Sabía que ella podía percibir cómo la vigilaba, del mismo modo que un antílope siente a un tigre acechando, camuflado entre los arbustos, invisible y mortal.
Cuando alzó los prismáticos, el cuerpo de ella llenó la imagen y fue como si estuviera a su lado, respirando en su nuca. Mientras la miraba, ella se estremeció. Giró la cabeza en su dirección y, a través de los prismáticos, sintió un escalofrío de placer cuando sus miradas se encontraron. Su pene empezó a agitarse dentro de los pantalones, abriéndose camino hacia abajo, cada vez más hinchado y duro.
—¡Oh, joder! —murmuró, saboreando el estremecimiento.
Era una sensación especialmente dulce, después de diez años viendo cómo su virilidad se atrofiaba. Los celadores se habían reído de él diciendo que la prisión le marchitaría como a un bacalao seco, y tenían razón. Cuantos más años pasaba entre rejas, más se le encogía la polla. No se le levantaba con nada. Se había masturbado en la celda por las noches, pero al cabo de un tiempo apenas podía conseguir que se le pusiera dura. Escupía encima y se la frotaba con jabón, pero ella se quedaba yaciendo allí, tan diminuta que su enorme mano apenas podía separarla de la ingle.
Pero había vuelto a ponérsele dura la noche de la granja abandonada en Alabama, durante el huracán. Al ver cómo la agente se ahogaba en el sótano, le había salido sangre entre las piernas. Una erección espontánea, llena de vigor.
Habían transcurrido cuatro meses desde que el helicóptero de la Guardia Nacional le rescató del tejado de la granja. Se había puesto la ropa que encontró en la habitación del piso de arriba, cortó a tiras el uniforme de preso y dejó que el agua se lo llevara junto con otros escombros. Cuando amainó la tormenta, las tierras alrededor de la granja se habían convertido en un lago. El coche patrulla había desaparecido, así como el cuerpo de Deet. Era un hombre cualquiera, atrapado y al que no habían evacuado a tiempo.
Le llevaron a un refugio en Birmigham junto con centenares de evacuados, pero esa misma noche se escapó, robó un coche y se dirigió hacia el norte. No quería arriesgarse a que lo encontraran, o a que las autoridades de Holman dedujeran que no era un refugiado. Al final, sus precauciones resultaron innecesarias. Consiguió un ordenador portátil y navegó por internet gracias al wi-fi mientras huía del sur. Unos días después, encontró un artículo publicado en un periódico de Montgomery que hablaba de su caso. El coche patrulla había sido encontrado doblado sobre un árbol a unos quince kilómetros de la granja, y el cuerpo sin cabeza de Deet había aparecido a unos ocho kilómetros en otra dirección. Se presumía que las tres personas que viajaban en el coche habían fallecido, víctimas de la tormenta.
Era un don nadie. Sin identidad y sin pasado.
Podía ir a cualquier sitio, pero antes tenía que hacer algo con la rabia que le oprimía el pecho. Necesitaba una compensación por aquellos diez años perdidos.
—Me sientes, ¿verdad? —susurró—. Sabes que estoy aquí.
Había estado elaborando sus planes para Serena desde que llegó a Duluth. Observándola. Siguiéndola. Podría haberla atrapado en cualquier momento, pero quería prolongar la experiencia. Todo cazador sabe que no hay que romperle el cuello al animal capturado de inmediato. Una vez lo tienes en tus manos, juegas un rato con él.
Por el momento, tenía otras presas. Gente como Dan, Mitch, Tanjy. Y las chicas alfa. Gente con secretos sucios que trataban de ocultar desesperadamente.
Recordaba al pequeño maricón de Colman, que le había hablado del arte del chantaje. Si descubres lo que oculta la gente, tienes campo abierto para hacer lo que quieras con ellos sin temer a que se atrevan a enfrentarse a ti. Pero el peligro de agitar una colmena es que las abejas pueden acabar picándote. El juego podría haberse eternizado, pero había sucedido algo inesperado, como una cabeza de pez emergiendo entre las olas, y le había obligado a acelerar sus planes.
Un asesinato. Eso lo cambiaba todo.
Así que ahora finalmente era el turno de Serena. La hora de apretar la soga alrededor de su cuello.
A través de los prismáticos, la vio encogerse de hombros y bajar los escalones de la plaza del ayuntamiento hacia el coche. Sabía lo que le estaba pasando por la cabeza: se estaba diciendo a sí misma que el miedo que extendía sus tentáculos por su columna vertebral no era más que un producto de su imaginación. Estaba equivocada. Antes de terminar con ella, haría que le suplicara que la matase.