Capítulo 3

Stride estaba fuera, sentado en su Ford Bronco, observando la investigación del escenario del crimen que se desarrollaba a su alrededor. Tenía la ventanilla bajada, y se estaba fumando un cigarrillo. Se permitía uno al día, a veces dos. Aquél era el tercero. La nieve seguía cayendo, pegándose como una sábana mojada al parabrisas y metiéndose en el todoterreno. Los copos helados aterrizaban en sus mejillas como picadas de mosquito.

No le gustaba verse al margen de la actividad policial, pero ya había decidido autorrecusarse. Cuando algunos agentes se le acercaron en demanda de instrucciones, él se encogió de hombros y los mandó al interior de la casa de Maggie, con Abel Teitscher. A ninguno le gustó enterarse de que Teitscher estaba a cargo del caso. A ninguno, incluido Stride.

Su móvil sonó. A veces le parecía que podía tomar el pulso a su vida fijándose en la melodía de su móvil. Durante una temporada había usado Restless de Sara Evans como tono. Por entonces estaba lejos de Duluth, en una breve y extraña estancia en Las Vegas. Ahora había vuelto a casa, pero aun así no lograba relajarse, no importaba dónde estuviera, y no sabía por qué. Así que se puso I’m in a hurry[3] de Alabama en el teléfono. Como decía la canción, todo lo que tenía que hacer con su vida era vivir y morir.

Era Serena quien llamaba. Serena y Stride compartían casa y cama, pero pasaban tanto tiempo con Maggie que a veces parecían un trío.

—¿Cómo está? —preguntó Serena.

—Oculta algo —dijo Stride.

—No creerás que lo ha hecho ella, ¿verdad?

—No, pero no está siendo sincera. Esto la va a perjudicar.

—¿Quién lleva la investigación?

—He hablado con K-2 —dijo Stride, usando el apodo con el que se conocía en el departamento al inspector jefe Kyle Kinnick—. Se lo ha dado a Teitscher.

—Mierda.

—Sí, yo no le hubiera elegido.

—¿Puedes ayudarla?

—No mucho. Estoy entre la espada y la pared.

—Yo no —dijo Serena.

—Eso es cierto, puedes hacer lo que quieras.

—Mantenme informada.

Stride cortó la comunicación.

La vida le había concedido una segunda oportunidad tras la muerte de su primera esposa, Cindy, cinco años atrás. Serena era una antigua detective de homicidios de Las Vegas; ambos habían trabajado en un caso cuyas vinculaciones se extendían a ambas ciudades y habían terminado siendo amantes[4]. Cuando el caso se resolvió, de una forma terrible, él se fue con Serena a Las Vegas, pero unos pocos meses fueron suficientes para evidenciar que Stride se sentía como un pez fuera del agua. A la primera oportunidad que se le presentó de volver a trabajar en Duluth, aceptó la oferta y le pidió a Serena que le acompañara. Ella no le prometió nada ni le dio ninguna garantía; le preocupaba sentirse tan fuera de lugar como Stride en Las Vegas. Pese a todo, hacía ya más de un año que estaba allí con él.

Stride miró los escalones de piedra que llevaban a la puerta de casa de Maggie y vio acercarse a Abel Teitscher. Curiosamente, era a él a quien tenía que agradecer la oportunidad de volver a Duluth. Cuando Stride se fue de la ciudad, Teitscher había solicitado y conseguido el puesto de teniente supervisor del departamento de detectives. Era un investigador sólido, obstinado y concienzudo cuyo pelo había encanecido debido al trabajo. Tenía cincuenta y cinco años, casi diez más que Stride, pero era un testarudo solitario sin ninguna dote de liderazgo. Los detectives del cuerpo estuvieron a punto de rebelarse tras unos meses con Teitscher en el cargo, y K-2 se vio obligado a revocar su ascenso. Luego aprovechó la oportunidad para hacer que Stride regresara de Las Vegas a dirigir de nuevo la brigada.

Teitscher aún no se lo había perdonado.

El viejo detective se dirigió al asiento del copiloto del Bronco de Stride y metió dentro sus largas piernas sin que nadie se lo pidiera. Se miraron uno al otro con cortesía forzada.

—Hola, Abel —dijo Stride.

Teitscher asintió con la cabeza.

—Teniente.

Teitscher llevaba su edad dibujada en la cara. Era alto y delgado, con la piel blanca y una telaraña de arrugas esculpida en sus mejillas. Su pelo gris cortado al modo militar se adecuaba perfectamente a su bigote estilo Hitler. Era un corredor obsesivo, sin un gramo de grasa en el cuerpo, pero había terminado por parecer esquelético y enfermo: se le marcaban los huesos en las mejillas y tenía una mandíbula prominente.

—¿Has perdido el juicio, teniente?

—¿Qué quieres decir?

—Has contaminado la escena del crimen.

Stride negó con la cabeza.

—Yo no he hecho tal cosa.

—Has estado aquí durante una hora con el cuerpo y el sospechoso antes de llamar a la policía.

—Yo soy la policía —le recordó Stride.

—No en este caso. Sabías perfectamente que K-2 te apartaría del caso. ¿En qué demonios estabas pensando?

—Estamos hablando de Maggie. Ella no lo ha hecho.

—¿Ah no? Estás ignorando las pruebas, teniente.

Stride no quería empezar una discusión; no allí, no en aquel momento.

—Mira, Abel, Maggie me ha llamado. Hemos trabajado hombro con hombro durante diez años. He venido y he hablado con ella; me he asegurado de que no había nadie más en la casa. Entonces he llamado a la brigada. Fin de la historia.

—Ahora eres un testigo. Tengo que interrogarte.

—Pues hazlo.

Teitscher negó con la cabeza.

—No, ahora no. Pero quiero un informe de todo lo que ha pasado mientras estabas solo en la casa con ella. Es oficial.

—De acuerdo —dijo Stride.

—Lo quiero al mediodía.

Teitscher abrió la puerta del todoterreno y Stride le puso la mano en el hombro.

—Eres un buen policía, Abel, pero a veces te fijas tanto en los detalles que pierdes perspectiva.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Se trata de Maggie. Si dice que no lo ha hecho, puedes estar seguro de que es así. Aquí está ocurriendo otra cosa.

Teitscher se inclinó hacia él, y Stride arrugó la nariz por el olor a almizcle de su colonia.

—Te diré lo que está ocurriendo: ahí dentro tengo una mujer con un marido muerto y el arma de ella en el suelo. Y además, me está mintiendo. ¿Crees que no me he dado cuenta?

—Si oculta algo, no es sobre el asesinato.

—Escucha lo que dices, teniente —dijo Teitscher con desdén—. Si hubiera sido cualquier otra persona, a estas alturas la tendrías esposada.

Stride sabía que tenía razón, pero también sabía que Abel no estaba siendo imparcial.

—¿De quién estamos hablando, de Maggie o de Nicole?

Teitscher enrojeció de ira.

—Eso ocurrió hace años.

—Exacto. Hace unos años era tu compañera la que estaba allí dentro con su marido tendido en el suelo. Confiaste en Nicole y te equivocaste. Así que ahora tienes prejuicios contra Maggie.

—Deberías haber aprendido la lección, como hice yo —dijo Teitscher con brusquedad. El detective sacó sus largas piernas del Bronco y luego asomó la cabeza y los hombros por la ventanilla. Llevaba una gabardina que no era adecuada para el frío y revoloteaba a su espalda como una capa—. No puedes confiar en nadie, Stride. En lugar de cubrir a Maggie, quizá deberías preguntarte si realmente la conoces tan bien.

Stride iba pensando en las palabras de Teitscher mientras conducía de vuelta a casa. ¿Hasta qué punto conocía a Maggie? La respuesta era que la conocía más que a nadie en el mundo.

No se parecía en nada a la joven china conservadora y tranquila que había conocido hacía más de una década. Había crecido en Shanghai y a los dieciocho años había ingresado en la Universidad de Minnesota para estudiar criminología. Cuando se unió a los activistas políticos del campus tras el alzamiento de la plaza de Tiananmen, descubrió que para el gobierno chino ella se encontraba en el lado equivocado, y decidió quedarse en Minnesota después de licenciarse, antes que arriesgarse a ser encarcelada al volver a su país.

Stride la contrató para su equipo por su memoria fotográfica y su habilidad para evaluar una escena del crimen. Era más lista que la mayoría de policías con años de experiencia en el cuerpo, pero era directa y seria; seguía siendo más china que norteamericana. No le preocupaban las modas ni el maquillaje y no se reía con los chistes. Su expresión permanecía siempre estática. Cuando Stride le tomaba el pelo, ella creía que había hecho algo mal.

Pero los tiempos cambiaron, y Maggie también.

Una década en Estados Unidos la había transformado. Ahora tenía estilo y elegancia, y su armario estaba lleno de cuero y tacones de aguja. Casi siempre compraba en la sección juvenil, y salía vestida como una adolescente a la última. A sus treinta y tantos, conseguía aparentar unos veinticinco. Su pelo cortado a lo chico era extravagante y moderno, como si fuera su única concesión a sus raíces. Sin embargo se maquillaba con esmero, y el año anterior se había insertado un pequeño brillante en la nariz. Dijo que le dolió como el demonio, pero le gustaba el brillo de la joya sobre su rostro.

Se había convertido en una mujer atractiva, aunque Stride siempre la había visto como a una hermana, de la que se sentía muy orgulloso, y a la que seguía protegiendo; quizá porque la había conocido cuando ella apenas acababa de salir de la adolescencia, en una época en la que él estaba felizmente casado con Cindy. Se convirtió en su mentor y observó cómo crecía, y ella no tardó en enamorarse de él. Cindy le advirtió de lo que estaba sucediendo, pero Stride fingió que esa atracción no existía y finalmente Maggie hizo lo mismo. Sin embargo, aunque no hablaran de ello, seguía allí, como una cortina invisible que los obligaba siempre a hacer cabriolas a su alrededor.

Ahora ya era difícil ver en ella el rastro de su pasado. Estaba llena de vida, era sarcástica, divertida, aguda y malhablada. Había tardado años en armonizar sus ásperas aristas. En su juventud parecía más una máquina; nunca mostraba sus emociones porque creía que los policías no lo hacían. Pero Stride sabía que las emociones eran necesarias para tener éxito en aquel trabajo. No podías divorciarte de tus sentimientos ni tampoco dejar que te dominaran. Se trataba de mantener un delicado equilibrio.

Stride todavía recordaba la investigación en la que Maggie había dado su primer gran salto, convirtiéndose en una persona nueva e íntegra. Era el tipo de caso que odian los policías, uno de aquéllos que llegan a obsesionarles. Eso era algo que Maggie no entendía, acostumbrada como estaba a resolver casos.

Se creía tan inteligente que pensaba que si ponía en funcionamiento la suficiente materia gris, conseguiría encontrar el camino hacia la verdad. Por lo general, así era. Pero no siempre.

Stride y ella llevaban más de un año trabajando juntos cuando una mañana de finales de agosto se halló el cuerpo de una chica en el húmedo césped de un campo de golf cerca de Enger Park. Estaba desnuda y la prueba de violación dio positivo. Tenía la cabeza y las manos cortadas, y nunca se encontraron. El forense concluyó que tenía unos diecisiete años y, por los moretones del cuello, dictaminó que había sido estrangulada. Las únicas marcas identificativas en su cuerpo eran unos tatuajes de bandas de rock y de videojuegos, como Bon Jovi, Mortal Kombat, Aerosmith y Virtual Fighter.

Lo intentaron todo para resolver el caso, pero al final no consiguieron averiguar la identidad de aquella chica. Revisaron miles de informes de personas desaparecidas en todo el Medio Oeste. Analizaron el ADN del semen hallado en el cuerpo de la víctima, pero fue en vano. Colaboraron con un psiquiatra local a fin de obtener un perfil que no les sirvió de gran cosa. Contactaron con cientos de tatuadores. Comprobaron los clubs de fans de videojuegos. Se pusieron en contacto con cada una de las bandas. Pasaron las semanas y el caso se enfrió.

Era simplemente la chica de Enger Park, y eso iba a seguir siendo.

Stride recordaba a Maggie yendo de un lado a otro en una sala de reuniones de la oficina central un mes después de que se encontrara el cuerpo. Revisaba una y otra vez los puntos de la investigación, tratando de dar con algo que se les hubiera pasado por alto o alguna pista nueva que poder seguir. Finalmente, con expresión seria y confundida, miró a Stride y le preguntó cómo iban a resolver el caso. Como si él hubiera estado aplazando deliberadamente la respuesta.

Tuvo que decirle la verdad: a menos que alguien les ofreciera nueva información, sería un caso sin resolver. Un asesino iba a quedar impune. Una joven no iba a conseguir que se le hiciera justicia. A veces el mundo funcionaba así.

Fue como si a Maggie nunca antes se le hubiera ocurrido esa idea.

Se dejó caer en una silla, fijó una mirada vacía en él, hinchó las mejillas, frustrada, y dijo sin ninguna entonación:

—Pues vaya mierda, jefe.

En ese momento, Stride supo que se había convertido en norteamericana. Y en policía.