Maggie se despertó sobresaltada, soñando con sexo. Se preguntaba si el disparo también formaba parte del sueño.
Permaneció enredada entre las sábanas negras, con la piel cubierta por una película de sudor. Al parpadear, su cerebro intentaba salir a trompicones del universo de los sueños, pero la pesadilla se resistía a soltarla. Tenía los ojos abiertos, pero no veía nada. Sentía sobre el cuerpo unas manos demasiado fuertes que la retenían tumbada. Un hedor a pescado muerto le inundó las fosas nasales; tuvo ganas de vomitar, pero tenía la boca cerrada a cal y canto. Golpeó la carne de él con los puños, pero se sentía como una mosca que se estuviera dando contra el cristal de una ventana, intentando salir sin ir a ninguna parte. Él se rió con un mezquino murmullo de placer. Ella gritó.
Abrió los ojos de golpe. Estaba despierta. Salvo que en realidad no lo estaba.
Stride estaba sentado en su cama. Se oyó a sí misma decir: «Hey, jefe», en un tono que sonara seductor, aunque no lo era. Él le estaba sonriendo con unos ojos increíblemente oscuros e irónicos. Ella abrió los brazos de par en par y él se acercó, y cuando estaba a punto de saborear su beso él se desmenuzó como si fuese de arena.
Entonces lo oyó. Sordo y lejano. Bang.
Maggie se sentó en la cama. Su respiración retumbaba al entrar y salir del pecho. Miró el reloj de la mesita de noche y vio que eran las tres de la madrugada. Llevaba dos horas durmiendo, aunque más bien había sido como una ebria inconsciencia llena de sueños extraños. No habían sido más que eso: sueños.
Pero el disparo la intrigaba. Algo la había despertado. Tal vez fuese Eric, paseándose de un lado a otro por el piso de abajo; o quizás el impetuoso vendaval del exterior, que hacía crujir la madera. Se quedó sentada en silencio, aguzando el oído. Había empezado a nevar —podía ver la lluvia blanca a través de la ventana— y minúsculos trozos de hielo frotaban como susurros contra el cristal. Escuchó a la espera de oír pasos, pero no oyó nada.
Recordó lo que Stride le decía siempre: «Nunca hagas caso de las inquietudes que llegan en mitad de la noche».
Maggie se dio cuenta de que tenía frío. En el dormitorio había corriente de aire y tenía la piel húmeda. Dormía sólo con bragas, incluso en enero, pues no le gustaba el estorbo de la ropa bajo las mantas, aunque eso significara despertarse helada a menudo. Salió de la cama y llegó con dificultad al termostato, que subió varios grados. Abajo, en las entrañas de la casa, la caldera volvió a la vida con un estruendo, introduciendo su cálido aliento en la habitación.
Fue al armario para coger una bata. En la puerta había un espejo de cuerpo entero y Maggie se detuvo para ver su imagen entre las sombras iluminadas por la luna. Llevaba años encontrando defectos a su cuerpo. Era demasiado baja, apenas superaba el metro cincuenta, y demasiado flaca, con sus miembros huesudos y unos pechos que eran como un par de baches. Parecía una muñeca de treinta y tantos. Llevaba el pelo negro cortado, como siempre, con un flequillo recto sobre la frente. Era bonita —todo el mundo se lo decía—, pero ella no lo veía así. Su nariz era pequeña y respingona, pero tenía las mejillas muy redondas. Sus ojos asiáticos con forma de almendra eran casi negros de tan oscuros, apenas punteados con unas motas amarillas y desordenadas. Sus rasgos eran simétricos en extremo. Podía hacer cosas asombrosas con la cara: retorcerla con expresiones sarcásticas o formar con la boca una O diminuta aureolada por unos labios rojo cereza, como un pez en busca de aire. Pero ¿bonita? Maggie no lo creía.
Se miró un antebrazo. La carne, color miel, se le había puesto de gallina. Se llevó una mano al vientre desnudo y plano y se observó en el espejo mientras se frotaba el abdomen con suaves círculos. La visión se tornó borrosa cuando empezó a llorar. Abrió la puerta para dejar de ver su figura en el espejo y descolgó de una percha una bata de seda. Se la puso sobre los hombros y se la ató con un fuerte nudo.
Dio la vuelta, sollozó y se enjugó los ojos. Se sentía insignificante en ese dormitorio enorme, con sus muebles de caoba maciza. En la pared opuesta había una cómoda de color burdeos, más alta que ella, tanto que tenía que ponerse de puntillas para ver el interior del cajón de arriba. Cuatro postes de madera tallada a mano se alzaban en cada esquina de ese pedazo de cama vacía tamaño extragrande. Era demasiada cama para ella sola, que es como dormía desde hacía semanas. Odiaba incluso acercarse a ella.
Avanzó un paso y la cabeza le dio vueltas. Aún notaba los efectos del vino que había bebido en el parque. Se apoyó con una mano en la mesita de noche. Al bajar la mirada, vio su placa y sintió todas las complejas emociones que implicaban los diez años de servicio. Nunca había pensado que aún seguiría en activo, pero había una parte de ella que no podía dejar el departamento de detectives, que quería y necesitaba estar cerca de Stride. O tal vez fuera que, poco a poco, durante el último año, el resto de su vida se había convertido en algo horrible, e ir al trabajo era una manera de olvidar.
Volvió a mirar la mesita de noche y sintió crecer un desasosiego en el estómago. Algo iba mal. Repasó mentalmente cada uno de sus pasos, lo que había hecho, adónde había ido, con la esperanza de que simplemente hubiera cometido un desliz por culpa del alcohol. Pero no era así. Recordaba haber subido las escaleras y dejado en la mesita, al lado del reloj, la placa, la cartera, la pistola y las llaves.
Ahora, la pistola ya no estaba.
Había sido una fea noche de miércoles. El frío era glacial, como siempre en enero. A las diez, Eric aún no había vuelto a casa. Maggie había reunido el valor suficiente para hablar con él, pero al ver que no aparecía sintió crecer la furia en su interior. Se había mostrado hermético y reservado desde las vacaciones. No podía culparle por eso; llevaban varias semanas como extraños, discutiendo constantemente. Era culpa suya, ella era quien se había cerrado, dejándole a él al margen, incapaz de superar todo lo que le había pasado.
Sintiéndose enferma de tanto esperarle, salió de la casa. Cogió una botella de Chardonnay y un sacacorchos. Se envolvió en su abrigo de marta rusa, un regalo de bodas que apenas se ponía pero que era cálido y le hacía sentirse aristocrática. Aún no había empezado a nevar y las calles estaban despejadas. Condujo hasta la ciudad, aún engalanada con la luminaria navideña, y luego siguió hacia el norte por el camino de la costa, hasta llegar a una salida junto al lago. Estaba desierto. Aparcó y descorchó la botella de vino. Cuando salió de la camioneta el viento impactó contra su rostro, pero ella lo ignoró y caminó por un sendero nevado rumbo a la oscura y movediza masa del lago Superior. Las estrellas le hacían guiños sin dejarse eclipsar por el brillo de las luces de la ciudad, hacia el sur. Las ramas de los árboles cedían bajo la nieve. Sus botas se hundían en el terreno. El abrigo le llegaba a medio muslo y, entre el pelaje y las botas, el frío le hería las piernas.
Allí no se formaba hielo desde la orilla: el agua fluía demasiado deprisa. Sólo en los peores tramos del invierno el frío era lo bastante intenso para mandar una vacilante capa de hielo unos cientos de metros lago adentro. Ahora, en cambio, sólo había un embravecido oleaje nocturno que rompía contra las rocas formando una cresta de espuma glacial, ondulantes colinas de agua que parecían monstruos marinos que se acercaban serpenteando hacia la orilla.
Se llevó la botella de vino a los labios y bebió. No había cenado y el vino le subió directo a la cabeza. Sintió lástima de sí misma, pero esa sensación se fue atenuando con cada trago de vino que daba. Permaneció allí una hora, hasta que se bebió toda la botella y se le entumecieron los miembros. Arrojó la botella vacía, que voló haciendo cabriolas hasta las aguas furiosas. Pensó en tumbarse en la nieve y no volver a levantarse.
En quitarse la ropa. En morir congelada.
Pero no. Aunque nada la impelía a regresar a casa, sabía que era hora de irse. Volvió tambaleándose al aparcamiento y se sentó en la camioneta, donde enseguida empezó a entrar en calor. Tenía la boca pastosa. Estaba pálida y el pelo se le había apelmazado con la nieve. Era como el Hombre de Hojalata, oxidado y falto de aceite.
Emprendió el trayecto de regreso a casa conduciendo despacio; notaba los efectos del vino. Era la una de la madrugada y su calle estaba oscura y silenciosa. Todo el mundo había apagado las luces de sus hogares y se había metido bajo el edredón de pluma de ganso. Al abrir el garaje vio que Eric también estaba en casa. Estaría durmiendo en su despacho. Pensó en despertarle y hacer lo que había planeado, pero resolvió que podía esperar hasta el día siguiente.
Se quitó el abrigo de piel en el pasillo sin encender la luz. Junto a la puerta había un arcón antiguo, debajo de un espejo de latón. Vio algo encima de la madera barnizada; Eric se lo habría dejado al entrar. Era una taza de café de cerámica negra y, debajo, una notita doblada con el nombre de ella garabateado del puño de Eric. En la taza aún había restos del poso del café.
Desdobló el papel. A pesar de la tenue luz, logró distinguir las palabras:
SÉ QUIÉN ES
Maggie analizó la nota con gravedad. Era la misma canción de siempre, la misma acusación cansada. La enfurecía que aún no confiase en ella. Arrugó la nota hasta hacer con ella una bola que se metió en el bolsillo, y subió a dormir.
¿Dónde estaba su pistola?
Sólo se le ocurría una explicación: Eric la había cogido. Había entrado en su dormitorio y se la había llevado de la mesita de noche. El disparo no lo había soñado. Aunque eso no tenía ningún sentido. Eric no era un suicida; era una fuerza vital, alguien enérgico y apasionado que siempre ponía a prueba sus propios límites. Y los de ella.
Maggie vio un cono de luz blanca que cruzaba el dormitorio. Instintivamente, se agachó y acercó el rostro al frío cristal hasta que pudo ver algo. La oscuridad del cuarto la protegía. Vio los faros de un coche estacionado a unos cincuenta metros; mientras lo observaba el vehículo aceleró, los neumáticos giraron en la nieve fangosa para dar media vuelta y se esfumó. No pudo ver el color ni la marca.
Aguardó, vigilando la calle. Afuera estaba nevando y grandes y húmedos copos golpeaban la ventana. Miró justo debajo y vio unas pisadas en el polvo blanco que dibujaban un rastro desde su entrada hasta la calle. El viento y la nieve ya estaban fundiendo las marcas.
Maggie corrió a la puerta del dormitorio. Giró el tirador, vaciló y luego abrió de golpe. El vestíbulo estaba lleno de sombras inmensas. Se arriesgó y en voz baja dijo:
—¿Eric?
Después repitió, más alto:
—¡Eric!
Lo único que oyó fue el opresivo silencio de la casa. Olió el aire y captó el aroma rancio de la ternera que había cocinado para una cena que nadie se comió. Maggie se mantuvo pegada a la pared mientras bajaba las escaleras. Echó un vistazo a la sala y al comedor y los encontró vacíos. Andaba descalza y el suelo estaba frío. Se ajustó más la bata y avanzó despacio hasta la puerta abierta del despacho de Eric. Deseó haber tenido su arma.
Cerca del umbral, oyó un goteo. Lento y constante. Gotas que caían en un charco. El estómago le dio un vuelco. Cruzó el umbral y encendió la luz, entornando los ojos cuando el resplandor la deslumbró. En el interior, el ruido proseguía, un monótono tic, tic, tic. También percibió otro olor, uno al que estaba muy habituada.
Entró en el despacho. Eric se encontraba en el sofá, con los miembros extendidos y un reguero de sangre que le bajaba por el rostro hasta formar charcos rojos sobre el suelo brillante. Una herida de bala le perforaba la frente. Maggie no corrió hacia su marido. No había por qué, él ya no estaba entre los vivos. Era un cuerpo más entre los cientos que había visto a la largo de los años. Su mirada escudriñó la habitación por instinto, el de una detective en busca de respuestas. No halló ninguna, sólo la solución a un terrible misterio: su pistola, que estaba en la mesita de noche cuando se había ido a dormir, ahora se encontraba en mitad del suelo. El humo se confundía con el olor mineral de la sangre.
Maggie deseó poder llorar. Más que ninguna otra cosa, deseaba desplomarse y sollozar, preguntarle a Dios cómo había podido ocurrir eso. Pero al mirar el interior de sí misma, ya no le quedaba nada. Se mordió el labio y, mientras contemplaba al hombre al que había amado una vez, supo que, por muy mal que le hubieran ido las cosas en el último año, iban a ponerse peor.