llegar aquí a Duluth fue todo un impacto.
Abel reparó en una fotografía de Noemí y Eric que colgaba de la pared detrás de ella, tomada obviamente frente al Estadio Olímpico. La presencia de Eric empequeñecía a la joven española, cuyos hombros rodeaba con un brazo. Abel también vio una foto más pequeña encima del escritorio, tomada en lo que parecía un pequeño jardín de una casa española. Noemí aparecía más joven, con el rostro sonriente y radiante mientras le daba un cacahuete a un enorme loro verde que descansaba sobre su hombro.
—Menudo pájaro —comentó Abel.
Noemí cogió la foto enmarcada. Su sonrisa tímida y alegre hizo que Abel pensara de nuevo en su hija.
—¡Ése es Wyki! Crecí con él; es como mi hermano. He intentado conseguir el permiso para traérmelo, pero aún está en Sevilla, con mis padres. Los loros viven mucho tiempo, así que cuando vuelva a casa Wyki estará esperándome.
«Los loros viven más que mucha gente», pensó Abel.
—¿Le gusta estar aquí?
Noemí se encogió de hombros.
—Sí, pero echo de menos a mi familia, y también mi país.
—¿Se quedará ahora que el señor Sorenson ha muerto?
—No creo. Es como una señal, ha llegado el momento de volver a casa.
—¿Cómo era el señor Sorenson? —le preguntó Abel.
—¡Oh, encantador, encantador! Nos trataba como si fuéramos de la familia.
Abel suspiró; todo el mundo se convertía en un santo después de que lo asesinaran.
—Eso me suena demasiado perfecto. Y nadie es perfecto.
—Bueno, pues lo siento, pero aquí todos le queríamos.
Ella alzó un poco el tono de voz, poniéndose a la defensiva.
—¿Y qué me dice del negocio? ¿Qué tal va?
—Oh, estupendamente bien. El señor Sorenson nos dio un extra en Navidad; no era tacaño.
Abel asintió.
—El sector industrial es duro…, mucha competencia. Y mano de obra barata y extranjera, ¿verdad? Ese tipo de cosas…
—No, no —contestó Noemí, sacudiendo la cabeza—. MedalSports elabora su mercancía para un público muy especializado. Todo está hecho a mano; sólo vendemos a los atletas olímpicos, a nadie más.
—¿Es eso suficiente para la supervivencia del negocio? —inquirió Abel en tono dubitativo—. Sólo se celebran unos Juegos Olímpicos de invierno cada cuatro años.
—Sí; sí, es verdad; pero entrenan constantemente. Además, los atletas participan también en campeonatos nacionales e internacionales. Adaptamos todos nuestros artículos a cada persona.
—¿Era el señor Sorenson el único propietario?
—Sí, fundó el negocio después de participar él mismo en unos Juegos Olímpicos. Fue medalla de bronce en estilo mariposa, ¿sabe? Yo estaba allí cuando nadó.
—¿Tenía muchas deudas?
—No lo creo.
—Necesito los nombres del contable y el abogado del señor Sorenson, ¿los tiene?
Noemí asintió.
—Sí, claro.
Se los escribió en un papel y Abel se metió la información en el bolsillo.
—Ha llegado muy deprisa a la conclusión de que lo mató su esposa, ¿por qué?
—Sólo repito lo que dicen en la tele. Yo no sé nada.
Abel frunció el ceño.
—¿Cómo voy a resolver este caso si usted esconde trapos sucios? Nunca he conocido a una secretaria que no sepa si su jefe tiene problemas con su mujer.
—Si quiere enterarse de los cotilleos, pregúntele a otro —replicó ella. Tenía las mejillas encendidas—. Por lo que a mí respecta, creo en la honestidad y la claridad.
—No es un cotilleo. Han asesinado a su jefe.
Noemí dejó caer el labio inferior.
—De acuerdo, el señor Sorenson y su mujer tenían problemas —confesó—. Les oí discutir mucho.
—¿Cuándo fue eso?
—En noviembre fue lo peor.
—¿Sobre qué discutían?
Noemí lanzó una mirada a la puerta de la oficina, como si Eric pudiera entrar y reñirla por contarle su vida a un desconocido.
—No lo sé.
—Vamos, estas paredes no son precisamente gruesas.
—Tenía que ver con el sexo —le confió, y su voz bajó de volumen al decir «sexo».
—¿Cómo lo sabe?
—La señora Sorenson gritó algo a través de la puerta.
—¿Qué fue?
Noemí soltó una risita y Abel se dio cuenta de que su amplia sonrisa era contagiosa. Se tomó su tiempo para reproducir bien las palabras.
—La señora Sorenson le llamó «pene inútil de cabeza amarilla».
Abel también intentó no reírse.
—¿Qué más dijo?
—No oí nada más.
—¿Cree que él quería divorciarse de su mujer?
—Oh, no, no —insistió Noemí—. Él la quería, de verdad.
—Que la quisiera no significa que le fuera fiel, ¿verdad?
Noemí jugueteó con sus uñas.
—Yo no me enteraba de esas cosas.
—Usted organizaba su agenda y contestaba a sus llamadas. Tenía que saber si él estaba teniendo una aventura.
Ella negó con la cabeza.
—No, no lo sé.
—¿Y usted? ¿Cuál era su relación con el señor Sorenson?
Ella entornó los ojos.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir si había algún tipo de relación personal entre ustedes. ¿Esperaba él algún favor como contrapartida por haberla traído a Estados Unidos?
Abel pensó que Noemí saltaría furiosa de la silla y le daría un bofetón.
—¡No! Me trajo aquí para ayudarme, eso es todo. No hay nada más. Me contrató porque conozco bien las Olimpiadas gracias a mi trabajo en Barcelona.
—Usted misma ha dicho que era muy guapo. Los hombres guapos atraen a las mujeres.
—Eso es cierto —dijo Noemí con cautela—. Antes de casarse, le vi con varias mujeres muy glamurosas. Algunas eran modelos.
—¿Y después de casarse?
Noemí hizo una mueca, como si aquello no fuera asunto de nadie.
—A un hombre así le persiguen las mujeres.
—¿Quién? Quiero nombres.
—No lo sé. El señor Sorenson no me hubiera contado algo así.
—Me da la sensación de que me está ocultando algo, Noemí.
—No, no. El señor Sorenson era discreto.
Abel suspiró.
—¿Venía alguna otra mujer a verle a la oficina?
Noemí dudó.
—A veces.
—¿Quién?
—Hay una mujer que viene cada pocas semanas. Alta, con el pelo rojo. Es mayor, debe de tener unos cuarenta años. Su actitud era muy… amistosa, el uno con el otro.
—¿Nunca le preguntó quién era?
—Bueno, una vez ella vino y el señor Sorenson estaba al teléfono. Cuando le pregunté su nombre me contestó: «Dile que es la chica alfa». A ella le pareció divertido.
—Y eso ¿qué demonios significa?
—No lo sé.
—¿Había más mujeres?
Noemí pareció muy preocupada.
—Sí.
—¿Su mujer lo sabía?
—No lo sé. El señor Sorenson viajaba mucho, y a veces su mujer llamaba y preguntaba dónde estaba. Y con quién.
—¿Hizo algún viaje personal últimamente?
Noemí asintió.
—Sí. Estuvo en Saint Paul el fin de semana.
—¿Haciendo qué?
—No me lo dijo. Le hice una reserva en el hotel Saint Paul. Estuvo fuera todo el fin de semana y volvió el lunes por la tarde. Estaba alterado.
—¿Por qué?
—No lo sé. Habló de una obra de teatro que había visto en el Ordway, pero aparte de eso, no me contó nada del viaje.
—¿Qué pasó después de que regresara el lunes?
—No se quedó mucho tiempo en la oficina. Luego estuvo aquí el jueves y el viernes, pero tuvo la puerta cerrada casi todo el día.
—¿Habló ayer con su mujer?
—No lo sé.
—¿Qué hay de su agenda? ¿Qué citas tenía?
—No tenía ninguna reunión durante el día, pero me pidió que organizara una cita ayer por la noche.
—¿Tenía una cita con alguien ayer por la noche? ¿Fuera del horario laboral?
Noemí asintió.
—¿Era una mujer?
—No, era un doctor de la cabeza, ya sabe, un psiquiatra. Su nombre es Tony Wells.
—¿Tony? —preguntó Abel, sorprendido.
—Sí, eso es.
Abel conocía a Tony Wells. Era el principal elaborador de perfiles en los casos de crímenes sexuales con que contaba el departamento. También hacía terapia postraumática para muchos de los policías y las víctimas de crímenes de la zona.
—¿El señor Sorenson estaba viendo a Tony con carácter profesional? —preguntó Abel.
—Oh, no. El señor Sorenson no necesitaba a nadie así, era sólido como una roca. Era su mujer. El señor Sorenson me explicó que llevaba unos meses viendo a un doctor de la cabeza.