Capítulo 5

Serena subió los escalones de los juzgados del condado para su reunión con Dan Erickson, y se sintió atenazada de nuevo por una sensación extraña y recurrente durante las últimas semanas. El desasosiego se apoderó de ella, y se detuvo en seco. La sensación parpadeaba en la mañana gris como una luz de neón en su cabeza, iluminando una y otra vez la misma palabra: «Peligro».

Se quedó en lo alto de la escalera del jardín dando la espalda a los juzgados y escrutó las idas y venidas en la plaza del ayuntamiento. A su espalda se alzaba la estatua de un centurión con una mirada glacial, custodiando los tres edificios históricos que rodeaban la plaza. El ayuntamiento, donde trabajaba Jonny, quedaba a su izquierda. El edificio del gobierno federal se hallaba justo enfrente, a su derecha. Los tres inmuebles eran austeros monumentos de los años veinte, construidos con bloques de granito color arena. Los coches estaban aparcados en la nieve enfangada que había alrededor de la calzada circular, y la gente se apresuraba por la acera protegiéndose del frío, enfundada en sus abrigos de invierno. Nadie la miraba. Examinó las ventanas de los edificios vecinos una a una y luego inspeccionó la calle, mirando los coches uno tras otro.

Una unidad móvil de televisión con antena parabólica en el techo. Una furgoneta púrpura de una tienda de reparación de ordenadores. Un camión de envíos de Twin Ports Catering. Un coche de policía.

Nada fuera de lo normal.

Serena se sobrepuso a su sensación y le echó la culpa al desapacible mes de enero. No era al frío a lo que más le costaba adaptarse en Duluth, sino a la mortal palidez que cubría la ciudad en aquella estación del año. Pasaban días, a veces incluso semanas, con la misma masa de nubes grises sobre ellos. El invierno era como un crepúsculo largo y sombrío, lleno de caras lúgubres y cielos amenazantes. Era entonces cuando sentía una punzada de nostalgia por el desierto, con su sol y su energía.

Pero salvo eso, le gustaba el lugar.

Su antiguo hogar era insulso comparado con aquel paisaje siempre cambiante. El verano en Duluth había sido fresco y espléndido. El otoño, con su paleta de rojos y amarillos extendiéndose kilómetros a la redonda sobre los árboles, había despertado en ella una tristeza extraña y reconfortante cuando paseaba a través de una lluvia de hojas. Incluso el invierno era hermoso, con un halo espiritual flotando sobre la severidad del frío y las nubes que la hacían encerrarse en sí misma.

Le gustaba destacar en la ciudad. Era alta y atlética, con una abundante cabellera negra como el ébano. En Las Vegas la confundían continuamente con una bailarina de striptease, pero esa ciudad estaba llena de bellezas esculturales. En Duluth no ocurría lo mismo. Le gustaba ser objeto de las miradas, ver cómo los hombres se derretían. Eso reforzaba su sensación de poder y le infundía la confianza necesaria para afrontar el reto de construirse una nueva vida, en un lugar nuevo.

También le gustaba el efecto que Duluth ejercía sobre Jonny. Aquí estaba en casa, en un lugar frío, a la sombra del lago. Serena sentía que su amor por él se había afianzado y madurado en el curso del último año, a medida que lo había ido conociendo más íntimamente. Su atracción había sido física, eléctrica al principio, pero al convivir con él había aprendido a respetar su dignidad y humanidad. También le excitaba que él la considerase una de las detectives más perspicaces que había conocido nunca.

Pero no lograba librarse de la sensación de inquietud que le atenazaba las entrañas en aquel momento. La sensación de que unos ojos la estaban mirando a través de un microscopio.

«Peligro».

Había aprendido a hacer caso a su intuición. Cuando vivía en Las Vegas recordaba haber tenido la misma sensación durante unas semanas: sentía que algo iba mal, que estaba compartiendo su vida con un acosador secreto. Más tarde descubrió que un criminal sexual llamado Tommy Luck la había estado espiando todo ese tiempo, y se libró por los pelos.

«Eso fue entonces —pensó—. Ahora es ahora». Tommy pertenecía al pasado, y ella lo había dejado atrás.

Quizás era simplemente que no podía huir tan deprisa de sus demonios. Todavía la asediaban los recuerdos de su adolescencia en Phoenix, antes de irse a Las Vegas. Su madre se había convertido en una adicta a la cocaína y empezó a vivir con un sádico traficante llamado Blue Dog, que usaba a Serena como su puta particular. Había luchado mucho contra la indefensión de aquellos tiempos, y todavía veía a un psiquiatra una vez al mes para superar el trauma. Si bien aquello había terminado, sólo hacía falta una extraña e inconexa sensación de peligro para despertar otra vez a la niña asustada.

«Ya no tengo quince años», se dijo a sí misma.

Serena avanzó por el parque hacia los juzgados y cogió los viejos ascensores hasta el piso superior, donde Dan Erickson tenía su despacho de procurador del condado, con vistas al lago. Dio su nombre a la recepcionista, colgó el abrigo y se sentó en el sofá color almendra. Serena llevaba pantalones de sport negros, tacones, una blusa color burdeos y un chaleco con botones dorados. Era un conjunto clásico, pero no ocultaba su figura. Había notado la mirada de reojo de la recepcionista y se preguntó si la chica la habría puesto en la larga lista de conquistas de Dan.

La puerta interior del despacho de Dan se abrió.

Una mujer de unos cuarenta años apareció en la entrada y sonrió a la recepcionista sin apenas mover un músculo. Llevaba el pelo teñido de color trigo y pulcramente recogido detrás de la cabeza, aunque unos mechones quedaban sueltos y le rozaban suavemente la frente. Era pequeña y elegantemente delgada, y exhalaba un aire de autoridad que no tenía nada que envidiar a una monja católica. Llevaba un bolso Coach colgado del hombro, una falda gris marengo a la altura de la rodilla y una chaqueta color marfil. De sus orejas colgaban unas cadenitas de oro con una perla que tintineaba, y otra a juego brillaba discretamente en el hueco de su clavícula. Al posar sus ojos azules como un lago sobre Serena, sus cejas se arquearon en dos colinas perfectamente simétricas. Avanzó hacia ella y ladeó la cabeza.

—¿Es usted Serena Dial? —preguntó.

—Así es.

La mujer miró a Serena de arriba abajo.

—Bueno, bien por Stride. No me habían dicho que era usted una criatura tan espléndida.

—¿Y usted es…?

—Lauren Erickson. La mujer de Dan.

—Oh, claro, por supuesto. Lo siento, nunca nos habíamos visto.

Ahora Serena la reconoció. Lauren Erickson solía aparecer en los periódicos, que se hacían eco de sus continuos enfrentamientos con el ayuntamiento por cuestiones de urbanismo que afectaban a sus propiedades inmobiliarias. Raramente perdía, y a ello contribuía el hecho de tener el poder del procurador del estado a sus espaldas y dinero suficiente con que untar a quien hiciera falta. Ella era el banquero y el cerebro que había detrás de la carrera de Dan.

—Es usted de Las Vegas, ¿verdad? —preguntó Lauren.

—Sí.

Lauren chascó la lengua como si Las Vegas estuviera en un sistema solar distinto.

—Duluth debe de ser decepcionante para usted. No hay imitadores de Elvis ni bailarinas en top-less.

Serena se levantó. Era casi treinta centímetros más alta que Lauren, y la pequeña boca de ésta se frunció con disgusto al tener que alzar la barbilla para mirarla.

—Siempre he sido una fan del museo Liberace[5] —replicó Serena, sonriendo.

La recepcionista esbozó una sonrisita, que Lauren silenció con una mirada iracunda mientras se agarraba a su caro bolso sobre el hombro.

—Todo el mundo habla del asesinato de Eric —comentó Lauren—. He cogido un vuelo desde Washington esta mañana temprano y Dan me ha llamado al aeropuerto para contármelo. —Lauren se inclinó hacia delante y susurró—. Por supuesto, siempre pensé que un día Maggie le volaría la cabeza.

—¿Por qué dice eso?

—Ésta es una ciudad pequeña. La gente habla.

—¿Y qué dice?

—Oh, vamos, las dos conocemos la fama de Eric.

—Como la de muchos otros hombres —la cortó Serena. «Como la de Dan».

—Quizá, pero verá, tengo una tienda de ropa y mi encargada dice que Eric era un cliente habitual.

—¿Y?

—Y no toda la ropa que compraba era de la talla pequeña —dijo, con un guiño—. Usted ya me entiende.

Serena no contestó.

—¿Qué negocios tiene con Dan? —preguntó Lauren, dedicándole a Serena una sonrisa glacial.

—Aún no lo sé.

—Muy discreta, pero puede contármelo. Dan y yo no tenemos secretos.

—Estoy segura de ello, pero lo cierto es que todavía no sé qué quiere.

Lauren hizo una pausa para estudiar el rostro de Serena y aparentemente decidió que decía la verdad. Ésta sospechó que Dan ya se lo había explicado a su mujer y que el interés de Lauren se limitaba a tantear para ver si le había dicho lo mismo a Serena.

—Por cierto, voy de camino a ver a Stride —continuó Lauren.

—Ah, ¿sí?

—Sí, por un asunto relacionado con una de mis empleadas. Ha desaparecido.

—Lo siento.

—Bueno, quizá no sea nada, pero es una chica un poco inestable.

Serena no contestó.

—La dejo con Dan —se despidió Lauren, y añadió con una sonrisa gélida—: Es casi como un intercambio de parejas, ¿no?

—¿Disculpe?

—Yo con su novio, usted con mi marido. Eso les gusta mucho en Las Vegas, ¿verdad?

—No a mí —dijo Serena.

—Me alegra oírlo —le contestó Lauren—. A mí tampoco.

Lauren ya se había marchado cuando Dan invitó a Serena a entrar en su despacho. Ésta se preguntó cuánto tardaría él en tocarla: tres segundos. Mientras la guiaba hacia el sofá de cuero rojo junto a la ventana, le puso la mano en el hombro y la dejó allí más de lo necesario.

—Siento haberte hecho esperar —se disculpó—. Ha sido un día de locos. Todo el mundo llamando.

—Eso es bueno.

—¿Quieres café? —preguntó él. Serena negó con la cabeza—. Yo soy adicto —dijo Dan—. Dos cafeteras al día.

Se sirvió una taza y se sentó incómodamente cerca de ella en el sofá. Serena se apartó, poniendo distancia entre ambos. Él advirtió su maniobra y sonrió. Serena no creía haber visto nunca unos dientes tan blancos, y supuso que Dan Erickson se aplicaba un tratamiento cada noche para mantenerlos brillantes.

Dan era uno de esos hombres que resultaba exactamente tan atractivo como creía ser. Serena podía oler su ego rezumando de él como si fuera colonia. Tenía el pelo rubio y profusamente engominado para que no se le moviera ni un solo mechón, así como una tez perfecta que lucía un bronceado artificial. El pelo le clareaba sobre la frente, y Serena se lo imaginó untándose crecepelo para reparar los estragos de la calvicie. Llevaba un impecable traje azul marino, un Rolex de oro y una gruesa alianza de casado. No era muy alto, no más de metro ochenta, pero Serena no tenía ninguna duda de que las mujeres lo encontraban atractivo. Durante años había visto a muchos tipos calcados a él en Las Vegas. Un depredador, como un halcón. Ególatra. Un adicto al sexo.

—¿Cómo se encuentra Stride? —se interesó Dan—. Debe de estar preocupado por lo de Maggie.

—Por supuesto.

—Casi todo el mundo cree que lo hizo ella.

—Te estás precipitando un poco, ¿no crees?

Dan se encogió de hombros.

—He hablado con Teitscher. No pinta nada bien.

—Stride está absolutamente convencido de su inocencia —le informó Serena.

—¿Qué va a decir? Stride no puede ser objetivo con Maggie.

—¿Y puedes serlo tú? —le preguntó Serena—. Sé que mantuvisteis una relación hace unos años.

—O sea que acaso la conozca mejor que Stride. Cuando nuestra aventuró terminó, vi cuál era su verdadero carácter.

Serena frunció el ceño.

—Quizá deberíamos hablar del motivo de mi presencia aquí.

—Completamente de acuerdo. —Dan se levantó y cruzó la mullida moqueta gris. Se aseguró de que la puerta estuviera cerrada, apoyó la espalda en ella y examinó a Serena—. Antes de empezar, es fundamental que Stride no sepa nada. Esto no es asunto de la policía y no puedo permitir que lo sea.

Serena asintió.

—Sin ánimo de ofender, si es tan importante que Jonny no se entere, ¿por qué me contratas a mí?

—Todo el mundo me ha dicho que eres buena —dijo Dan.

—Lo soy, pero hay otros aquí que también lo son, y que además resulta que no se acuestan con un hombre al que odias.

Dan volvió al sofá y se sentó de nuevo, más cerca incluso que antes.

—¿Crees que odio a Stride?

—¿No es así?

—Stride y yo hemos tenido nuestras diferencias a lo largo de los años, pero eso es agua pasada. Ahora tengo intereses más importantes.

—Vale —aceptó Serena, aunque no parecía convencida.

—¿Cuál es tu tarifa por hora? —preguntó Dan.

Ella le dio una cifra.

—Te pagaré eso más el veinte por ciento.

Las alarmas se encendieron en la cabeza de Serena.

—¿Por qué ibas a hacer tal cosa?

Dan se reclinó entre los pliegues de cuero del sofá y asió la taza de café con ambas manos.

—Porque el trabajo podría implicar algún riesgo.

—Y eso ¿qué quiere decir?

—Ésa es otra de las razones por las que valoro tu experiencia como policía. Estás acostumbrada a enfrentarte a situaciones peligrosas.

—Antes déjame oír lo que tienes que decir —le dijo Serena.

Dan asintió.

—Me están chantajeando.

—En ese caso deberías llamar a la policía.

—Ni hablar —replicó él, sacudiendo la cabeza—. No puedo arriesgarme a que la información salga a la luz.

—Que alguien chantajee al procurador del condado es un asunto serio y lo sabes. Deberías estar hablando con Stride.

—Quizá, sin embargo esa opción queda fuera de toda discusión en este caso.

—¿Qué tiene contra ti? —preguntó ella.

—No necesitas saberlo.

—Eso va a dificultar mi tarea —dijo Serena—. No me gusta trabajar a ciegas.

—Digamos que un asunto sexual, ¿de acuerdo?

A Serena le vino a la cabeza la pregunta de Maggie: «¿Alguna vez habéis hecho algo… extraño?».

—¿Una aventura?

—Ya no eres una detective, así que déjate de interrogatorios. No importa lo que hiciera; basta con que sepas que fui un estúpido y que no debería haberlo hecho.

—¿Lauren lo sabe?

Dan resopló.

—No, y no le digas ni una palabra, ¿de acuerdo?

—¿Qué excusa le has dado para contratarme?

—Le dije que era un tema político. Asuntos turbios. Se lo ha tragado.

—Supongo que quieres que descubra quién es el chantajista.

Se preguntaba si Dan fantaseaba con que ella pegara a alguien por él.

—No, no me importa. No quiero saberlo. Sólo quiero que esto se acabe, y necesito que seas mi intermediaria. Ese hombre ya me ha dado un precio y tengo el dinero aquí, en efectivo.

Dan sacó un grueso sobre del bolsillo del traje y lo depositó sobre la mesita de café enfrente del sofá.

—Me llamará en cualquier momento durante los próximos dos días para comunicarme dónde se efectuará la entrega —continuó Dan—. Quiero que hagas el pago por mí.

—¿Y por qué no lo haces tú mismo?

—¿Y arriesgarme a que se presenten los periodistas con las cámaras? No, gracias. Quiero tenerlo todo controlado. Sólo tú. Nadie más.

—Estamos hablando de un chantajista, no se contentará con el primer pago. Volverá por más.

—Asumiré el riesgo.

Serena suspiró.

—No es necesario que te diga que todo esto es una mala idea…

—Buena o mala idea, voy a pagarte un montón de dinero para que lo hagas por mí.

—Sabes que para un investigador privado no existe el secreto profesional. Si al final se entera la policía, tendré que contarles lo que sé.

—Razón de más para no querer que la policía se entere.

A Serena no le gustaba la idea. Algo le olía mal.

—¿Tienes alguna idea de quién puede ser el chantajista?

—No. Sólo es una voz en el teléfono.

—¿Cómo ha conseguido la información que tiene de ti?

—Eso tampoco lo sé. Tengo algunas sospechas, pero eso ahora no importa.

—¿Estás seguro de que no es un farol? —preguntó Serena.

—Me dijo algunas cosas por teléfono. No es un farol.

Serena vaciló. Una parte de ella quería decirle a Dan que se olvidara, pero no podía resistirse a la descarga de adrenalina. Era el tipo de trabajo de calle que había deseado como investigadora privada. Algo que la hiciera sentirse de nuevo como una policía. Y además estaba el dinero.

—La tarifa más el treinta por ciento —dijo Serena.

—¿Quién es el chantajista ahora? —preguntó Dan; luego sonrió, puso una mano sobre la rodilla de ella y le dio un apretón.

—¿Eso es un sí?

—De acuerdo.

—Bien. —Serena le apartó la mano de su rodilla y le retorció la muñeca hasta que la sonrisa de él se desvaneció—. Una cosa más —le dijo sin levantar la voz—: Tócame otra vez y te partiré los dedos como si fueran los témpanos de hielo de mi tejado.

Luego le soltó.

—Stride no debe de poder contigo —dijo Dan, masajeándose para aliviar el dolor.

—Llámame cuando sepas algo del lugar de entrega —dijo Serena.

Agarró el sobre con el dinero, se lo metió en el bolsillo y salió del despacho.

Una vez abajo volvió a detenerse en el parque, cerca de la estatua del centurión. Algo en esos vacíos ojos de granito la turbaba, y sintió la opresión de las nubes grises que cubrían el cielo. Se repitió que no era nada, pero al cabo de un momento la sensación regresó.

La misma sensación que llevaba semanas persiguiéndola.

Alguien la estaba observando.