Capítulo 2

«Ninguna huella en la nieve», pensó Jonathan Stride. Eso iba a ser un problema.

Las huellas no perduraban mucho con ese clima. Si echaba un vistazo hacia el patio delantero, podía ver el viento inclemente borrando ya el rastro que él mismo acababa de dejar hacía unos segundos. Aun así, se hubiera sentido mejor de haber podido usar el móvil para sacar una foto y demostrar que las pisadas habían estado allí.

Pisadas de un intruso. De alguien que no fuera Maggie.

Odiaba pensar de ese modo, pero sabía cómo se desarrollaría la investigación. Maggie también; le había descrito la escena por teléfono. Ella iba a ser la sospechosa número uno. Llevaban más de una década resolviendo asesinatos juntos, y era casi una ley inmutable: si asesinaban a un marido en su casa, lo había hecho la esposa. Y viceversa. Lo mismo daba que fueras predicador, cristiano, político, hombre de familia, santo o policía. Si a tu cónyuge lo matan en casa, tú eres la mano homicida.

Stride se sacudió la nieve de la oscura y pesada chaqueta de cuero y de los vaqueros. Era alto, medía casi metro noventa, y delgado. Se pasó el dorso de una mano por el pelo húmedo y ondulado y los reflejos plateados brillaron sobre el fondo negro. No había tenido necesidad de llamar al timbre, la puerta se abrió mientras esperaba en el porche. Maggie se quedó de pie en la entrada, diminuta en su bata de seda roja. Él buscó un rastro de lágrimas en su rostro, pero no vio nada.

—Hola, jefe —dijo ella.

La miró sin saber qué decir.

—Dejaré las botas fuera —anunció finalmente.

Se las quitó, al igual que el abrigo, y lo dejó todo en un rincón del porche. Al cruzar el umbral, se inclinó para examinar la cerradura.

—No la han forzado —le explicó ella—. Lo he comprobado.

—No intentes registrar el escenario tú misma, Mags.

—Sé cuándo una cerradura ha sido forzada —lo cortó. Se mordió el labio inferior y luego, como para disculparse, lo abrazó. Era pequeña pero fuerte, y lo estrechó entre sus brazos durante varios segundos—. Lo siento —murmuró—. Gracias por venir.

—¿Por qué no has llamado al 911? —preguntó, aunque no le gustó el tono acusatorio de su voz.

Maggie se apartó y se cruzó de brazos.

—Sé lo que viene ahora. Agentes deambulando por la casa. Horas de interrogatorios. Periódicos, televisión. No quería enfrentarme a eso; no ahora mismo.

—Es la investigación de un asesinato. Cada segundo cuenta.

Ella se mofó.

—¿Investigación? Esto va a ser una caza de brujas. No intentemos disfrazarlo. Estoy metida en un buen lío.

Él no discrepó de su apreciación.

—¿Has registrado la casa? —le preguntó.

—No.

—Bien, voy a echar un vistazo.

—Te lo he dicho, el tipo ya no está.

—¿El tipo?

—Supongo que era un hombre. Aunque claro, estamos hablando de Eric, así que no debería dar nada por sentado. —Soltó una amarga risa.

Stride frunció el ceño.

—Maggie, te daré un consejo como amigo, no como policía: evita decir cosas como ésta, ¿de acuerdo? Tienes que cerrar la boca.

Maggie dio una patada a una imaginaria mota de polvo del suelo.

—Sí, pero no quiero cerrar la boca. Quiero volverme loca, quiero gritarle a alguien.

—Eso no te ayudará.

—¿No? Seguro que hará que me sienta mejor. —Lo miró a la cara y se aplacó—. Lo sé, lo sé, tienes razón. Oye, no deberías estar aquí. Si quieres irte, lo entenderé.

Él no respondió, pero tenía razón. Estaba jugando con fuego al quedarse allí, porque éste no iba a ser su caso. Maggie y él habían sido compañeros y amigos durante más de diez años, así que lo apartarían de la investigación. Era el teniente encargado del departamento de detectives que investigaba los crímenes de mayor trascendencia de Duluth, sita en el extremo suroeste del lago Superior, donde éste se estrechaba como la punta de un cuchillo clavándose en el corazón de la ciudad. Duluth era lo bastante pequeña como para que Stride asumiera personalmente la mayoría de los casos relevantes, pero este homicidio en concreto acabaría en manos de uno de sus sargentos.

Sabía que ése era el motivo por el que Maggie quería que estuviese allí antes de que llegaran los demás. Quería que viera la escena del crimen, que hablase con ella, que se formara sus propias opiniones. Lo estaba reclutando para su bando.

—¿Por qué no preparas un poco de café para los dos? —propuso él—. Examinaré la casa.

Maggie arrugó la nariz.

—Sabes que no bebo café.

—Ahora sí —le dijo Stride, y añadió—: He olido el alcohol en tu aliento cuando has abierto la puerta.

Maggie empalideció y se dio la vuelta.

Stride empezó por el despacho de Eric, aunque se quedó en el umbral sin llegar a entrar. Vio la herida de bala en la frente. Su cuerpo musculoso estaba tendido sobre un sofá de piel borgoña, con una manta blanca cubriéndole las piernas y el estómago. Su pecho lampiño estaba desnudo. Su cabeza de larga melena rubia yacía sobre una almohada, que ahora rebosaba sangre como una ponchera. El arma se encontraba en el suelo, a tres metros del cuerpo como mínimo; demasiado lejos para ser un suicidio. Buscó el rastro de agua sucia que hubieran podido dejar unas botas después de pisar la nieve, pero quienquiera que fuese el autor había ido con cuidado. Seguramente se habría quitado las botas y las habría dejado en la entrada, como hacía todo el mundo, para luego desplazarse por la casa en calcetines.

Suponiendo que realmente hubiera entrado alguien en la casa.

No sintió nada al ver el cuerpo de Eric. Hacía años que había logrado mitigar esa clase de emociones. Aun así, le conocía bien. Él y Maggie llevaban casados más de tres años y Stride había estado muchas veces en su casa. Era una situación incómoda para todos, pues Stride y Maggie compartían una larga historia desde antes de que Eric entrara en escena. Durante años, Maggie había estado enamorada de Stride en silencio, y él no estaba seguro de que aquel amor hubiera desaparecido por completo. Eric lo sabía.

Stride invirtió casi media hora en recorrer los tres pisos habitación por habitación. La casa resultaba enorme y fantasmagórica para dos personas, llena de pequeñas habitaciones de extraños techos inclinados y rincones secretos por los que serpenteaban las corrientes de aire frío. Se encontraba en un barrio de casas antiguas agrupadas unas manzanas al oeste de la autopista norte-sur, cerca de la Avenida 24. En otros tiempos había sido una zona de familias adineradas, donde ahora residían profesionales y empresarios de la ciudad. Eric había sido propietario de la casa durante más de una década. Era ex nadador olímpico y había levantado un lucrativo negocio de suministros deportivos a nivel internacional, dedicado sobre todo a proveer material a los atletas de los Juegos de Invierno. Era una de esas casas tipo castillo europeo, que rezuman aspiraciones sociales. Con su exterior desgastado de ladrillo oscuro y gabletes, desde la calle resultaba un monstruo imponente. Maggie la odiaba. Cuando Eric se iba en viaje de negocios a Noruega o Alemania, a veces ella bajaba a la casa del lago de Stride y se quedaba con Serena y él.

Al volver a bajar las escaleras se encontró a Maggie en la cocina, con la mirada ausente fijada en su taza de café. Detrás, la encimera de mármol azul estaba vacía y limpia.

—No he encontrado nada —dijo él.

Ella asintió como si no fuera nada nuevo.

—Cuéntamelo otra vez —le pidió—. Como has hecho por teléfono. Explícame qué ha pasado.

Maggie recitó los hechos de la velada de forma monótona. Le contó que se había despertado al oír un disparo, que había visto un coche fuera y que había encontrado a Eric en el piso de abajo. No mencionó que se hubiera emborrachado, y Stride se preguntó qué estaba callando.

—¿Cómo ha entrado el asesino? —preguntó Stride.

—He estado pensando en ello —contestó Maggie—. Quizás estuviera esperando fuera y se colara en el garaje al llegar yo. No cerramos con llave la puerta que comunica el garaje con la casa.

—¿Y tu pistola?

—Digamos tan sólo que no le habría costado mucho entrar en el dormitorio sin despertarme.

—¿Ha tenido Eric problemas con alguien?

—No, que yo sepa.

—¿Cómo va su negocio?

—Viento en popa, por lo que sé.

—¿Por lo que sabes?

—Nunca pregunto. No tengo ni idea de cuánto dinero tiene. Pagamos las facturas. Supongo que gana más que yo, a pesar de mi espléndido sueldo de policía.

Stride sonrió fugazmente.

—¿Dónde ha estado hoy Eric?

—No lo sé. Estuvo en las Gemelas[2] este fin de semana y regresó el lunes, aunque apenas le he visto. Esta noche no ha venido a cenar.

—¿Cómo iban las cosas entre vosotros?

Se encogió de hombros.

—Bien.

No sonaba convincente.

Stride esperó a ver si decía algo más, pero no fue así.

—¿Hay alguna otra cosa que quieras contarme? —preguntó.

—No.

—¿Se te ocurre alguien que pudiera querer matarlo?

—¿Quieres decir aparte de mí? —replicó ella con aspereza—. Yo no lo he hecho. Necesito saber que me crees.

—Te creo.

—¿Pero?

Maggie era lista. Notaba que tenía más preguntas que hacerle.

—Hace semanas que no pareces tú —le dijo—. ¿Por qué?

El rostro de Maggie enrojeció de furia.

—No tiene nada que ver con esto.

—¿Estás segura?

—Déjalo, jefe. No es asunto tuyo.

—Creía que no había secretos entre nosotros.

—No me trates como a una niña.

Al ponerse en pie, la bata se le abrió y él le vio más pecho de lo conveniente, pero Maggie no hizo ningún esfuerzo por evitarlo.

—Voy a vestirme. Será mejor que llamemos a los perros.

—Ya sabes lo que van a preguntarte —le advirtió.

Ella asintió.

—Que por qué no estaba Eric durmiendo arriba conmigo.

—¿Y bien?

Maggie hundió las manos en los bolsillos de la bata.

—Eric tenía problemas para dormir. Solía bajar al despacho a trabajar y cuando estaba cansado se echaba en el sofá.

No cruzó su mirada con la de él al salir de la habitación. Stride sabía que le estaba mintiendo.