Capítulo 4

Stride y Serena vivían en una zona de Duluth conocida como Park Point, un estrecho brazo de tierra que separaba las agitadas aguas del lago Superior de los puertos donde los gigantescos mercantes embarcaban y desembarcaban cargamentos de carbón, taconita y cereales. Vivían al lado del lago, a unos pasos de la playa.

Stride llegó a casa antes del amanecer del jueves por la mañana y, en la ventosa oscuridad, el rugido de las olas le pareció un ejército invasor al otro lado de la duna. Subió la cuesta por el sendero cubierto de nieve que pasaba por detrás de su casita de 1890 hasta la orilla, donde se encontró cara a cara con las turbulentas olas que rompían sobre la arena. En aquel momento no había mucha playa a la vista, apenas una sábana de hielo gris que se extendía sobre la arena como el entarimado de un paseo marítimo. Había troncos desperdigados por la orilla, traídos por la corriente tras flotar durante meses con las olas.

En lo alto de la pendiente, el centeno salvaje formaba un muro ondulante de color caoba. La nieve y la arena mojada se mezclaban a sus pies, como una nube derretida sobre un helado de chocolate. Stride aspiró el aire frío y limpio. Hacia el oeste podía ver las luces de Duluth, focos en la niebla escalando nítidamente la colina desde el lago. A su derecha, la península del Point se extendía más de un kilómetro, y en la orilla opuesta, la luz del faro extendía su arco desde Wisconsin. Pronto amanecería, pero las nubes que se cernían sobre la ciudad eran tan densas que se imponía un acto de fe para creer que el sol todavía calentaba en lo alto.

No había podido evitar un sentimiento de pérdida y soledad cuando llegó aquí. Toda la gente importante de su pasado hacía tiempo que ya no estaba. Él había crecido en la orilla norte, y en el curso de su vida había perdido a sus padres y luego a la que había sido su mujer durante veinte años. Nunca se había arrepentido de no tener hijos con Cindy mientras ésta aún vivía, pero en ocasiones lamentaba que lo único que le quedara de ella fueran recuerdos que iban perdiendo su intensidad. Mientras observaba la furia de las olas, pensó también en su padre, que había fallecido en el lago cuando él era un adolescente. A menudo imaginaba su barco carguero, abriéndose paso a través de las frías y profundas ondulaciones, invisible desde tierra. Uno nunca sabía cuándo se levantaría una ola solitaria y se llevaría a alguien consigo. Jamás recuperaron su cuerpo.

Stride se preguntaba si era cierto que uno no puede regresar a su hogar. Porque eso era lo que estaba tratando de hacer. Durante años había vivido en el Point con Cindy, pero se había mudado tras su segundo matrimonio, y siempre se arrepintió de esa decisión. Aquel matrimonio duró tan sólo tres años y había sido un error desde el principio, cosa que descubrió al conocer a Serena y enamorarse de ella. Cuando el año pasado Serena volvió a Duluth con él desde Las Vegas, compraron una casa en el Point, y ahora se encontraba de vuelta en el lugar donde había pasado la mayor parte de su vida. Se sentía renovado, pero su única preocupación era pasarse demasiado tiempo viviendo en el pasado.

Oyó el crujido de la nieve tras él y al volverse vio a Serena ascendiendo la cuesta. Llevaba el pelo suelto y despeinado. Tenía una gracia y una belleza especiales incluso con el cuerpo embutido en un abrigo pesado y las piernas enterradas en la nieve hasta las rodillas. Se reunió con él sin decir nada y ambos se quedaron mirando el lago, sintiendo cómo la suave brisa de la mañana se abría camino bajo su piel. Serena tenía la cara roja por el frío. No llevaba maquillaje.

—Sé que no quieres oír esto —le dijo Serena con suavidad—, pero Maggie podría haberlo hecho.

La cara de Stride se transformó en una máscara, y pateó la arena mojada con las botas.

—De ningún modo.

—No digo que lo hiciera, pero este último año ha sido para ella una montaña rusa de emociones. Sabes que todo el mundo tiene un límite.

—Sí, pero ella dice que es inocente.

—¿Qué piensa Abel?

—¿Teitscher? Ya le ha dibujado una diana en el pecho. Y me preocupa lo que pueda encontrar cuando empiece a escarbar.

—¿Como qué?

—Creo que Maggie y Eric tenían serios problemas.

Serena no se mostró sorprendida.

—Ha tenido tres abortos en dieciocho meses, Jonny. ¿No crees que eso es motivo suficiente para causar estragos en tu estado emocional?

—Sí, lo sé, pero si había problemas en su matrimonio, eso le da un móvil. Sobre todo por el dinero de Eric —añadió—. Abel también piensa que Maggie oculta algo, y creo que tiene razón.

—¿Sabes de qué se trata?

—No.

Serena entrelazó su brazo con el de él.

—Hace un par de meses Maggie me preguntó algo. No sé si tendrá importancia.

—Dime.

Ella dudó:

—¿De veras quieres saberlo? No pretendo que te sientas en la obligación de irle con esto a Teitscher. Estamos forzando un poco «la caja».

Stride hizo una mueca. Sabía instintivamente que hablar del caso de Maggie en medio de la noche significaba adentrarse en un terreno éticamente poco claro, además sin disponer de mapa. Estaba a punto de tensar sus principios como una goma elástica, y se preguntaba cuándo se partirían.

—Me preguntó si tú y yo, habíamos hecho alguna vez algo extraño.

Él arqueó una ceja.

—Sexualmente —aclaró Serena.

—¿Le hablaste de la manguera del jardín?

Serena le dio un bofetón.

—Hablo en serio. Parecía como si Eric la estuviera forzando a hacer algo raro.

—¿Como qué?

Serena se encogió de hombros.

—No me lo dijo.

Stride le dio vueltas al asunto pero no contestó. Le desagradaba el rumbo que estaba tomando la conversación.

—Pero, oficialmente, tú no sabes nada de esto, ¿vale? —repitió Serena—. Maggie no quería que te lo contara.

Él asintió.

—Podrías ayudarla, Serena. Va a necesitar a alguien que investigue su versión de los hechos, y no puedo ser yo. No puedo darle ningún trato de favor.

—Haré lo que pueda.

Serena no se había incorporado al cuerpo de policía de Duluth. Stride supervisaba a todos los detectives de la ciudad, y entre los abogados de recursos humanos el nepotismo no estaba muy bien visto. A cambio, ella había obtenido la licencia estatal como investigadora privada y así empezó a buscar trabajo. Hasta ahora, la mayoría de sus proyectos la obligaban a abrirse camino a través de actas de balances y asistir a convenciones industriales con el fin de conseguir información de la competencia para nuevos empresarios ubicados en Duluth. Stride sabía que su trabajo la aburría y hacía que se sintiera inquieta. En su corazón, seguía siendo una policía y echaba de menos la calle.

—Hoy tengo una reunión con un nuevo cliente —dijo Serena.

—¿Ah, sí?

—Dan Erickson quiere contratarme.

—¿Dan? —replicó Stride—. ¿Qué demonios quiere de ti?

Serena enarcó las cejas ofendida.

—¿Perdona?

—Ya sabes lo que quiero decir.

—Dice que mi pasado como policía es un mérito añadido —le informó Serena.

—Si no fuera porque vives conmigo. Eso sería un gran handicap para Dan.

Dan Erickson, el procurador del condado y fiscal jefe de la región, culpaba a Stride de su caída en las encuestas por una chapuza de juicio que le había costado la elección como fiscal general del estado. Ahora, en el universo político de Minnesota se le consideraba material defectuoso, y era un secreto a voces su patente disgusto por tener que pudrirse en los bosques del norte de Duluth, razón por la que andaba buscando la forma de largarse.

—Quizá deberías replanteártelo, Serena —le sugirió.

—No puedo negarme. Es una gran oportunidad para mí.

Stride captó la terca resolución en su voz y supo que ya había tomado una decisión.

—No puedes confiar en él.

Serena se encogió de hombros.

—Dan puede abrirme puertas en todo el estado —y añadió—: Además, no me fío de ninguno de mis clientes.

—¿Sabes qué es lo que quiere? —preguntó Stride.

—No, no me lo diría por teléfono. Me pidió que no te dijera nada.

—Pero tú me lo has contado igualmente.

—Está en la caja.

Se habían roto la cabeza para encontrar una forma de vivir con los secretos que tenían que compartir, de modo que éstos no supusieran un problema personal ni profesional para ambos. La realidad era que se necesitaban el uno al otro. Stride quería conocer su opinión sobre las investigaciones porque era una de las detectives con más experiencia de la ciudad; pero su contribución tenía que ser confidencial. A su vez, Serena quería conocer la opinión de Stride acerca de su trabajo, sin temer que la información que compartiera terminara en un expediente policial. Así que inventaron la caja: cuando querían compartir información en privado, ésta estaba en la caja.

—Intentará ligar contigo.

—Intenta ligar con todas.

—Ése es Dan.

—¿Por qué lo aguanta Lauren? Ella es la que tiene el dinero.

—Lo de Dan y Lauren tiene que ver con el poder, no con el sexo. Si a Lauren le importaran las aventuras de Dan, le habría echado hace mucho tiempo.

—Hablas como todo un hombre —dijo Serena—. Así pues, ¿qué crees tú que quiere Dan?

—Probablemente, que eches basura sobre algún adversario político.

—Sí, yo también lo he pensado. La legislatura empieza dentro de poco.

—Sólo asegúrate de que no te deje con el culo al aire —le previno Stride—. Para Dan, todo el mundo es prescindible. Sé de lo que hablo.

—Puedo cuidar de mí misma.

Serena cerró los ojos y alzó la barbilla para que el viento helado le soplara en la cara. Cuando hacía eso, era inútil discutir con ella.

Stride sabía que había sobrevivido mucho tiempo sola y estaba totalmente decidida a apañársela sin su ayuda. Él no se molestaba en advertirle que Duluth, a su modo, podía ser tan intenso y cruel como Las Vegas. Sólo tenía que mirar la gran extensión del lago para recordar que un individuo por sí solo era un ser insignificante en aquella parte del mundo. No importaba lo fuerte que fuera; había cosas allí que lo eran más.